El teatro de Azuela
 
 
 
 

    La importancia de las magníficas novelas de don Mariano Azuela mantiene en segundo término su producción en otros géneros literarios: más, por somero que sea el estudio de la obra, siempre habrá que consagrar atención a sus cuentos, a sus ensayos críticos, a sus tres dramas. De éstos, dos son adaptaciones de novelas.

    Salta a la vista que una obra como Los de abajo se presta mal para subir al escenario, a pesar de la índole bastante teatral de algunos de sus episodios -por ejemplo, la llegada de Luis al campamento- y de que las palabras y acciones de varios de los personajes - tal "el Güero Margarito- son apropiados para la adaptación. Pero la novela por sí misma carece de la ilación que el teatro requiere: es una serie de cuadros que muestran la vida de los guerrilleros en las rancherías, las triquiñuelas y malas artes de quienes pescan a bragas enjutas y con el esfuerzo ajeno medran, las reacciones de los primitivos a los que enardece la brusca posibilidad de satisfacer sin trabas sus toscas apetencias y a los que embriaga la convicción de haberse adueñado por la fuerza de un poder que parecía estarles vedado para siempre; esos cuadros, en donde a menudo el protagonista sólo desempeña un papel secundario, poseen intensidad patética, mas no componen un drama.

    Esto no es deficiencia en el arte del adaptador, sino resultado natural de la adaptación. No es adecuado para ella el sencillo asunto de Los de abajo: el protagonista, vejado, se alza en armas, pelea en varias ocasiones con éxito y muere en acción de guerra. Se pueden añadir combates o suprimirlos, agregar personajes episódicos o eliminarlos: nada alterará la simplicidad de la trama novelesca. Y ésta, para el teatro, es poca cosa. No cabe argüir que el protagonista real no es Demetrio, sino la guerrilla a la que encabeza: para esa acepción "unanimista" -al modo de los primeros dramas y novelas de Jules Romains, que aspiran a expresar el alma colectiva, aquella que, dice Daniel Mornet, "a la vez diversa y única, es el alma verdadera de los grupos humanos"- la técnica hubiera debido ser otra. Ninguno de los demás personajes tiene la importancia que posee Demetrio, aunque mayor que el suyo sea el relieve de algunos de ellos.

    En el marco de esas limitaciones, la adaptación está bien hecha. Nada fácil era condensar en seis cuadros la acción diluida en cuarenta dos breves capítulos, y mover en el escenario tipos que en el relato viven sólo por cuanto dicen, sino en buena parte por las acciones que de ellos se refieren. Tanta es la intensidad emotiva de la novela, que mucha llega hasta el drama. Pone éste, según suele decirse, "un nudo en la garganta"; mas como obra de arte su arquitectura es deficiente. Es obvio que la adaptación requirió el abandono de no pequeñas porciones de la novela, así como la adición de réplicas e incluso de escenas, por ejemplo: la inicial del primer cuadro, en jacal de Demetrio, con quien comen su compadre y otro campesino. A veces, diálogos o episodios de un capítulo están utilizados en lugar diferente del que les corresponde en la novela. El cuadro de la orgía en el cafetucho reúne lances desperdigados a lo largo de varios capítulos. El sexto y último cuadro desanuda el drama, en la cumbre de un monte, con el dolor y congoja de la viuda -así obligada a trepar hasta aquellos riscos llevando en brazos a su pequeño hijo-, y no, como en la novela, con la valiente página en que el guerrillero, muerto en lo hondo de una barranca, sigue apuntando con el ya inútil fusil.

    Mejor arquitectura tiene la adaptación de Los caciques, mudado el título en Del Llano Hermanos, S. en C. Mudanza pertinente, porque le de la novela era impropio: la voz "cacique", en el sentido figurado que ahí se le da, implica el ejercicio indirecto del poder político; y no es esa la preocupación, menos aún la ocupación, de los ricachos lugareños que Azuela pinta. Por añadidura, de los cuatro hermanos sólo uno, don Ignacio, actúa; los otros aplauden sus negocios, tal vez cooperan a ellos, mas de comparsas no salen. Se pintan de ahí las trazas y maniobras de quienes mangonean a su talante a una pequeña ciudad, aunque de hecho con bien poco mangoneo se contentan: acaparar maíz, apoderarse con argucias y arterias de una tienda de abarrotes, de una casa de vecindad. En rigor, carecen de fuerza propia, únicamente poseen la que les prestan la tontería o la pusilanimidad de los demás, encandilados por el espejo de su caudal.

    La obra -no holgará recordarlo- es la historia de un crédulo, arruinado por pillos cuya codicia va al par de su hipocresía; el disgusto le cuesta la vida al pobre hombre; la reacción "huertista" mata al novio de su hija; y cuando el pueblo en armas se hace justicia a su manera, el jovenzuelo huérfano se une a la multitud, más que para vengar la ruina y muerte de su padre, y el dolor de su hermana, para contribuir al advenimiento de un nuevo orden social en que no sea posibles la repetición de aquellas bellaquerías... aunque lo sean otras por el estilo...

    La abundancia de diálogo en el texto original facilitó la adaptación, si bien las dificultades que el autor hubo de sortear fueron muchas, no todas salvadas con igual acierto; algunos episodios, plausibles en la novela, resultan en el escenario "traídos por los cabellos". No obstante lo dicho, Azuela logró conservar en la adaptación todo el "pathos" de la obra primitiva. No hay ruptura en la línea psicológica de los personajes. Una acción es consecuencia de otras, y lo episódico, como conviene, es fondo sobre el que perfilan las dramatis personae.

    El mejor de los tres dramas es el escrito adrede: El búho en la noche. Es el conflicto de un matrimonio desproporcionado. La mujer trata de deshacerse del marido por la voluntad materna, hundiéndolo en el alcoholismo; pero es arrastrada con él. La obra es muy teatral, en el doble sentido de que interesa y conmueve, y de que la acción tiene soltura y fuerza. El "crescendo" desde las primeras escenas aparentemente tranquilas -"la llama bajo el celemín"- hasta los dos últimos actos, de atmósfera sofocante, es vigoroso. Los "efectos" surgen en la forma en que menos puede esperarlos el espectador. Con destreza está mezclado lo cómico con lo dramático; la alucinación del protagonista, por ejemplo, entrevera el grotesco espectáculo de la ebriedad con los fulgurantes latigazos del remordimiento; es una "ducha escocesa", cual la vida suele ofrecerlas.

    La manera como están tratados los caracteres es adecuada: Trinita, por ejemplo, y su yerno se presentan sin complicaciones; desde que aparecen, sabemos cómo son; torpe y mojigata ella, rudo y dipsómano él, ni más ni menos que infinidad de seres reales, Ramón, el sobrino, es un maquiavelillo doméstico del que existen en carne y hueso bastante ejemplares. Los que podríamos llamar "la pareja simpática", más inteligentes, poseen mayor hondura psicológica. El barón es joven de buena presencia, bien educado; con lo cual el espectador que se cree malicioso y, sobre todo, la espectadora sensible, no pueden menos que "adivinar" el final de la historia: "...fueron muy felices y tuvieron muchos hijos... "Con acierto mantiene el autor esa ilusión hasta que el personaje, como tantos otros ambiciosos, descubre su genuino ser en la ocasión propicia. Y como tantos otros de su laya "se pasa de listo" y acaba por ser víctima de su propia maldad. Mucho más interesante es Ana María, la bella malmaridada. La entereza y clarividencia que muestra en los dos primeros actos harían inexplicable que se casase con el rústico, si no supiésemos que a innumerables muchachas es precisamente el matrimonio lo que les da conciencia de su propia personalidad. Doncella, no supo resistir a la errada voluntad materna, no tuvo "el valor de ser yo misma", según dice más tarde. Casada, su carácter se afirma, y aparece enérgica ante la injusta amenaza de su cónyuge. Pero también "se pasa de lista": es lo bastante calculadora para ir empujando al borracho hacia el despeñadero, mas no lo necesario para no precipitarse ella también. Por lo que atañe a la moral es justo que así sea; y también por lo que toca al teatro; pues la progresión adquiere intensidad dramática.

    En los tres dramas están patentes las cualidades que admiramos en la producción literaria de Azuela. Su gran inspiradora era la vida, clave de la verdad y fuerza artística de sus obras. Del naturalismo poseen éstas el tono pesimista que no impide los rasgos de humorismo. La vileza, la crueldad, la cobardía, la codicia, la brutalidad, la lascivia, cuanto irónica y peyorativamente cabe calificar de "humano, demasiado humano" con el título de Nietzsche, podría personificarse en no pocos de los personajes a los que Azuela infunde vida con el soplo del arte. Mas también pueblan sus libros mujeres abnegadas, hombres generosos. Y si las más de sus obras dejan en el espíritu la deprimente impresión de asomarnos a un medio en que el hombre es lobo para el hombre, todas, en conjunto, hacen ver que el gran escritor mexicano ambicionaba un México mejor, en el que tenía plena fe.

 
 

Enero de 1954
 

 


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