rosos terremotos; pero alguien había dicho que
la conflagración amenazaba el templo de Kuanon; otro que llegaba
jadeante, pretendía que había estallado en el recinto mismo
del Shin Yoshivara y los edokko,11
temían que el fuego fuera a devorar los mil brazos de su diosa patrona
o las cuatro mil sonrisas de sus admiradas cortesanas.
En esos instantes trágicos,
de los labios de aquel pueblo, orgulloso como el griego de sus hetairas,
se escapaban presurosos los nombres de las más célebres o
de las mejor amadas:
¡Hana oguí!
abanico de flores; ¡Urugumo! nube ligera: ¡Utakichi!
canción venturosa; ¡Kokintai! cinturón de oro,
murmuraban lo labios ansiosos y, por su ímpetu, diríase que
amantes y enamorados, padres o prometidos, corrían para libertar
y salvar a las palomas de Venus, vestidas como aves del paraíso,
y cautivas en las jaulas de oro de las Casas Verdes.
Pero,
afortunadamente, el incendio no amenazaba los alcázares del Castillo
sin Noche. Una infeliz Yotaka, en nocturna ronda, aseguraba venir
del propio Yoshivara; a la hora del Perro había estado en Agueya
Machi, la calle de las alcahuetas, y allí, como en todas partes,
hacíanse tranquilamente los preparativos para la próxima
procesión de Kuanon Sama. "El fuego, decía la pobre carcavera,
estaba cerca del yashiki del daimio de Edzu; ella lo había
visto al pasar antes de que la policía cerrara las barreras...