de Kuanon y el barbado Kanushi del Dios
Zorro Inari. El eta, curtidor de la vecina aldea de los Parias,
se escurre entre el Ronnin o caballero errante, cubierto misteriosamente
por un casco-antifaz de mimbre. El samurai de dos sables regresando
del castillo del daimio de Sado, codéase con el luchador
ventripotente y elefantino; la
oirán, la cortesana de traje
hierático, faz estucada y labios pintados de oro, precedida de sus
infantiles meninas, lanza miradas celosas a los ahembrados miñones,
actores de papeles mujeriles en los vecinos teatros, los que a su vez requiebran
a la Toriuoi o cantatriz ambulante de ancho sombrero de paja y largo
laúd.
A veces en las estrechas calles
se juntan, viniendo en opuestas direcciones, un cortejo teatral de cortesanas
y una humilde procesión de peregrinos, rústicos fieles que
llegan de aldeas cercanas, Meguro o Konodai...
Por un instante, los grupos
estorbándose, vacilan y se entremezclan; en el mismo ambiente se
escapan y se juntan el religioso perfume del incienso con el aroma profundo
y turbador de almizclado
jiko, que las prostitutas exhalan de sus
fluidas sedas y de sus rígidos brocados, de sus cabelleras lustrosas
y de sus carnes jóvenes maceradas en ungüentos...
Luego, cada grupo echa a andar,
con rumbo opuesto, por la angosta calle; los mozos campesinos, conturbados
por aquella visión de lujuria, hacia el templo; las lúmias,
envidiosas de aquella rústica paz presentida, hacia el placer...
A media calle, viendo a un
lado y otro, alterna-