Un libro inédito y un teniente realista
 
 
 
 

El olvidado escritor latino, Terenciano Mauro, dejó a la posteridad un aforismo imperecedero: Habent sua fata libelli, que vale por: “Tienen su destino los libros”. El de Las Sombras largas, segunda parte de las Memorias de José Juan Tablada, es “itinerante” -anglicismo que el poeta solía usar-: el original ha viajado varias veces entre Nueva York, Cuernavaca y México.

    Los capítulos correspondientes a ese tomo se publicaron en El Universal desde el 4 de marzo de 1926 al 12 de julio de 1928, con una interrupción entre el 14 de julio y el 13 de octubre de 1927, motivada por la intervención quirúrgica que Tablada sufrió en el riñón izquierdo. En 1937, quien esto escribe medio entre el autor, reside en Cuernavaca, y un editor de esta capital; firmaron entre ambos el contrato editorial, mas ulteriores dificultades retrasaron la edición y al cabo la impidieron. Cuando tablada falleció en nueva York, el 2 de agosto de 1945, el libro seguía inédito. Años después pareció factible su publicación en aquella urbe, pero habent sua fata libelli: también fracasó el proyecto. El original ha retornado a nuestras manos tal como lo dejamos hace diecisiete años, para buscarle, una vez más, editor. ¿Lo encontraremos?

    Las sombras largas carece de prólogo, si bien lleva una advertencia preliminar donde indica el poeta que gran parte de su texto, y también muchos episodios del primer tomo de su texto, y también muchos episodios del primer tomo -La feria de la vida, impreso en México en 1937-, fueron escritos en Nueva York entre 1925 y 1928, y se excusa por no haber puesto ese dato en el precedente volumen, omisión que dio lugar a confusiones por parte de ciertos comentaristas cuando apareció el precipitado libro. Forman el original las copias mecanográficas de algunos capítulos y, de otros correspondientes recortes del diario. Todos están adheridos con goma a pliegos de papel satinado, de tamaño gran folio. Los más de ellos tienen anotada con lápiz la fecha en que se publicaron, seguida a veces de una dubitativa interrogación.

    Por supuesto, los recuerdos del poeta son variadísimos: narra someramente la fundación de la Revista Moderna, y pinta -porque la memoria mariposea- la perfumería de Madame Liesta; habla de Jesús E. Valenzuela, y pasa a referir el seudoatentado de Arnulfo Arroyo contra el presidente Díaz; trata de los malogrados artistas Ponce de León Fuster y Carlos Alcalde, y enumera los arbitros de que, para subsistir, se valieron algunos de los mexicanos a quienes la diáspora consecutiva a nuestra guerra civil lanzó a Nueva York; describe cómo vio salir de cimientos su casa en Coyoacán, denigrada por sus amigos con el nombre de “Villa Mosco”, en mérito a los muchos que en el estanque del jardín nacían, y diserta sobre el boxeo y sobre los “paraísos artificiales”; bosqueja la carrera de automóviles en Guadalajara, la primera efectuada en nuestro país, y sin mejor transición que una pleca refiere su entrevista con el asesino del general Barillas. Así lo demás. Todo ello: lo histórico, lo anecdótico, lo patético, alterna con lances de alegre bohemia donde el ingenio se derrocha sin cuento; adquiere de esa manera el relato un tono coloquial gratísimo para el lector. La voz del narrador vuélvese grave al referir sus impresiones de la Decena Trágica.

    El volumen viene a ser un álbum de estampas de la vida mexicana desde fines del siglo hasta julio de 1914, en que el poeta salió de México a sufrir las amarguras del exilio en Gálveston, durante varios meses, y a rehacer más tarde su vida y enaltecer en Nueva York el arte de México.

    Hemos de dejar aquí ese libro inédito y complementar el artículo con la aportación de datos, asimismo, inéditos, sobre dos personajes caros a Tablada; sus abuelos por la línea de varón, cuyos retratos de cuerpo entero -él de uniforme pues era teniente del Ejército Real; ella “de miriñaque y peluca, empolvada, con traje rojo coral bordado de plata”, léese en La feria de la vida- ornaban el salón de la residencia paterna. Debemos la comunicación de los documentos al acucioso y docto historiador don Jorge Flores D., que halló los originales y tuvo la amabilidad de sacar copias y de dárnosla. No encierra particular importancia la información que de ellos puede extraerse, mas no huelga conocerla.

    En el Archivo general de la Nación, tomo 86 del ramo de Indiferentes de Guerra, se conserva, con tres anexos, la solicitud de permiso del teniente para contraer matrimonio. Desatadas las abreviaturas y modernizadas la ortografía, dice así:

    “Señor: Don Juan Nepomuceno de Aguilar Tablada, ayudante Mayor del Regimiento de Dragones de España, con el mayor respeto y veneración correspondiente hace presente a Vuestra Majestad tiene contraídos esponsales de futuro con doña Josefa Gutiérrez de los Ríos, que contrajo prendado del ilustre nacimiento y demás cualidades que adornan su persona; es hija legítima del brigadier don Joaquín Gutiérrez de los Ríos y de doña María Josefa Fagoaga; y encontrándose con todas las circunstancias necesarias para el caso, según Vuestra Majestad tiene ordenado y patentizan los documentos adjuntos, deseando hacer efectivo su matrimonio, a Vuestra Majestad rendidamente suplica se digne por un efecto de su paternal clemencia concederle su Real Licencia para efectuarlo, con lo que recibirá la mayor merced”. Enseguida, la fecha: México, 3 de agosto de 1814; la fórmula de acatamiento: “Señor”, y la firma.

    El primero de los documentos anexos a la solicitud es la carta dotal de la novia, extendida el 23 de julio de 1814 ante el escribano Ignacio de la Barrera y tres testigos. La señora viuda del brigadier hizo constar que su hija contaba “con la respectiva dote que se previene en estos casos para los militares”, y al efecto, “del caudal suyo propio que es bien notorio”, le asignó “por vía de dote, donación o como mejor convenga, la cantidad de tres mil pesos”. Las fórmulas jurídicas que siguen son, por supuesto, tan reservadas y sutiles como era de temer: allí se habla de añadir “fuerza a fuerza y contrato a contrato con mayores vínculos y estabilidades congruentes a su validación”, galimatías muy de su tiempo que da solemnidad al hecho sencillísimo.

    El segundo anexo, fechado el 27 de julio del año susodicho, es “la licencia y consentimiento que previenen las Reales cédulas y Pragmáticas de la materia”, otorgadas ante el precipitado escribano y testigos por la misma señora como “tutora y curadora abdona” de la doncella, cargo que su esposo le confirió en su testamento, extendido el 26 de marzo anterior, 5 días antes -sea dicho de paso- de que su cadáver fuese inhumado en la iglesia de San Juan de Dios. Asienta la otorgante que en el prometido de su hija concurren “las circunstancias de igualdad en calidad y demás apreciables que para efectuar esta alianza y enlace se requieren”

    El tercer anexo es la fe de bautismo de la novia, extendida el 29 de julio de 1814 por el doctor don Juan Aniceto de Silvestre y Olivares, cura más antiguo del Sagrario Metropolitano, quien a la vista de uno de los libros de bautismo de esa parroquia certifica que, el 23 de mayo de 1790, el prebendado don Juan Pablo Chávez bautizó a “una infanta “nacida la víspera y a la que puso por nombres, además de María Josefa, nada menos que otros diez. Consta ahí que el padre era “natural de la Ciudad de Córdoba en los reinos de Andalucía”; y de la Villa de Rentería, en Guipúzcoa, la madre. Danse los nombres de los abuelos paternos y maternos. Fue padrino don Francisco Fagoaga, marqués del Apartado, y madrina, doña Jacinta Fagoaga, vecinos ambos de México.

    Finalmente, el acta matrimonial fechada el 21 de septiembre de 1814, figura en la foja 128 del libro número 43 de Matrimonios Españoles, conservado en el Archivo del Sagrario Metropolitano. Léese en ella que se les dispensaron a las contrayentes las tres amonestaciones; que la ceremonia se efectuó “en la casa número cuatro” de una calle no mencionada, como a las ocho y media de la noche; que el novio era natural de la ciudad de Montilla, en la provincia de Córdoba, España, hijo de don José Agustín Tablada y de doña Antonia Iribarren. El doctor don Juan José de Gamboa, Dignidad de Maestre Escuela de la Catedral Metropolitana, con licencia del doctor don Agustín Iglesias, cuyo cargo no se menciona pero que verosímilmente era el párroco del Sagrario, les hizo “la admonición acostumbrada y -agrega-, no resultando impedimento alguno, asistí a la celebración del matrimonio que por palabras del presente lo hicieron legítimo y verdadero”. Fueron testigos el bachiller don José María Vargas y don Manuel Cantú. Los desposados se velaron en el “oratorio privado de la misma casa”. Como no se precisa cuál fuese ésta, salvo que tenía el número 4, nos hallamos ahí ante un remoto precedente, mutatis mutandis, de la famosa “Ley del Caso”, peculiaridad anecdótica de nuestra historia. Agregaremos que sobre el mínimo enigma arroja luz la partida de defunción del brigadier. Hállase en el Archivo del Sagrario, en la forja 127 del libro de defunciones correspondientes al año de 1814. Aunque no se indica el número de la casa, se dice ahí que don Joaquín “vivía en el Puente del Espíritu Santo”. Cabe suponer que ambos documentos se completan recíprocamente por la falta tipográfica que contienen.

    Tablada tuvo en mucho su antepasado. En carta del 19 de marzo de 1925 a quien esto escribe -inserta en el libro José Juan Tablada en la intimidad, obra de la señora Nina Cabrera de Tablada, que acaba de sacar a luz la imprenta Universitaria-, le recuerda, no sin énfasis: “El amor por la vieja cultura española se ha vuelto a alzar desde el fondo de mi espíritu y la sombra de mi señor abuelo D. Juan Nepomuceno de Aguilar Tablada, de Montilla de Córdoba, parece no apartarse de mí”. Esa confidencia del poeta es nibilísima.
 
 
 

Julio de 1954
 

 


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