Surgieron en sus violentos
desplantes, en sus ademanes paroxísticos, con máscaras de
amargo rictus, de ojos extraviados y rojos estigmates; con gestos zahereños,
sardónicos o truculentos; con cabellos erizados y crispadas diestras,
los actores de Toyokuni, caracterizando los frenesíes de las pasiones
viriles, corajes impíos, zañas protervas, venganzas implacables,
bajo indumentarias a la vez preciosas y bestiales, donde un crespón
arácneo rebosaba de un yelmo astado, un brocatel surgía de
una armadura crustácea y un áureo cordón ceñía
un borceguí de piel de oso!
Surgieron también los
actores de Sharaku, cuyo realismo cruel hirió a los mismos japoneses;
faces de horror, como esos rostros vagos y descarnados que desde los antros
de la noche asoma la pesadilla tras de las turbias vidrieras de los sueños...
Y al fin surgió
el Macrocosmos y el Microcosmos de Hokusai, todo un mundo, todo un universo,
lo que un ojo humano puede ver en los telescopios afocados al infinito
y en los microscopios inclinados sobre la gota de agua... Y más
aún, lo que no ve la simple pupila humana, lo que acaso ven los
dioses, lo que sólo el Poeta mira cuando cierra los ojos...
Ya era entrada la noche cuando
Ando Tokubei salió de la casa de Tsutaya Yuzaburo, guardando avaramente
en la manga de su
haori una carta de presentación para el
maestro pintor Ychiriusai Toyohiro...
En la noche invernal, sobre
la negra bóveda, lucía el Río Celestial, el Arroyo
de Plata, la Vía Lác-