Tours: torres
 
 
 
 

Gusto de subir a las torres; un excélsior magnífico, una añoranza de vuelo en aeroplano, un paréntesis de irrealidad: todo eso hay en la cima de una torre. Nos sentimos mejores, más niños, y se respira un aire fino que sabe a limonada a las dos de la tarde. Colores suaves: salmón, marfil, gris de humo, el plata-azul del río, los verdes lavados del campo.

    La cupulilla de la torre y sus adornos del Renacimiento están horadados de letras: Odette, Fernande, Julia. Y los Lyng de China, los Satankoviton de serbia, los Volbert de Ohio: tallistas modestos, colaboradores de los imagineros del siglo XVI, tan definitivamente como una flecha va al blanco, para arañar estas piedras. Ansia de perdurar un poquito, que explica por qué un niño raya una pared con carbón, por qué se graba un nombre en la torre de la catedral de Tours, por qué se hace una obra de arte.
 

Las campanas
 

    Campaneo de domingo: jaula que aísla del mundo, con ondas concéntricas de sonido por alambres. Dentro de este trueno armonioso y claro, mientras nos abanican tres toneladas de bronce y nos martillea el cráneo un interno estampido constante, la realidad se esfuma: nada exterior llega al seno de este ruido total, absoluto como un hondo silencio. Tiembla la torre cual un buque en el mar. El campanero juega a que se va a matar a cada vaivén. Y, al acabar, oscilan todavía un rato las ramas de boj bendito prendidas al armazón de las campanas el último Sábado de Gloria -como se prendieran en otras Pascuas Floridas otras ramas semejantes, año tras año, durante siglos- y queda en el aire un zumbido de gruesas abejas que no se decide a volar para siempre.

    En un momento en que el campanero, obsesionado con su reloj que complican los diversos toques dominicales, no lo advierte, robo -con una destreza que me sorprende- un ramito de ese boj. Claro que puede habérselo pedido, pero entonces ¿dónde habría estado el interés del recuerdo?

 
Aventura nocturna
 

    Triplemente gris la hora en esta excursión a la aventura: gris por la noche entoldada de nubes, gris por la llovizna, gris por la vetustez de las callucas solitarias: Escurrido junto a las paredes, bajo los macilentos faroles de gas que son como hornacinas, frente a una puerta ojival, bajo unas ramas de árbol que asoman sobre una tapia -árbol que sabe de la vida en la calleja más que yo, pasante anónimo-, estoy más allá del Tiempo... ¡Viejas ciudades de Francia, en las que es posible evadirse así de lo inmediato, que guardáis rincones como éste para amparar los ensueños, capaces de servir de escenario a todas las fantasías, rincones que saben a Edad Media y en los que nos asombramos de no palparnos la espalda al cinto ni la pluma en el sombrero! Fantasmas de todo lo que fue: amores, devoción, risas y cuchilladas...

    Y bruscamente, la realidad: el asfalto charolado por la lluvia, los tranvías monótonos, los cafés donde bostezan sobre el periódico los militares desocupados, el reloj inmenso que se alumbra en la milenaria torre de Carlomagno como una gigantesca lámpara de bolsillo que insulta a la noche...

    Mucha literatura, como puede verse.
 

 


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