HIROSHIGUÉ
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biera devorado mi almacén. Como testimonio de gratitud, pues, en mi nombre y en el de algunos comerciantes de "Naka-no-chó", os ruego aceptéis para vos y vuestros compañeros este presente...
    Y volvió a inclinarse en profunda reverencia a la vez que elevaba a la altura de su frente una caja de laca atada con cordones de seda...
    Pero contra todas las reglas de la etiqueta, Tokubei ni tomaba el obsequio, ni contestaba con los circunloquios de estilo las frases del dadivoso...
   Estaba emocionado y tenía razón. No por las frases halagüeñas, ni por las áureas monedas y el testimonio honroso que seguramente contenía el cofre de laca, sino porque, en las circunstancias más propicias, se encontraba en presencia de quien mejor podía patrocinar su talento pictórico, de Tsutaya Yuzaburo, el gran editor cuyo noble sello —la cumbre del Fujisán sobre la hoja de parra— timbraba las más bellas estampas de la época!...
    Cuando por ineludible cortesía Tokubei ofreció a Yuzaburo la taza de té, que es de rigor, y ambos pasaron al cuarto de ocho esteras donde el hikeshi vivía, los croquis y pinturas prendidas en las mamparas dieron la bienvenida al editor. Sonrió un ventrudo Dios de la abundancia; tembló una rama de bambú como a la brisa de la tarde; una tortuga, a tinta china, fingió parpadear bajo su imbricado carapacho y las hojas de una rosa peonía que se deshojaba parecieron seguir cayendo...
    De esos bocetos a Tokubei, preparando el té, iban alternativamente los ojos de Yuzaburo que, intrigado, inquirió al fin, por el autor:
   —Dare kakimashitaka né?...
 
 
 
 
 


 
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