tivamente un yakunín sonríe, oblicuo
y sutil, del turbado azoramiento del joven patán que se estremeció
al rozar con su brazo desnudo la manga rutilante de la oirán...
de la suave sonrisa de ésta que al paso de los mozos sintió
un olor de pinos, evocador de la nativa aldea; y el yakunín, plantado
a media calle, mira temblar en un extremo, alejándose, los anchos
sombreros y los blancos trajes de la procesión mística y
por el otro, desapareciendo, el desfile galante con los rojos faroles y
la luna en creciente del Shin Yoshivara...
De pronto, desde la atalaya
del velador nocturno, se dejan oír, dominando el tumulto, las notas
metálicas de un toque a rebato pregonando el incendio. Y, como por
encanto, cambia de súbito el ritmo de los ruidos y del movimiento.
La música de las casas de té, el pregón de los vendedores,
toda la algazara estrepitosa y jocunda parece suspenderse en un síncope
de estupor. Entonces la campana del hi-no-mi se deja oír
mejor. Suenan dos golpes seguidos y una pausa; el incendio, pues, se produce
en zona contigua; el peligro no es inmediato...
No obstante, los gritos: Kuaji
gá! Kuaji gá! exclamados en todos los tonos por
hombres, mujeres y niños, forman el único clamor de la multitud,
y su único movimiento, un impulso precipitado hacia la zona de la
conflagración en cuya atalaya se oyen vibrar ya las convulsivas
campanadas de un repique frenético.
Un simple incendio no hubiera
conmovido así a los estoicos habitantes de Yedo, tan acostumbrados
a las arrasantes quemazones como a los pavo-