jaquelado del de Owari; flor pentafolia del acaudalado
Señor de Kanga; cruz penada del de Gueishu o negra cruz del belicoso
de Satsuma.
Los próceres blasones
timbraban desde la seda de los excelsos estandartes, hasta el hierro de
los abanicos de guerra o el encarrujado y oleoso papel de las transparentes
linternas; temblaban en las gualdrapas de los palafrenes de guerra refrenados
por los espoliques; bordaban los recios hombros de los capitanes y se estampaban
en la espalda de la servidumbre. Al rayo del sol lucían con metálicos
meandros sobre los cofres guardarropa a cuestas de los portadores y hasta
en las jornadas nocturnas, al claror de la luna que filtraba las altas
criptomerias o al opalino fulgor de las linternas chispeaban los ilustres
blasones lacados de oro sobre la negra litera del Señor!...
A la vista de esos desfiles que tendían
fierezas y esplendores a lo largo de la gran ruta litoral, el maestro Hiroshigué
jubilaba. En tanto que los samurayes de la descubierta gritaban imperiosos
a todo transeúnte:
—Shita ni! (de rodillas),
el paisajista absorto, por el papel desgarrado de una mampara, o al través
de los finísimos transparentes de bambú, veía, como
velada por las gasas del sueño, la feérica procesión
itinerante. Su pincel ansioso trazaba rápidos croquis que captaban
fugaces movimientos y belicosos ademanes o actitudes de imponente gravedad.
Corrían los ágiles piqueros semidesnudos; seguían
los portadores de lábaros, parasoles y orgullosos plaquines; trotaban
los espoliques casi levantados en vilo por los rehacios bridones de joyan-