En Saumur hay una Escuela
de caballería, que no me importa gran cosa, un castillo feudal,
que me interesaba mucho, y un vinillo rosa, jocundo como una página
de Rabelais.
Hay fiesta en la ciudad -el carrousel anual de los cadetes- y los
habitantes han enarbolado el vestido de los domingos. La torre del Homenaje
del castillo está almenada de muchachas con trajes claros, con sombreros
vivos, con guantes crueles. La masa enorme, levemente amarilla como el
esqueleto de una época muerta, es enigmática para nuestro
espíritu. ¿Realmente era necesaria tanta piedra alzada contra
el pobrecito animal humano? ¿Tantas torres, esos muros altos y poderosos,
esas almenas, esos fosos, ese puente levadizo?...
En el interior, sombríos calabozos donde estuvo preso Fouquet -Fouquet,
ya sabéis, lectores del Vizconde de Bragelonne, cámaras
de tortura alumbradas por una cisterna abierta en el patio de honor, fría
oscuridad de pasadizos tortuosos, huecos resonar de piedras, un subterráneo
obstruido de misterio, que nadie ha recorrido-. Y pensar tristemente: -Estuve
en el viejo castillo de Saumur...