JOSÉ JUAN TABLADA
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tivamente un yakunín sonríe, oblicuo y sutil, del turbado azoramiento del joven patán que se estremeció al rozar con su brazo desnudo la manga rutilante de la oirán... de la suave sonrisa de ésta que al paso de los mozos sintió un olor de pinos, evocador de la nativa aldea; y el yakunín, plantado a media calle, mira temblar en un extremo, alejándose, los anchos sombreros y los blancos trajes de la procesión mística y por el otro, desapareciendo, el desfile galante con los rojos faroles y la luna en creciente del Shin Yoshivara...
    De pronto, desde la atalaya del velador nocturno, se dejan oír, dominando el tumulto, las notas metálicas de un toque a rebato pregonando el incendio. Y, como por encanto, cambia de súbito el ritmo de los ruidos y del movimiento. La música de las casas de té, el pregón de los vendedores, toda la algazara estrepitosa y jocunda parece suspenderse en un síncope de estupor. Entonces la campana del hi-no-mi se deja oír mejor. Suenan dos golpes seguidos y una pausa; el incendio, pues, se produce en zona contigua; el peligro no es inmediato...
    No obstante, los gritos: Kuaji gá! Kuaji gá! exclamados en todos los tonos por hombres, mujeres y niños, forman el único clamor de la multitud, y su único movimiento, un impulso precipitado hacia la zona de la conflagración en cuya atalaya se oyen vibrar ya las convulsivas campanadas de un repique frenético.
    Un simple incendio no hubiera conmovido así a los estoicos habitantes de Yedo, tan acostumbrados a las arrasantes quemazones como a los pavo-
 
 
 
 
 


 
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