de los Cien
Templos", voy a hacer, con mis manos, un templo votivo al
ánima venerable y creadora del mundo que recorrí, al genio
de ese demiurgo amarillo, al espíritu del Kami Hiroshigué...
Ese templo es este libro.
Quisiéralo sin el oro de los artificios retóricos, desnudo
y austero como esas capillas shintoístas, de madera impoluta y balsámica,
donde siguen perfumando como invisibles inciensos, las resinas de las selvas
centenarias. Escrito en prosa que fluyera en rumor agreste como las cascadas
que en Yamato se despeñan junto a los templos...
Quizá el santuario
sea como mis manos pecadoras de arcilla deleznable; será siempre
un relicario, porque contiene a un numen cuyos prestigios tenderán
floridas sederías y rutilantes brocados sobre los muros desnudos.
Hace mucho tiempo, al acabar
de leer el libro Outamaro de Edmundo de Goncourt, me hice el propósito
de escribir, para cuando mis estudios artísticos madurasen, un libro
semejante...
Pasó el tiempo, fui
al Japón, leí, estudié, coleccioné los millares
de estampas que integran hoy mi colección cromoxilográfica;
admiré entre toda la cohorte de pintores nipones, a los que más
amé, quizá porque mejor sentí: Seshiú el paisajista;
Korin el ornamentalista; Buntcho Tani otro paisajista; Hoitsu el príncipe
pintor; Okio el animalista; Miochin el forjador; pero sobre todos a Hiroshigué...
En mi alma, como en un árbol
místico, la rama que Hiroshigué nutrió se doblega
ya al peso excesivo de un fruto sazón, con la naturalidad espontánea
de un brazo que tendiera una ofrenda.