El París que muere
 
 
 
 

Hoteles señoriales que esconden el encanto un poco literario de los patios, viudos de carrozas; torrecillas feudales en las que se alargó el siglo XV hasta el eléctrico minuto nuestro, con la vida agonizante de los paralíticos, hongos del sillón de ruedas; calles que son grietas en el conglomerado de edificios y tienen lo que llamaría el clarividente Padre Brown que inventó Chesterton, "una forma perversa"; aquí un aldabón contemporáneo de Artañaan; media legua más allá una moldura de piedra encuadrando las tinieblas de una ventana... Del viejo París, perdido entre los aparadores comerciales, perduran reliquias restauradas que emulan a la florista-duquesa de Pigmalión: no se descubre lo que fueron en lo que son. De la folletinesca Torre de Nesle, del Temple, getsemaní del rey Luis XVI, de la Bastilla, del palacio de las Tullerías, de cien edificios más que ilustraron el arte y la historia, sólo queda eso a la vez positivo y abstracto: el sitio.

    ¿Cabe soñar en esos lugares? Sí: se encuentra en ellos lo que se lleve en la mente. Así, Nôtre-Dame de París era sólo una de las más bellas catedrales de Francia; pero después de Víctor Hugo una muchacha puede escribir en el plomo de las torres, con personal ortografía: 'E bisto a Qazimodó'. Y se piensa mirando la fachada: -¿En cuál resalte se engancharía el cuerpo alegre del pobre Juan Frollo del Molino?... Porque tan auténtica es la muerte del estudiante, que cuenta con otro libro; con este matiz: la coronación no nos importa, y la muerte del alocado muchacho nos conmueve. El recuerdo de la cabeza encanecida de María Antonieta, frente a las columnatas que alzó Gabriel en la Plaza de la Concordia, se anula con la gimnástica indispensable para escapar a los taxímetros, pero yo he visto- o creído ver, que es idéntico- la sombra de Jean Valjean con Cosette en el brazo, escapar a la 'jauría muda' de Javert bajo plata y el acero pavonado de la noche lunar por las callejas cercanas a San Medardo. Y no iríamos a contemplar la casa de Diderot, pero buscamos a lo largo de los Campos Elíseos el 202 de Jacinto; inútilmente la Avenida acaba frente al Arco de Triunfo con un suntuoso 154.

    En callejones increíbles -providencia de borrachos- quedan casas decrépitas, apretadas en la impenetrable solidaridad de los pobres, con hidrópicos vientres que aflojó la falta de corsé y el abandono de quien llegó más allá de toda esperanza. Contemplamos pensativamente los zaguanes, interrogando en vano sus tinieblas de espacio interestelar.

    En las fachadas hay agujeros de carcoma aumentados a esa escala fabulosa en la que los ojos de la mosca semejan tela metálica para cercar potreros, tan negros y tan vagamente rectangulares, que sólo el impulso adquirido nos hace llamarlos ventanas; por ellas se creyera ver la desnudez medrosa de las larvas que royeron el interior, a la vez vaina y sepulcro... Sale de esas aberturas un olor indefinible en el que se funden impetuosos relentes de cocina, el azufre quemado cuando el cólera del año 32, el sudor de los vencedores de la Bastilla, el vino, olvidado en los cubiles de estaño, con que fue celebrada la muerte de Luis XIV... Esas casas no tienen edad, como las cantantes célebres: un siglo cambió el techo; otro, la fachada. Y sólo es inmutable en ellas el Lasciate ogni speranza del Dolor.

    Pero la Civilización se abre paso entre los islotes de casas viejas como un elefante en la jungla. Implacable, con nervios eléctricos y rieles por venas, una avenida nueva devora callejones donde epilogó la Historia cinco siglos. De las casas derribadas quedan los muros medianeros, ciegos, bruscamente hechos fachadas como Cincinato dictador, descubriendo la diagonal de las escaleras, los puntos suspensivos de las vigas rotas, el zig-zag intensamente negro de las chimeneas, tal esos grabados que en los libros de anatomía desnudan las vísceras; los fragmenta el papel tapiz en manchas grises, pardas, verdosas, amarillentas -cuadro cubista de Braque o de Gleizes-, colores de las vidas que albergaron. Vieron el sueño y el espasmo, el estertor y la risa. Y son impúdicos y desconcertantes como el forro de un vestido, como la carne desollada.

     Esa furia de modernización va a derribar, en Montmartre, la casa donde Berlioz compuso Benvenutto Cellini, y la que se llamaba de Mimí Pinson, muy cargadas de recuerdos o de leyendas, muy pintorescas, pero ya ruinosas. Y además, el terreno es caro. Así va yendo lentamente ese otro París dentro de París. Hay dos Montmartres: uno, el que alumbra los ojos de los adolescentes en todo el planeta, el de los cabaret de lujo -cajas, en buen parisiense-, el de las costosas visiones de arte erótico, el de la feria nocturna bajo la pirotecnia de los rótulos eléctricos que guiñan el ojo a los rastacueros, el de champaña a doscientos francos botella y la cocaína a doscientos francos gramo, el que se evoca exagerándolo al regresar al pueblo para que rabien los amigos.

    Pero hay otro, palpitante de canciones, el más lindo libro de estampas de esta biblioteca de piedra que es Lutecia. Para gustar su encanto hay que tener algo de Montmartre en el espíritu, como hay que ser niño para sentir el milagroso filtro de los cuentos de hadas. Los rebaños de turistas pastoreados por la Agencia Cook creen descubrirlo entre dos vistas a los dancings de moda; mas no se da el alma de Montmartre, sentimental y pícara, burlona y laboriosa, no se da, como se dan las suaves muchachitas, gorriones de París, sino a cambio de un poco de ternura. Hay que recorrer sus callejuelas empinadas con la mente abierta y el alma joven, y cuando llegue a conmovernos la sonrisa de una flor en una ventana -¿es una flor o es una chiquilla rubia?- o el brinco del pájaro que picotea desdeñosamente perlas -perdón: migas de pan-, o un rincón donde se acurrucó el Tiempo y dijo: 'No me voy', acaso entonces Montmartre se nos abandone, y sintamos su poesía como un lento perfume. Pero hay que venir muchas veces, sin cumplidos: en las mañanas laboriosas, por las tardes melancólicas o dulces, entre la melodía de acordeón de las estrellas y de los reverberos, bajo la luna cicerone. Venir, porque es inútil pensar en avecindarse. Se nace montmartrés como se nace poeta. Y no hay naturalización posible. Su no sé qué faltará siempre al extranjero, así sea éste Picasso, que inventó el cubismo en una de sus casas, futuro monumento histórico.

    Encaramado en su colina, despreciando los cabarés que lo encinturan, Montmartre es un pequeño mundo aparte: no en vano sus vecinos se constituyeron en República Libre e Independiente... Sus escaleras públicas son algo más que calles: subir por ellas da la sensación de violar un domicilio ajeno. La colina es como una sola vecindad inmensa, dédalo de pasillos, patios y corredores, que rigiera una conserje estentórea y desgreñada, tal la heroína del Filibuth de Max Jacob. O bien, otra impresión: la provincia. Nos sentimos muy lejos de París, en un pueblo que ha desdeñado renovar su aspecto secular por pobreza, o por pereza -a veces, sinónimos-. Esas callucas sobre las que desbordan las frondas de un jardín es un cementerio -bordeadas por casas sucias de años, con macetas entre la ropa tendida a secar y rutilando con el luminoso canto de los canarios, son calles provincianas, ilustración de alguna novela de Balzac que no hemos leído pero que debe de ser así...

    Detrás del Sacré-Coeur, hacinamiento de ciclópeos pilones de azúcar, hay callejas indescriptibles: San Vicente, la Criada, Caballero de la Barra... No tienen edificios: sólo dos tapias de madera recocida por los veranos y por los inviernos. Pero todo Montmartre está en ellas. A medianoche, cuando en el alma el ansia de lo inaccesible llega a doler cual una herida, he vagado por ahí, en pos de la lumbre de mi cigarrillo, buscando de aventura. Inútilmente: del Montmartre metros del emperador, y le mundo se deshacía en brumosa llovizna diez pasos adelante o atrás. Los merodeadores habituales debían patear en los tablados polvorientos de los bals musette. Inexorablemente desiertas, las calles guardaban toda su lúgubre poesía: calles que en las noches propicias del verano son alcoba de amores brutales, y que han visto acaso la terrible embriaguez de matar, calles que no son como todas, en donde hay un residuo de vida no cotidiana, de vida excepcional que es dable comprender, pero no vivir... París ardía allá abajo, cubierto de encendido vapor; se temía de un instante a otro ver saltar llamas gigantescas... Y, sin querer, resucitaba la fácil filosofía del buen José Fernández, murmurada en una tarde en este mirador para edificación del Príncipe de la Gran Ventura...

    Durante el día las bardas de madera entregan sus secretos al curioso. Treinta años de amor, de odio y de aventura han tatuado las tablas a punta de puñal. Hay medallones del hampa que eternizan la silueta de un rostro, frente a un reverbero; un abundante y simple repertorio de signos eróticos; nombres; iniciales; fechas. Emile grabó un corazón en 1896. Charlot el Inglés firmó en 1904. Una inscripción de ayer advierte a la posteridad que Tevenot es un cochino. Un poco más lejos, este juramento: Enrique ama a Margarita por la vida. Y esta fervorosa gula: Totó se zampa a Tatá. Las parejas abundan, con los diminutivos de la ternura: Lulú-Yoyó, Tití-Gegène, Mimile-Didí. Y una frenética de inmortalidad escribe su nombre: Mugute. Alguien le indica las faltas de ortografía, y corrige: Muguete. Pero todavía está mal: debajo, en fin: Muguette. Labor ímproba...

    En una placita en declive -¿qué no será en declive sobre la colina?-, durante los domingos veraniegos, los últimos pintores que aún quedan en Montmartre venden al aire libre sus telas, sus costras en buen francés contemporáneo. Por unas cuantas monedas posible es conseguir las primeras obras de un genio futuro. ¿Se sabe nunca en la lotería del arte quién serán los elegidos por el esnobismo? Maurice Utrillo, cuyos cuadros se pagan hoy al precio de un automóvil, dio muchos años, hace años, a cambio de unas botellas del indispensable vino. ¿Cómo no comprendieron antes los hombres toda la dolorosa poesía de sus cielos de un gris terrosos, lisos, pesados, como el que aplasta la alegre pobreza de Montmartre en los días de invierno?... ¡Amargo y desencantado pintor, alma de niño, que será acaso para la posteridad una de las figuras índices del arte de nuestra época! La colina encontró en Utrillo a su poeta. De sus callucas, absurdas en este sigo sin piedad, sólo quedará pronto el cuadro donde él concretó su último aspecto. Las viejas casas se desmoronan. Las grietas las surcan como arrugas en un rostro femenino. Las aventuras se cierran igual que ojos cansados de ver la vida. Las puertas se aflojan con perezas definitivas. Y una comisión de arquitectos decide: -Hay que demoler esta casa y alzar un inmueble de seis pisos que produzcan buenas rentas... Así va muriendo Montmartre. 'Ya no es el de ayer', nos dicen Max Jacob, Dorgelès, Carco, Salmón, Mac-Orlan, Ziem, Puvis de Chavannes. 'Ya no es el de ayer', diría desde su ventanita Berlioz. Y quizás también los hombres de ahora, atizando los recuerdos, lleguemos a decir entre dos toses desencantadas: -¡Ah, el Montmartre de hoy no vale lo que el de mi tiempo, joven!...
 
 
 

1925
 
 
 

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