Castillos de Loira
 
 
 
 

    Desde Orleans al mar, cien castillos esparcidos como las perlas de un collar roto cuyo hilo fuera de Loira, alzan contra el blando cielo sus torres feudales o sus floridas arquitecturas renacentistas. Los recuerdos los ilustran: Blois, y el asesinato del duque de Guisa por los cuarenta y cinco; Chinon, y Juana de Arco; Amboise, y la conjuración protestante; Chambord, y 'la donna e moviñe'; Valencay, prisión del deplorable Fernando VII de España; Diffauges, donde aún se descubren huesecillos de las víctimas de Barba Azul; Montsoreau, cuyo nombre nos llega resonando en Dumas...

    Cuando venimos a verlos a través del Espacio y del tiempo, no nos sorprende. Son como los vimos tantas veces en los álbumes por donde viajamos en la edad del descubrimiento del mundo. Y acaso nos desilusiona un poquito. Esperábamos vagamente ver justas y cañas en sus patios, enamorara a una Melisenda de trenzas muy largas asomada a una ventana ojival... veníamos como a un cuento de hadas. Y caemos sobre porteros importantes, entre ásperas manadas de anglosajones que silban los ritmos callejeros de 'Tea for two' o de 'Marchetta'...
 

Cheverny
 

    El siglo XVII puso en este castillo -enclavado en un pueblecito de seculares casucas picudas- su nobleza un poco fría donde agoniza ya el Renacimiento. Entre las ventanas en fila lucen bustos de piedra, como si el castillo se hubiera puesto para recibirnos todas sus medallas. Un pilar esculpido en la escalera, por donde nos guía un criado de librea y sin fisonomía, muestra la fecha: 1634. Sensación penosa: paseamos por este escenario de otras vidas una curiosidad involuntariamente indiscreta. En el comedor tapizado de viejo cuero de Córdoba, donde preside sobre una gigantesca chimenea un busto sonriente del Verde Galante Enrique IV, bajo las cornamentas de siervos casados por los señores de los castillos, se alinean raídas sillas de baqueta: -Sirven todos los días, explica el criado. En las habitaciones queda el no sé qué de una presencia inmediata. Los domésticos, atados a su consigna como los paquetes en el montacargas de los grandes almacenes, cruzan rectilíneos de una puerta cerrada a otra puerta cerrada tras las que pasa algo: la vida cotidiana. Sentimos lo que experimentaría un Inspector del Timbre con sensibilidad. Pero los francos pagados por la entrada dan derecho a esta invasión, demasiado rápida; ¡qué delectación morosa no merecería ese cubrecama, que trajo una caravana desde Persia, y que abrumó con sus bordados de oro y plata el sueño de reyes de otros tiempos!
 
    El criado maniobra las contraventanas para que admiremos sus pinturas triseculares, las tapicerías desteñidas por las miradas curiosas, las armas abrillantadas con lija como un viejo con cacodilato, el decorado arcaico y bello, con toda la bella puerilidad de lo prolijo, las chimeneas monumentales desde donde nos miran, rosadas y serenas en sus marcos de yeso, damas muy lindas. Un vasto cofre de cuero que perteneció a Enrique IV está adornado con profusión de clavillos minúsculos, como un inmenso alfiletero; vacío, pesa más de cien kilos. ¡Rara época aquella en que para guardar las siete reales camisas -únicas, revelan las crónicas- eran necesarias cajas fuertes!

    Regocijo: en medallones pintados por Jean Mosnier, pintor de María de Médicis -en una perspectiva de corredores rota por los rectángulos jubilosos de las ventanas-, encontramos a nuestro amigo y maestro Don Quijote. ¿Pero es Don Quijote este caballero bigotón y sin perilla que se parece vagamente al Mariscal Lyautey?... Desde el parque, luminosos y fresco, donde el otoño da su fiesta anual, llegan voces indignadas: -¡Eran unos norteamericanos que llamaron a las seis de la mañana queriendo visitar el castillo! Eso explica muchas cosas inexplicables; quienes son capaces de tal idea, encontrarán muy natural pretender que Francia pague cifras de vértigo: como Don Quijote, pero a ciento ochenta grados de distancia, no tienen la noción de lo imposible.
 

El castillo de Chaumont
 

    En Turena, como en todas partes, la tierra hizo la arquitectura. Y los castillos feudales no pueden ser feroces en el paisaje jugoso y rico. Sobre las masas sombrías del parque, se alzan los techos cónicos de pizarra que llevan al lado, cual la pluma de un sombrero tirolés, una chimenea. Hace siglos que están en pié estos muros poderosos, donde lucen esculpidos los escudos nobiliarios, estas torres colosales en las que un frío reúne las E y las D de Enrique II y de Diana de Poitiers, alternadas con la pira ardiente de su amor. Y por el puente levadizo colgando de sus recias cadenas y cerrado por el rastrillo, se pasan, como antaño, los fosos. Pero al acercarnos, la realidad vuelve: ni siquiera un decorado para que Douglas Fairbanks diera sus cabriolas románticas. En una torre lisa y formidable, que nos mira con sus saeteras finas cual las pupilas de un gato en la luz, una ventana se abre. ¿La castellana el mal de amores espera un son de guzla? ¡Ay!, tan sólo aparece la cofia de una recamara...

    Un letrero bilingüe advierte a los visitantes que la entrada es por la poterna. En una ventana ojival la portera restriega cucharas, entre dos tiestos de geranios, y nos indica que volvamos más tarde: hay una misa privada en la capilla. Lo creemos cándidamente. Un sendero, en el parque desierto, paradigma de parques, donde hasta los pájaros están bien educados y las hojas secas caen con una gracia delicada y añeja de reverencia, nos lleva a un rincón capaz de encantar a Buvard y a Pecuchet: en un tronco hueco se enrosca una escalerilla de caracol que da inesperado paso a un puentecito. Tronco y puente son de cemento imitando rugosa madera. Pero los mirlos desocupados silban sus más lindas canciones, y el agua trenza su música con el trémolo de las últimas hojas. El paisaje tiene el fácil e irresistible encanto de la soledad y del otoño. ¡Y las bellotas de los robles dejan en los dedos tan selvático aroma! Dios nos perdona, pero sospechamos que bajo las frondas de Chaumont hemos recitado como cualquier preparatoriano, versos de Rubén Darío.

    Frente al noble castillo feudal, nuestra época ha alzado un edificio de ladrillo y piedra, limpio como una sala de operaciones, reluciente como los botones de un cadete, confortable como un Palace Hotel: las caballerizas. En el suelo de las cuadras, arenas de colores pintan el escudo señorial sobre los pesebres higiénicos y patentados, brillan placas de latón con los nombres de los caballos. Y tenemos, bruscamente, la revelación de la celebridad: 'Pancho Villa', dice una placa...

    Volvemos al castillo. -¿Ya acabó la misa? -No acaba, señor. Ya dura una hora. -"Es otra", aclara la portera. -¿Otra?... Pero nos arroba la gracia renacentista del patio donde el pozo alza su brocal labrado y sus hierros elegantes, que corona una cruz y enjoya una enredadera, el gusto cortesano del siglo XVIII derribó torres y muros en un costado; loable vandalismo: en primer término, al pié del castillo, se ve el pueblo, humilde como conviene a la jerarquía; luego, el Loira, con un puente colgante, maraña de seda azul; y más allá, lo inefable: el paisaje de Turena, suave como un recuerdo. ¿Pero esa misa no acaba? -No acaba, señor. Una monjita cruza. Un lacayo con chaleco rojo y patillas negras, pasa. El cartero, con sus grandes zapatones, sus grandes polainas, su gran pipa y sus grandes bigotes de cartero rural, entra en la portería y sale al poco rato limpiándose la boca con el revés de la mano: sin duda le beso la portera... Pero todo eso ya lo hemos leído también en novelas olvidadas.
 
    -¿Aún no acaba la misa? -No acaba, señor. Y de pronto aparece su excelencia, turbios los ojos, fecundo en borborigmos el vientre rotundo, tardos los pies en las babuchas, sucia la barba, y la mano servil. Por qué Su Excelencia es el portero, que -comprendemos ahora lo largo de la misa- acaba de levantarse a las once de esta mañana dominical. A su zaga subimos al castillo, almácigo de recuerdos: en la capilla, relicario de antigüedades, se empolva piadosamente el capelo del cardenal de Amboise; en esta pieza habitó Catalina de Médicis; en esta otra, su astrólogo, Cósimo Ruggieri, llamado Renato el Florentino; en esta, Diana de Poitiers. Sólo que, entre los lechos con baldaquino de seda marchita; los muebles de maderas que fueron talladas cuando Cortés iba a las Hibueras, las armaduras ligadas con alambres como ripios un soneto, las pálidas tapicerías cuya gracia melancólica nos hace olvidar el dolor de los humildes que las tejieron, el portero ventrudo vende tarjetas postales en un gran anaquel...

    Al salir buscamos, para la última visión, algo del alma de otros tiempos. Inútilmente: las mazmorras guardan botellas de vino, las poternas tienen cerraduras patentadas, el césped de los fosos está recortado a maquina... En un jardincillo asoleado vemos, a través de seto, a una dama y al capellán. ¡He aquí, al fin, la codiciada estampa arcaica ambos son ya ancianos, como conviene el fondo fino de esta mañana otoñal. El abate saluda. Va a decir, con seguridad, algo muy siglo XVIII, un comentario galano y sutil sobre la suavidad del paisaje o la dulzura matinal. Pero la brisa nos trae sus palabras entre dos toses, una de respeto y otra de catarro: ¿Cómo sigue la señora condesa de sus reumatismos? ...
 

El castillo de "La donna e mobile"
 

    De Blois a Chambord el automóvil tarda diecinueve minutos; a kilómetro por minuto. Noviazgo fugitivo con esta tierra de Turena, de seda y de oro como un traje renacentista, que es toda Francia igual que la Castilla de éxtasis y de hierro es toda España. El paisaje dura como le vieron aquellos hombres del Renacimiento entre los que hubiéramos querido vivir, entre los que, acaso, hemos vivido... El cielo es tricolor: fina de seda azul, albo terciopelo y lanas grises, suaves a la mirada cual la pluma al cuerpo. El río multicolor como un jaspe sin precio, veteado por los islotes de arena a flor de agua, justifica la frase del clásico: 'El Loira es bello como una hermosa mujer; y, como ella, sólo es temible cuando sale del lecho'. ¿Pero sale nunca del lecho este río en cuyas márgenes el tiempo detuvo el rumor de besos y zampoñas de la pastorela galante de Honoré d'Urfé?...
 

El castillo por fuera
 

    En la cima de una cuesta la velocidad arranca del escotillón de la distancia, casi involuntariamente, un pedazo de castillo visible entre los álamos como por el ojo de una cerradura. A medida que el automóvil suma en la tarde viva el castillo se agiganta, decidido a cerrar el horizonte; y como Wellington ante la carga de coraceros en Waterloo murmuramos: ¡Espléndidos! Si los objetivos definieran, ese lo definiría.

      Las tarjetas postales lo muestran 'poco castillo'; tienen razón las tarjetas postales. Por encima de las gruesas torres y las murallas cuadriculadas por las ventanas, se apeñuscan techos, pináculos, frontones, campaniles y chimeneas, salpicados de salamandras simbólicas, de efes maridadas a flores de lis, de dibujos caprichosos, todo ello dominado por la colosal azucena de la linternilla. La incomparable riqueza de la techumbre se concreta en un ritmo único: ligereza de formas y fusión del tono-pizarra, ladrillo, cantería. Última tentativa del ceñudo arte feudal para sonreír, al modo italiano, todo el castillo exulta toda la gloria de vivir.

    Un poco de diccionario enciclopédico, en calidad de cocktel aperitivo. No se sabe el nombre del arquitecto; probablemente fue el mismo que alzó en Blois el magnífico palacio de Francisco Primero. En uno y otro puso por marca de fábrica una escalera desconcertante y espléndida. ¿Qué capricho movió al rey a levantar en la soledad de una vasta selva este inmenso castillo? La leyenda dice que Francisco Primero enamorado de la princesa de Thoury que habitaba en la región, quiso vivir cerca de ella. No era en vano 'el rey galante', primero en lides y en amor... Sonreímos a la imagen borrosa de la señora condesa, guiñando un ojo: todas las amantes de los reyes -Diana de Poitiers, en primer término- nos son simpáticas; sordamente pensamos en que quizás, también hubiéramos podido conquistar nosotros sus favores... La historia cuenta que desde 1526 trabajaron 1800 obreros durante doce años para satisfacer el ruinoso capricho real. Pero es más sencillo suponer que hicieron el castillo las hadas con su varita mágica: en los cuentos se ve eso frecuentemente. El emperador Carlos Quinto fue en Chambord durante algún tiempo, en 1539, atónito huésped del rey Francisco. Moliere estrenó, siglo y cuarto después, algunas de sus comedias ante la corte de Luis XIV. En el siglo XIX, mediante una suscripción vagamente nacional, los aduladores lo regalaron al último Borbón, el conde de Chambord, aquel que en 1873 pretendió reemplazar la bandera tricolor de la Revolución por la blanca flordelisada del Antiguo Régimen. El príncipe restauró su castillo, pero no pudo restaurar la monarquía. Chateaubriando describe a Chambord en inflamada prosa, Víctor Hugo le hace escenario de uno de sus dramas vehementes. 'Un sueño, realizado', le adula Alfredo de Vigny. Es porque ellos no habían visto el Woolworth ni la torre Eiffel...
 

El castillo por dentro
 

    A la entrada vigila el más ácido de los porteros, encargado de agriar la visita con sus discursos de arqueología barata y con su aspereza concentrada como el lujo de carne.
 
    En Chambord hay 445 habitaciones con 365 chimeneas, pero ni uno sólo de esos retiros en cuya puerta se pintan dos iniciales inglesas. Al centro de las cuatro enormes salas de guardias, con muchos artesonados donde se retuercen fósiles salamandras en marcos de piedra, se atornilla, solemne y aérea, la escalera monumental. Sus dos vastas rampas en hélice permiten a dos personas subir o bajar, simultáneamente viéndose de lejos pero sin encontrarse. Escalera grandiosa, complicada e inútil, síntesis y símbolo de este castillo, demasiado amplio, cual las ropas de un augusto de circo, para los hombres modernos, habitantes de casas decimales. En el inmenso edificio no hay nada, ni siquiera esos objetos sin importancia, hechos tabú por un contacto egregio, que en otros palacios se amontona cual en un Volador de lujo. Rebañando aquí y allá se han reunido algunos restos, pobre cebo para el visitante ávido de pintoresco: retratos, la mesa de piedra, donde fue embalsamado -aprisa, porque su cuerpo se disolvía en la muerte como en el agua un terrón de azúcar- el mariscal de Sajonia, un parque de artillería de juguete regalado al conde de Chambord cuando era niño... Con que llenar penosamente dos habitaciones. En otra se empolvan, a la vez conmovedores y ridículos el hecho y las tapicerías bordadas a mano por las damas realistas para 'el rey Enrique V'. En una bodega se oxidan las carrozas construidas para la entrada del rey en París; no rodaron jamás. Pero quizás en este palacio de Hadas son esas las carrozas de las hadas y de pronto van a transformarse en calabazas: hemos leído algunos de esos casos...

    Entre las piedras nuevas que ya comienzan a rayar con sus firmas los turistas, olvidados del guía que perora al centro un círculo de oyentes embobados, vemos pálidas sombras con trajes suntuosos, oímos son de músicas lejanas, aspiramos lentos perfumes. El castillo se anima con la vida de otros tiempos. Un poco de lo pasado llega hasta nosotros, hombres de este siglo XX complicado e inquieto. Un poco, esfumado, tenue. Hay que abrir bien el alma, multiplicar las antenas receptoras en el espíritu, para recoger esas migajas del Renacimiento, tal como fue, suntuoso y sucio, magnífico y ruin, a la vez noble y vil, caballeresco y traicionero. Por aquí pasaron seguidas de las dueñas las damas que cantó Ronsard. Aquí relucían las picas de los guardias, ondulaban las plumas de los gentileshombres, y se alzaban altivas las espadas que ahora contemplamos pensativamente en los museos. Y quizás, en los Consejos del Emperador Don Carlos, al tomar cuenta de los pliegos que le mandaba su virrey, resonó aquí como un clarinazo el nombre de México...

    Al final de una galería se disimula una puertecilla de madera apolillada. Bajo sendas coronas reales, una F y una salamandra talladas con la huella del rey Francisco, que construyó el castillo. Un poco más abajo una fecha tallada también, pero a navaja, es la huella de un turista que visitó el castillo. Por esa puerta se entra al gabinete del rey. En uno de los vidrios de la ventana -cuenta la leyenda; la historia es menos bonita- el amador escéptico escribió con la esmeralda que llevaba en el dedo la frase que habían de visar todos los tenores:

A menudo la mujer varía;
   Bien tonto el que en ella fía.
 

    A través de la música de Verdi eso fue 'La donna e mobile...' El inconstante Luis XIV, para complacer a la constante Luisa de La Valliere, rompió el vidrio. Pero no importa: el portero ha vuelto a grabar la frase, con dos o tres faltas de ortografía.
 

Estampa del parque
 

    Un paisaje de película cinematográfica, para un beso final interminable, se tiende al pié del castillo como un perro fiel. El otoño generoso volcó en el inmenso parque, sonoro de silencio, sus dádivas: oro noble de los árboles, oro bueno, libre de pecado original, cobres que son cabelleras de mujer, de esas cabelleras llameantes hermanas del sol y propicias a las metáforas, verdes muy pálidos en los que se revela el amarillo próximo de la muerte, sepias duras de las ramas ya desnudas... El río Cosson arrastra sin ganas sus aguas de acero y ocre como un cromo italiano de Enrique Serra; antaño bañaba los muros del Castillo, pero el rey Estanislao Leczinski de Polonia, suegro de Luis XV, lo hizo desviar culpándole de sus reumatismos. Íntegra calma. La dulzura que gotea del minuto lento va formando la hora que se recordará luego con un suspiro. Un pájaro, virtuoso de la flauta toca una romanza sin palabras -¿para qué, sino las necesita?- que suena a Mendhelsson. El aire silba, de excelente buen humor. Nuestra civilización ha clavado en el paisaje que hacia suspirar de envidia al Tasso -'¡oh tierra jugosa y deleitosa!'- uniformes postes telegráficos de cemento; los alambres musicales como conviene en el paisaje musical, pauta la página intacta del cielo, donde los pájaros son gotitas de tinta. Y un tren, lejano e invisible, llena el espacio con su rumor de cosa importante, lo mismo que en alguna página de Azorín.
 

Casas viejas
 

    Idéntica letanía de estas ciudades hermanas: iglesias viejas, calles estrechas por las que no podrían pasar personas proeminentes, casas apolilladas a las que se les olvidó desplomarse hace tres o cuatro siglos y duran, pasada la oportunidad del gesto histórico, por inercia y por costumbre, remendadas como el tápalo de un devota pobre. La fuga de toda la belleza original les dejó solamente 'lo curioso', ese harapo del Arte.

    Orleans, Blois, Tours: ciudades que explican a Madame Bovary.

    Casas viejas. Las primeras fueron fecundas generadoras de asombros, entre piadosos y burlones. Después, el recuerdo de unas se alimenta al de otras, y sólo se piensa: -otra casa vieja... Causan la impresión borrosa de que sus habitantes deben vivir en música: un tenor rotundo gritará su amor a una soprano rubia, con ayuda de Verdi o de Gounod; han muerto en ellas. Desde quienes las construyeron en la Edad Media, en el Renacimiento, hasta esos rostros exangües que se asoman a la ventanuca al oír nuestros pasos en la calleja -¡fenómeno extraordinario!- ¡cuánto dolor humano habrán amparado esas casas decrépitas!...
 
 
 


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