Confidencias y enigmas
 
 
 
 

    Los lectores que en libros o artículos de José Juan Tablada  veían mencionado como obra de futura publicación el Diario de un artista, podían pensar que ese título prometía maravillas. Tan refinado poeta, ¿cómo no habría de recoger en las páginas de aquel volumen impresiones estéticas, pensamientos sutiles, esbozos líricos, textos valiosos, todos ellos, para el mejor conocimiento de su personalidad creadora de belleza? Del galano escritor o quien Díaz Mirón llamaba “nuestro mejor prosista”, del ingenioso humorista cuyos epigramas son famosos, era de esperar un libro de lectura gratísima.

   Es indudable que mucho de lo escrito en el Diario o de lo en éste hubiera debido aparecer, pasó a las Memorias. Así lo dice Tablada, por ejemplo, cuando en La feria de la vida recuerda su retorno a Mazatlán en enero de 1895, “según reza el viejo Diario de tinta empalidecida por los años” -que no figura entre los cuadernos conservadores-, o cuando describe el Jockey Club y sus socios “con ayuda de notas recogidas en mi Diario durante diversas épocas”.

   De parecida manera, es evidente que utilizó así mucho de lo que se proponía decir en sus anunciados libros Mis amigos y Arte y artistas. ¿Cómo hubiera omitido capítulos sobre Ruelas o sobre Valenzuela? Pero esos capítulos existen en Las sombras largas, segundo tomo de las memorias, publicado íntegramente en forma de artículos que aparecieron en El Universal los jueves, desde el 8 de abril de 1926 al 12 de julio de 1928. Aún no han sido recopilados.

   En los cuadernos dejados por Tablada, multitud de nombres o de iniciales, y, sobre todo, de ilusiones, plantean otros tantos enigmas. Es probable que parte de las iniciales puede descifrarse mediante las referencias que se espiguen en las Memorias en cualquiera Historia de la Literatura Mexicana, en el libro José Juan Tablada en la Intimidad, escrito por su viuda y publicado en 1954 por la Universidad de México, y en otras obras de consulta. Pero muchas de ellas, concernientes a personas no destacadas en el campo de las letras, de las artes o de la política, obligarán a hacer laboriosas investigaciones, que acaso no siempre alcancen resultado satisfactorio. De las dificultades inherentes a tales identificaciones hay ejemplo en La vida de México, el placentero libro de la señora de Calderón de la Barca, salido a  luz en 1843. En la segunda carta, donde narra los agasajos que a su esposo y a ella les hizo la sociedad habanera, menciona al señor H. . .a, a quien personas conocedoras de la historia cubana identificaron como don Pedro Herrera; así lo puso don Enrique Martínez Sobral en su traducción. Pero don Felipe Teixidor, en su versión publicada en 1959, a vueltas de largas indagaciones acertó a dar el nombre correcto: don Pedro de Hechavarría. ¡Más de un y tres lustros duró el enigma!

   Complejísimo es también el problema de las alusiones. A varias décadas de distancia, desaparecidos ya no pocos de los amigos y coetáneos del poeta, y de sus allegados, es de temer que algunas sólo puedan ser interpretadas mediante hipótesis, con cuanto ello supone de aleatorio e incierto.

   Entre 1904 y 1913, los cuadernos del Diario ofrecen la particularidad de tener muchas páginas escritas en inglés. A un doble fin obedece esto, verosímilmente: disminuir las posibilidades de indiscreción, pues en aquellos tiempos, entre nosotros, el número de personas capaces de entender esa lengua era menor que ahora; y ejercitarse en la composición y estilo. En algunos errores sintácticos, ortográficos o de vocabulario incurrió el poeta y años después, mucho más experto en el conocimiento del difícil idioma, los corrigió con lápiz.

   También hay páginas en francés y, lo que es de todo punto inesperado y sorprendente, medio centenar de anotaciones en japonés, algunas de ellas escritas con ideogramas, pero las más con caracteres latinos. La transcripción de los vocablos japoneses está hecha conforme a la pronunciación inglesa, universalmente adoptada. Sabido es que, por ejemplo, con arreglo a ella se escribe Hiroshima, lo que nosotros deberíamos escribir Jiróchima.

   De diverso género son otros enigmas. Indicaremos uno. El título del primer cuaderno es promtedor: Mi diario, Japón. Año de 1900. ¿Qué no cabría esperar de esas palabras? Pero las dieciséis  páginas manuscritas sólo recogen indicaciones de preparativos del viaje, de las manifestaciones amistosas que le precedieron, de la salida de México y del recorrido hasta Torreón, en la línea férrea hasta Cuidad Juárez, de donde el poeta seguiría hasta San Francisco de California. En aquel puerto se embarcaría con destino a Yokohama. ¿Qué circunstancias le impidieron proseguir sus apuntes en el cuaderno? Sabido es que los ensayos descriptivos, inspirados del artista por el exótico mundo al que se asomó, aparecieron en 1900 en varios números de la Revista Moderna, con ilustraciones de su lápiz. En 1919 fueron reecopilados bajo el título de En el País del Sol, libro editado en Nueva York por la casa Appletón, porque -triste es decirlo- las empresas editoriales entonces establecidas en México no se interesaron por publicarlo.

   Las anotaciones de los cuadernos que forman la “materia prima” del Diario de un artista, rara vez tienen amplitud. Las más de ellas son esquemáticas: menciones de nombres, de hechos, simples indicaciones catalizadoras del recuerdo, semilla para textos ulteriores. Esa es norma seguida por algunos otros memorialistas, así don Federico Gamboa, quien el 11 de julio de 1910, escribía: “Terminé el dictado de los originales que compondrán el tomo II de este Mi Diario. El volumen se acabó de imprimir, reza el colofón, el 10 de octubre de 1910. La mención de “dictado” hace ver que las  anotaciones de 1897 a 1900 -lapso abarcado por dicho tomo- fueron tan sólo apuntes, pues de haber tenido ya el aliño y aderezo definitivos no hubiera sido necesario el dictado: copiarlas hubiera bastado.

   Es indudable que en sus nueve décimas partes el Diario de un artista no fue redactado en forma definitiva, y que las referencias a él anticipaban sobre la realidad. Los episodios se conservan claros en la memoria del poeta; darles presentación literaria era para él lo de menos, pues en cualquier momento podía hacerlo. Y en esperar a disponer de tiempo para ello, acuciado como estaba por el apremiante quehacer periodístico y por los otros menesteres con que allegaba el pan cotidiano, se le pasaron los días, los meses, los años, ¡la vida!, sin haber compuesto el libro soñado.
 
 

    Mayo de 1960
 
 

 


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