XI

de los Cien Templos", voy a hacer, con mis manos, un templo votivo al ánima venerable y creadora del mundo que recorrí, al genio de ese demiurgo amarillo, al espíritu del Kami Hiroshigué... 
    Ese templo es este libro. Quisiéralo sin el oro de los artificios retóricos, desnudo y austero como esas capillas shintoístas, de madera impoluta y balsámica, donde siguen perfumando como invisibles inciensos, las resinas de las selvas centenarias. Escrito en prosa que fluyera en rumor agreste como las cascadas que en Yamato se despeñan junto a los templos... 
    Quizá el santuario sea como mis manos pecadoras de arcilla deleznable; será siempre un relicario, porque contiene a un numen cuyos prestigios tenderán floridas sederías y rutilantes brocados sobre los muros desnudos. 
    Hace mucho tiempo, al acabar de leer el libro Outamaro de Edmundo de Goncourt, me hice el propósito de escribir, para cuando mis estudios artísticos madurasen, un libro semejante... 
    Pasó el tiempo, fui al Japón, leí, estudié, coleccioné los millares de estampas que integran hoy mi colección cromoxilográfica; admiré entre toda la cohorte de pintores nipones, a los que más amé, quizá porque mejor sentí: Seshiú el paisajista; Korin el ornamentalista; Buntcho Tani otro paisajista; Hoitsu el príncipe pintor; Okio el animalista; Miochin el forjador; pero sobre todos a Hiroshigué... 
    En mi alma, como en un árbol místico, la rama que Hiroshigué nutrió se doblega ya al peso excesivo de un fruto sazón, con la naturalidad espontánea de un brazo que tendiera una ofrenda. 
 
 
 
 
 


 
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