bélico
y suntuoso, del torvo y magnífico Japón feudal.
Cada año, desde las provincias
más remotas que gobernaban como barones feudales, llegaban los daimios
a Yedo para rendir pleito homenaje al Shogun o Regente militar,
jefe de todos ellos, quien bajo severas penas reclamaba tal acatamiento,
exigiendo además que las esposas y familias de los daimios, en ausencia
de éstos permaneciesen en rehenes, habitando intramuros de Yedo.
Los desfiles principescos,
prodigando pompa y boato, transitaban a lo largo del Tokaido, rindiendo
jornadas en las sucesivas hosterías, y era raro el día del
año en que no animara la ruta el cortejo en marcha de alguno de
los 250 príncipes.
Unos y otros rivalizaban en
aparatosa magnificencia. Desde que salía del burgo provinciano,
en camino hacia Yedo, el prócer con sus cohortes debía afirmar
el prestigio de su grandeza con ostentación impresionante de lujo
y poderío.
Rompía la marcha una
vanguardia de alabarderos cuyas armas al cabo de ástiles culminantes, protegían
fundas de piel ursina. En pos de éstos, marchaban como doríforos,
otros peones, sustentando lanzas ornadas en sus duros remates con trémulas
garzotas blancas, y en seguida venían los portaestandartes, cuyos
caprichosos y peculiares lábaros no se revelaban sino al pasar a
la vera del castillo de un par en jerarquía o traspasando los fosos
de la Metrópoli shiogunal. Al extremo de culminantes pértigas
otros mesnaderos llevaban las cotas de armas bordadas con el blasón
del daimio;