Las piedras de Nôtre-Dame
 
 
 
 

Las piedras
 

    La catedral tiene el frío irreparable de los viejos, que la riza en innúmeros florones. Con las piedras escrofulosas se funden piedras nuevas, igual que un matiz final esas melodías de color que se hacen dejando caer granos de anilina en un vaso de agua. Sean de ayer o de esta mañana, cual la lluvia en el verso de Eduardo Villaseñor, doradas por innúmeros soles o negruzcas donde los alfileres invernales prendieron humo y polvo, arañadas por las firmas con que se asen a la inmortalidad los minúsculos de treinta países, todas son de hace ochocientos años; han tomado un mismo tono y, con él, un mismo espíritu. ¿Qué importa que Viollet-le-Duc en sus restauraciones haya hecho trampas de prestidigitador, si no las vemos? Sin ellas la colina de piedra tallada se habría disuelto ya en el nitrosos aire de París.
Bajo el piar de los pájaros, la catedral es como un enorme viejo entre la risa de los nietos. En las manos de los patriarcas florece la ternura de los nidos; y, sin recato, las palomas encanecen a su manera las barbas de los reyes: consecuencias de la escuela laica...
 
 
Las torres
 
 
    De la tortura alucinante de la escalera -tantos escalones como días en el año: ¿no se tarda un año en subir?...- se sale bruscamente al deslumbramiento solar. El viento pronuncia discursos, pero no es de buen gusto prestar atención a un cicerone. Hemos venido porque el anhelo natural del hombre es dominar; para ver, mejor aún, para haber subido. La catedral nos soporta como nosotros soportaríamos a la mosca que pule sus alas de celuloide encaramada en un pliegue de la ropa: no nos siente. ¿No tiene la embriaguez de la altura, de la luz y del silencio que subraya a un piar de pájaros invisibles, voz de este azul y de este oro que bruñeron los siglos?

    Alrededor, París hace horizonte.

    Para que no se le empolven, cubre las lejanías con gasas protectoras. Suave y luminoso, el río nos enerva -hombres de pensamiento incierto y de ignorado destino- porque sabe adonde va y todo él trasciende soberbia calma. El mundo -del que somos eje- da vueltas en lírica borrachera. ¿Es que los diablos de piedras se llevan a la catedral por los aires? Es posible: hay una historia muy bella de un mancebo que volaba en un tapiz los campos...
 
 
Gárgolas y quimeras
 

    Sobre la balaustrada de la estrecha galería por donde corrió Cuasimodo, las quimeras sensibilizan los horrores d una pesadilla. De nuestros ojos a ellas va una línea de puntos suspensivos y sobre nuestras cabezas estalla un globito con una interrogación dentro, igual que las caricaturas de Mutt y Jeff: harpías con dedos bulbosos y manto de devota, el elefante cirquero y casto, el pelícano anclado por el pico, el Can Cerbero, abuelo de conserjes; y diablos, trasgos, vampiros y estriges mil: un demonio con torso humano y testa bestial devora un cabrito con igual ansia que los glotones la barbacoa de los días de campo; otro, con inmensas orejas y vientre solemne, asoma su avidez plutocrática sobre los tejados proletarios. Melancólicamente sonreímos: tenemos detrás mil libros de filosofía, telescopios, laboratorios, una mecánica poderosa e insolente; y ya ¡ay!, ya no nos asustan los diablos...

    Las gárgolas erizan la catedral como las espinas el tallo cárdeno de la zarza: grifos, tarascas, dragones y personajes grotescos, sin senos, para que resistan al vértigo. Más que en las quimeras, en ellas se desplegó la vena satírica del pueblo, acanalando la piedra para jocundos vómitos. Tal por ejemplo, en el antiguo palacio de los abades de Cluny, un fraile... Pero no es descriptible el cínico muñeco del siglo XV que, a cuatro metros sobre la banqueta, exonera en los días de lluvia líquidos turbios.

    En la noche, cuando las luces tienen doloroso brillo de ojos que barnizan las lágrimas, el mundo de gárgolas y quimeras se anima. Que nadie lo haya visto no significa nada; no vemos nunca lo único interesante de las cosas. Bullen los cuerpos escamosos, garras y picos se afilan, se despliegan alas membranosas. Y acaso el cerebro, doblado en difíciles posturas, ráscase del triple cuello triples pulgas y clisquea la piedra buscando la arista donde poner la arista donde poner su fecit...
 
 
Los signos de lo invisible
 

    Existieron esos monstruos, puesto que los hombres creyeron en ellos. Y aquí están, petrificados como los saurios desaparecidos desde miles de evos. Los indios primitivos de América ponían a sus dioses cabezas de muerto, cuerpos de serpiente entrelazadas, zarpas y dientes amenazadores, para poder temerles, como temían a la muerte, a las zarpas y los dientes bestiales, a las serpientes. Su devoción tenía que nutrirse de terror. Ese impulso es también el de la Edad Media: el miedo fue su gran voluptuosidad. Ebria de sobrenatural, vivía en el temor al demonio, y a fuerza de pensar en él lo veía en todas partes, y en todas partes lo pintaba; materializarlo era quizás derrotarlo. Y con esa brutalidad intelectual que no pertenece más que a Francia -dice Chesterton- entremezcló de blasfemias la plegaria de sus catedrales. 'Los hombres del Medievo -anota un crítico- creían que lo visible es un signo y vale solamente por la porción de invisible que recubre de un velo, espeso para el vulgo y transparente a los ojos de los doctos'. Ese simbolismo trazó los caracteres de una lengua hermética en las piedras románicas y ojivales. Podemos deletrear algunas frases pero no entendemos ya su sentido; en 'los doce horrores zodiacales' vemos el claro símbolo aparente, no su porqué; envenenados de orquídeas ya no percibimos el milenario perfume de las tres rosas de la Belleza; y la paloma de la Prudencia no puede competir con nuestros aeroplanos ni las flechas de la Velocidad con nuestros automóviles.
 
 
El peso del mal
 
 
    La oración en Nôtre-Dame tiene la frialdad estirada de una visita de cumplido; el culto parece limitarse a un compendio de fórmulas vacías como una ceremonia oficial. Gárgolas y quimeras aplastan a la catedral y la entenebrecen: no se irán nunca los demonios, centinelas en los baluartes estratégicos de la fachada. Por eso el Sacré-Coeur, donde se cuaja suntuosamente toda la insolencia capitalista del 'estúpido siglo XIX', es la verdadera catedral de París. En su ambiente opulento y confortable la Iglesia se siente libre de la obsedante presencia del Maldito, con la seguridad optimista que deben experimentar las monedas de oro en la caja blindada de un Banco. No se cimienta la Basílica en los pilotes que alfilerean la tierra blanda de Montmartre, sino en esa necesidad inconfesable: hacer otra catedral, porque Nôtre-Dame, profanada por quién sabe qué espíritus de hielo, es incapaz de animarse nunca más con el aroma de la fe.
 
 
El pensador
 

    Los dedos finos y ganchudos sostienen la chata cabeza: el diablo mira a lo lejos y saca la lengua en burla a la estatua de Carlomagno y a la Soborna, al Poder y a la Ciencia. Él, que todo lo puede y que todo lo sabe. Los humoristas dicen que su gesto lingual sobre París significa eso: París. Pero están llenos sus ojos de arcano. No podemos reír de su fealdad, porque piensa, es decir, se humaniza: el diablo es algo que debe superarse ¡oh Nietzsche! Y si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, el hombre, a imagen y semejanza propia, creó al diablo. Sólo que, haciéndole pensar, lo ha redimido.

    La leyenda cuenta que la mirada del Pensador señalaba el lugar donde se escondía un tesoro que descubrió, hábil o maliciosos, el hermetista Nicolás Flamel; creamos en las leyendas y saldremos ganando un poco de esperanza. Burlón testigo de París durante ocho siglos, ve hoy el río domesticado, amable pretexto para acuarelas de aficionados, los tranvías, los automóviles, los aeroplanos desdeñosos: al hombre le han nacido alas: las del diablo son ya inútiles.

    Un gorrión automático hace equilibrios en la testa del Pensador. Y su movilidad petulante y graciosa prolonga el símbolo rico en significaciones: sobre la pétrea bestialidad, el ala...
 
 
 

1924
 

 


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