te caparazón; sucedían los capitanes
caballeros, culminando sobre los de a pie con tocados semejantes a capelos
cardenalicios y enfundado el descomunal mandoble en matizadas y velludas
colas de tigre. Pasaban luego los cinegetas, arqueros y venableros, batidores
de osos y jabalíes, ornados con despojos venatorios, junto a los
halconeros que libres, cabe recias jaulas o calzados y encapirotados sobre
ricos varales o manoplas de cordobán, portaban fieros gerifaltes
y con ellos todos los menesteres de la cetrería.
A la zaga, en la simple litera
llamada kango, iban los mayordomos o el dignatario civil provinciano
y en torno de ellos los portadores de los cofres del tesoro, de la guardarropía,
de las vajillas y armamento del daimio.
Éste seguía y su norimón,
la rica litera de oro sólo usada por príncipes y cortesanas,
era como el suntuoso y rutilante corazón del cortejo. Estaba cubierto
de brocados magníficos con ese aspecto que tan bien notó un
japonista ilustre, hablando de los trajes del antiguo régimen: "el personaje desaparece casi en su amplitud suntuosa. Parecen sostenerlo
con la rigidez de sus pliegues y, cuando se mantiene inmóvil, lo
envuelven en grandeza escultural y en majestad hierática."55
Tras de una nueva escuadra
de capitanes de retaguardia, seguían médicos y cocineros,
pajes y albéitares, fámulos y servidumbre, parásitos
y esportularios.
Y el maestro Hiroshigué detrás
del sudaré