Tablada en la perspectiva de hoy
 
 
 
 

    Es ley del arte que cada generación discrepe de la precedente e incluso la combata. En México el profundo cambio que la estética sufrió en la segunda década de este siglo fue trascendental para todos los artistas. Unos se encastillaron en su “manera” y los absorbió el olvido. Otros abandonaron la labor creadora. Alguno, incapaz de sobreponerse a la desilusión de ver desdeñada la concepción artística en que había descollado, apeló al suicidio. Pocos acertaron a amoldarse a lo nuevo. De ellos, el más audaz fue el poeta José Juan Tablada. Con valentía, de golpe, se puso a la vanguardia de la renovación, al punto de haber sido agasajado en febrero de 1923 con un homenaje público en el que estudiantes y jóvenes escritores le proclamaron “poeta representativo de la juventud”. ¡Y contaba ya cincuenta y dos años!

     En verdad, lo merecía. Había en él una perenne juventud intelectual. Adaptó a nuestra sensibilidad formas de arte novísima, sin perjuicio de abandonarlas a medida que otras tendencias renovaban la literatura mundial. De todo tomó lo que mejor se amoldaba a su manera de ver y de sentir, y en nada se inmovilizó. No hubo en él mimetismo, sino afinidad. Al modo de la abeja -el símil es inevitable- libaba néctar de muy diversas flores, pero la miel en que lo convertía era sólo suya.

     De notar es que en repetidas ocasiones definió las variadas modalidades de su arte, pero no mediante exposición metódica, sino como corolario de otros temas, en artículos, en cartas a sus amigos, en páginas de sus Memorias.

    Los primeros versos de Tablada aparecieron en 1891 en El Universal, diario fundado por don Rafael Reyes Spíndola. Su primer libro, el Florilegio, fue publicado en 1899. Desde cinco años antes el poema Onix le había dado celebridad. La segunda edición del Florilegio, considerablemente aumentada, es de 1904. Ambos libros caracterizan su “Primera época”, cuando admiraba sobretodo a Baudelaire y a Rollinat.

     La segunda época, por él llamada “media”, va de 1910 a 1918. Aparte Los días y las noches de París, colección de artículos con apéndice de tres cuentos calificados de “Fábulas vivas”, el libro representativo de esa época es Al sol y bajo la luna, editado en 1918 con prólogo en verso de Leopoldo Lugones.

     De 1919 a 1930 es la “Época Moderna”, la más fecunda y variada. Comprende “los poemas sintéticos” de Un día..., los “versos ideográficos” de Li-Po y otros poemas, las “disociaciones líricas” de El jarro de flores y los “poemas mexicanos” de La feria, entre los que figuran varios que hubieran formado parte de El bestiario piadoso, obra anunciada y nunca impresa. En el libro de lecturas para niños intitulado El arca de Noé, Tablada reunió -junto con páginas de una veintena de otros autores- cuanto en prosa y verso hubiera formado su Bestiario.

     Anunciadas asimismo pero tampoco editadas, once de sus Intersecciones quedaron recogidas en la antología Los mejores poemas de José Juan Tablada, salida a luz en 1943 aunque preparada en 1933-34.

     Su obra lírica no alcanza la cuantía de la de otros poetas, porque vivió siempre con intensidad, dio mucho tiempo a la conversación, a la gimnasia, a los placeres, así como a la lectura, atento a cuanto era nuevo, a cuanto enriquecía su cultura, que fue vasta al par que selecta. Por añadidura, la absorbente labor periodística ocupó las horas más propicias de sus días, aparte las que llenaban sus menesteres oficiales, la cátedra a veces.

     De excepcional importancia en la vida y la obra del escritor fue su ida al Japón, de fines de junio a mediados de octubre de 1900. Por lo precoz, sorprende advertir desde 1891, en artículos publicados en El Universal, su afición al arte japonés, tal como lo dieron a conocer los libros de Edmundo de Goncourt. Sorprende también que la cosecha de ese viaje largamente deseado haya sido tan parva: artículos para la Revista Moderna y algunas traducciones de utas; acaso ello se deba a que no siempre el deber logró triunfar del anhelo y “cambiar las sensaciones dulcísimas por las ideas penosas”, como leemos en La casa de té de los lotos. Sus artículos, reunidos en 1919 bajo el título de En el País del Sol, son heterogéneos. Aparte San Francisco de California y descripciones precisas, finas, de pinturas y grabados, sólo de Yokohama y de Tokio y sus alrededores habla, aunque también algún poema de la segunda edición del Florilegio está fechado en la playa de Hommoku. Incidentalmente, en un breve artículo sobre San Felipe de Jesús refiere que fue de Osaka a Nagasaki; no hay otra mención de ello.

     Gemela parquedad se advierte en Los días y las noches de París, ciudad donde residió desde el otoño de 1911 hasta la primavera de 1912. Ambas limitaciones se explican porque el poeta no hizo el viaje transpacífico ni el trasatlántico para informar de cuanto veía. Fue al Japón a “empaparse” de arte y de costumbres japonesas; y a Francia para remediar quebrantos de su salud y, sobre todo, para gozar de la dorada “bohemia” parisiense. ¡Qué diferencia entre aquellos dos pequeños libros y el raudal de artículos extraídos de la múltiple, variadísima vida neoyorkina! De recordar es, a este respecto, que no llegó a reunir una selección de ellos en La Babilonia de Hierro, volumen anunciado durante años pero que no llegó a ser editado.

     Propia de su tiempo era la afición epigramática. El esprit de Lutecia tenía ecos en todo el mundo. Tablada destacó entre sus coetáneos con no superado resplandor. Brillan sus epigramas por la agudeza y la facilidad: Algunos son juegos de palabras, basados en analogías fonéticas, pero los más toman pie en peculiaridades del sujeto a quien va dirigido el mínimo haz de flechitas: los cuatro o cinco agudos versos. No es de sorprender que ello le ganase, al par que aplausos, antipatías.

     Si en el verso su inconformidad le hizo versátil, en la prosa mantuvo su manera inicial, ágil, viva, fina en los matices. Dijo siempre bien lo que quería decir. Sus crónicas están sazonadas con juegos de ingenio, mas en realidad son admonitorias, propugnan el espiritualismo, tienden a dar lección, a mejorar, a sublimar.

     Decisivo en su vida fue el destierro, desde junio de 1914 hasta julio de 1917, primeramente, después prolongado durante veinte años, si bien interrumpido por viajes a México. Satisfechas hasta la saciedad las apetencias juveniles, la madurez le movió a dar preferencia a las aspiraciones del espíritu. Evolucionó hacia la teosofía. Se asomó a su pasado. Vio con claridad que un mundo nuevo había surgido. Advirtió que para las generaciones recientes lo anterior a 1914 era “tierra incógnita” y acertó a proyectar sobre las postrimerías del siglo XIX y los comienzos del XX las luces de los recuerdos. Sus Memorias, de gratísima lectura, se reciente de la forma periodística que la necesidad le obligó a darles; ello le veda las precisiones, cuya carencia desespera al biógrafo. Todo está narrado con levedad, como anécdota, a menos que -así las páginas atañaderas al viaje a Mazatlán del mozo veinteañero- encubra el difícil relato de sus andanzas con metáforas de aviación, acrobacias aéreas y peligrosos aterrizajes... en la dura realidad.

     Su labor crítica siempre en sentido constructivo. Alentó los esfuerzos artísticos si los veía bien encaminados, sin que le asustasen las audacias. Tuvo fe en los artistas jóvenes y cuentan más los aciertos que los fracasos de quienes de él recibieron estímulo e incluso -algunos- ayuda. Concebía la crítica como acto de simpatía, para propiciar la obra incipiente con palabras de aliento, con atinados consejos y aun con prematuros elogios. Brillantísima fue la propaganda que Tablada, en la medida en que sus recursos se lo permitían, realizó en Nueva York durante veinte años para dar a conocer la producción de nuestros nuevos pintores y otros artistas, así como las artes populares mexicanas y la parte no monumental de nuestras riquezas arqueológicas. Hizo ver como México resurgía.

     Cercana ya la fecha -3 de abril de 1971- en que habrá de celebrarse el centenario de su nacimiento, cabe preguntar si se leen sus obras. La respuesta es negativa, y ello por una razón fundamental: salvo el primer tomo de las Memorias, intitulado La feria de la vida -el segundo, Las sombras largas, no llegó a ser editado-, y acaso también Del humorismo a la carcajada, postrero de sus libros, publicado en 1944, las ediciones de todos los demás están agotados. Ninguna de ellas fue crecida; por ejemplo, 280 ejemplares del Jarro de flores.

     Aunque no es leído, Tablada no está olvidado. Raro habrá de ser el mexicano culto que no recuerde algunos versos de Ónix o los que evocan a las mujeres en la Quinta Avenida neoyorkina; y son conocidísimos algunos de sus epigramas. Innovador poeta, periodista brillante, a justo título reposan sus restos en la Rotonda de los Hombres ilustres, ello a moción de la Academia Correspondiente de la Española, de la que fue miembro.

     En los cuatro años que faltan para celebrar el centenario de Tablada se espera sacar a luz sus Obras Completas, en parte inéditas. Será la mejor manera de recordar al gran escritor mexicano.
 
 
 

 Junio de 1967
 
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