plicidad de sus líneas y a pesar de la escala, culminan imponentes y
gigantescos. Y las mágicas líneas de esos dibujos expresan
tan bien la dureza pétrea y las complicadas aufractuosidades de
los volcanes y cordilleras; como la fluida elasticidad de las olas que
avanzan y se retraen sobre las playas, tan bien como la inmóvil
diafanidad de los lagos, la cristalina transparencia de las bahías
y la negra espesura de las pinedas, en las boscosas vertientes...
Tales fueron los caracteres
del paisaje japonés hasta morir el siglo XVIII. Tuvo una gloriosa
tradición clásica, produjo venerables y admirables obras
dentro del canon chino, cuyo exclusivismo orgulloso, apenas conmovieron
insólitas personalidades.
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Habéis contemplado alguna
vez uno de esos preciosos árboles enanos, pino centenario, secular
criptomeria o cedro añoso, contenido en una maceta de bronce exornada
con furiosos dragones?...
Pues ese árbol maravilloso
pero exiguo, es el arte del paisaje nipon durante las edades clásicas;
la tradición es la dura vasija que lo contiene; el Dragón
que la ciñe, es el canon inexorable...
Pero sobrevino Hiroshigué
y al triunfal advenimiento de su numen, la tradición, con ser de
bronce, quedó hecha añicos; huyó el Dragón
como en los Cuentos de Hadas, y el atrofiado pino se volvió jardín,
bosque, espesura; hundiendo su ávida raigambre en el tibio humus
de la tierra y tendiendo su ramaje anheloso, al viento, a la lluvia, a
la nieve, a las tórridas claridades meridianas y a la magia inefable
de los claros de luna!