sus otoños,
acordando su paleta en los brocados del erablo,37
y como si eso no bastara, animó sus paisajes con figuras de vistoso
indumento, empavesó los santuarios con mástiles y flámulas
y banderolas; desplegó cortejos de daimios sobre los combos puentes;
evocó en todas partes la tradición vetusta; exhumó
a la leyenda de sus hondos relicarios y asomó por doquiera el rostro
locuaz y expresivo de la vivaz anécdota.
Y así, sutil arquitecto, levantó a la gloria de la sombría
y hosca metrópoli japonesa, ese monumento hecho de color y de luz
que se llama Meisho Yedo Hiakkei.