Vitrales celestes
 
 
A Don Luis Montes de Oca
 
 
 
    ¿Quién podría decir vuestro silencioso encanto, vitrales del Medievo? Místico incendio, ventanas abiertas sobre un mundo mejor, aleluyas traslúcidas, sinfonías luminosas, damasquinadas hojas de la espada arcangélica: todo eso, pero más. Y cómo expresar ese más que escapa a la palabra. No se sacian nunca los ojos de mirarlos, y porque es forzoso irse nos vamos renunciando, con un suspiro a encontrar la metáfora justa e imposible que los defina: el comentario más sagaz ante ellos es ¡Ah!, es ¡Oh!

    Toda la iglesia es pretexto para el triunfo de los vitrales: está en penumbra para que luzcan en alto, dominando a las imágenes y a esa otra belleza extraterrestre: las lámparas, donde vive, pálido rubí, un alma devota. Rutilantes y magníficos bajo el sol, se cargan de misterio en el crepúsculo, en el alba indecisa, en los días hibernales. La lluvia apaga las llamas versicolores y el himno se vuelve confidencia. Son más viejos así y su poesía se acurruca más íntimamente en el alma. Verlos es bañarse en un agua lustral: como ella, nos purifican. En el espíritu se nos cuaja un poco de esa luz que viene de fuera del mundo. En la curva de su ojiva, como entre los garfios de un paréntesis, la imaginación se suspende sobre la realidad. Y el aire, inyectado de sangre pálida con sus dardos, se satura de belleza, oxígeno para el espíritu.

    En las rosas -incomparables rosas místicas de Nuestra Señora de París, salidas de la letanía lauretana- la calada armadura sostiene una arácnea tela bordada con el aljófar de rocío e irisada por el sol naciente. La piedra, que la contraluz vuelve líneas negras, sólo existe como pretexto para el color. El muro tramposo deja de ser piedra, para volverse joya. La bóveda se hincha de una gasa de color muy transparente. Y al paso de las nubes, en las alternativas de la claridad y de penumbra, la vieja piedra se colorea o palidece, cual si en ella se abriera y cerrara una mirada...

    Acaso el más bello vitral del mundo sea el Árbol de Jessé en la fachada Oeste de la Catedral de Chartres. Tal un navío en un dique, se incrusta en un fondo negro una alta lanceta donde se funden todos los azules: las turquesas lunares, los zafiros intensos del mar al mediodía, el tono fantasmal de un vidrio de acuario, los pálidos myosotis, y los plúmbagos recortados en un pedacito de cielo mexicano, y la mirada de margarita, y la silueta de una montaña lejana... Todos los azules, hechos transparentes, alineados por líneas de esmeralda, punteados aquí y allá de sangre y de vino, de oro crepuscular, de bugambilias diáfanas y de oscura miel, todo ello anegado en el agua azul como las maderas de una orquesta en la claridad del quatuor de cuerdas. ¿Da esa descripción somera una idea de la belleza del vitral? No, por supuesto. Pues entonces hay que contentarse con la elocuencia del Baedeker: 'colorido soberbio'.

    La reacción del espíritu frente a los vitrales es, a veces, de irritación: ¡no tienen derecho a ser tan bellos! Se escapan por la perfección, de la obra terrena y nos dominan desde un plano superior, inaccesibles, inmortales. Nos dan la lección de su excélsior, que se agrega a ese conjunto fragmentado y único que podría llamarse la Bondad Universal, eso, mejor, en lo que se funde lo mejor de todas las almas, eso, que acaso ha evitado más de una vez la destrucción del mundo... ¡Potente irradiación de la belleza! ¿Sabemos acaso si la indefinible y dulce angustia que nos subyuga de improviso en un paisaje sencillo no nace de los mármoles antiguos que duermen enterrados en él, inmarcesibles, inmortales, y para siempre ignorados?...

    La pintura religiosa sobre vidrio dura cuatrocientos años: desde fines del siglo XII hasta fines del XVI. Los más bellos vitrales son los del XIII, el siglo de San Luis. Nacía el arte y eran los artesanos de espíritu simple y cándido; pintaban como sentían; y sentían con pureza y con fe, como niños. Por eso llegaron a la milagrosa perfección. La obra genial se hace siempre más allá de la voluntad del hombre; es la parte de dios -¡oh André Gide!-. Describirlos es imposible; no se describe el brillo de una gema, patrón para juzgar los demás brillos, como el sol es patrón para juzgar las claridades. Tienen una 'orgía formidable de colores' que Huysmans precipita en vertiginosa catarata: 'óxido de hierro, verdes de hija de cebolla, morenos de yesca, blancos de sal, bermejos de salsa, negros fuliginosos, violetas de ciruela o de berenjena, rojos de vino mezclado con hollín, púrpuras semejantes al jugo espeso de las moras silvestres, encuadrados en la gloria virginal de los azules'. Pero con esos tonos sin transiciones, sin matices, la línea negra de la pincelada que traza pliegues en ropa, facciones y dedos, y la varilla de plomo que serpentea incesante y regular, ¡qué maravillas de ritmo y de ingenua gracia realizaban aquellos genios anónimos!

    Generalmente cuentan la leyenda de algún santo, y cada medallón ilustra un episodio con figuras de una ingenuidad como nunca volverá a conocer la Humanidad. Descifrarlos a simple vista es muy difícil: ¡tan elevados están sobre nuestras vidas y sobre nuestro instante! Más gustoso es entregarse solamente a la delicia del color, como oír un aria sin prestar atención a las palabras. Las figuras, vibrantes con vida singular, son grandes de cabeza y pequeñas de cuerpo. Parece que el artista simbolizara así la superioridad del espíritu sobre la materia, como los asirios esculpían a sus reyes de mayor tamaño que los personajes del séquito para simbolizar su majestad. Acaso es que comenzaban trazando la cabeza sin sentido de la proporción y tenían después que reducir el cuerpo al espacio que les quedaba disponible. Los ojos, invariablemente espantados, dicen su asombro ante el prodigio de verse, ellos, ilusión de color sobre un frágil vidrio, durar tantos siglos frente a los hombres pasajeros. En los ángulos, viñetas deliciosas reproducen escenas del trabajo de los gremios que regalaron a la iglesia los vitrales o se inmovilizan de rodillos los donadores como esperando el ¡ya! de un fotógrafo.

    Se ha perdido -dice un crítico- el secreto por el cual los artesanos de la Edad Media obtenían, con medios simples y con la ayuda de tonos poco variados, tal irradiación de colores, tal vibrar de belleza en asuntos a menudo vulgares elegidos por clérigos sin cultura y sin gusto. Sin duda, los inspiraron, y la difusa luz del Norte les obligó a transformar el mosaico opaco de los templos orientales en ese mosaico transparente. El vitral lleva a la iglesia la luz tamizada y favorable a la plegaria, como santificada por haber atravesado las páginas de las Escrituras.

    Los vitrales del siglo XIV, los del XV, descienden en belleza. La viñeta se amplía; la graciosa ingenuidad de la fe se trueca en torpeza de artesano inhábil. Tienen el realismo y la dureza de la época. Son, como ella, feudales. Las telas parecen de hojalata. Los trajes anacrónicos hacen acompañar a Cristo por barbudos lansquenetes. El siglo XVI marca la decadencia definitiva del vitral. El Renacimiento desplaza el arte hacia los palacios de los reyes y de los nobles, y la vida se vuelve sensual y se aleja de las pálidas maceraciones. La ojiva desaparece y con ella su razón de ser: el vitral. Una y otro se complementan: esa impresión de que falta algo, eso, indefinible, que percibimos en la ojiva, es esto: una ojiva sólo puede guarecer figuras vestidas de luz. Los vitrales de XVI tiene ya un valor pictórico. Una arte sabio agrupa las figuras en cuadros, sobre fondos claros. La gama de colores se amplía. El comentario se facilita: la obra de la fe ha degenerado en simple obra de arte.
 

 


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