La primera novela de Azuela
 
 
 
 

    De las veintidós novelas que don Mariano Azuela dejó publicadas, quizás las menos leídas sean las dos primeras: María Luisa y Los fracasados. Incluso después de que el éxito mundial de Los de abajo despertó la curiosidad hacia el resto de su obra, esos dos libros permanecieron punto menos que ignorados, pues sus ediciones estaban agotadas. Reimpresos después, no han corrido con mucho mayor fortuna. Sería superfluo decir que el autor no logró en ellos los aciertos que más tarde le ganaron indiscutible primacía como novelista; pero ya apuntan ahí algunas de las cualidades propias de su estilo, al grado de que la novela siguiente: Mala yerba, será una de las mejores salidas de su fecunda pluma.

    Como punto de partida, María Luisa ofrece particular interés. Lo que podríamos llamar su boceto aparición en el Gil Blas Cómico, semanario de la ciudad de México, y fue la primera aportación de una serie denominada De impresiones de un estudiante. Éralo de medicina Azuela, en Guadalajara, y desde allí remitió al periódico ese texto suscrito con el seudónimo de "Beleño", trocado en “Deleño” por errata de imprenta. Refiere esos pormenores en la Historia de María Luisa, incluida en la segunda edición (1938), de la novela que era para él "la más amada de mis hijas". Conmovido por un triste caso del que fue testigo, redactó aquellas impresiones.

    Están fechadas en Guadalajara el 5 de marzo de 1896 y llenan poco menos de una página en el número 9 del tomo II del semanario, correspondiente al lunes 22 de junio. El cuento -pues, aunque sucedido, eso es literariamente- puede resumirse como sigue: la enferma, en el hospital, contempla a los estudiantes de medicina "apiñados en derredor de su cama". Aparenta apenas veinte años. Demacrada prematuramente marchita, de su perdida hermosura son rastros los ojos, "negros, y con esa expresión tan viva y las más veces simpática, de los tísicos jóvenes". El médico diagnostica neumonía, en un cuerpo minado por alcoholismo y la tuberculosis. Para examinar el caso clínico, por encargo del profesor, el estudiante Fernández -léase: Azuela- permanece junto a ella, la interroga, recibe sus confidencias. Sola ya, la infeliz recuerda su pasado. Trabajaba en un taller de medias. El hijo del dueño era “muchacho de veinte años, guapo, galante”; y sucedió que "un día, sí, se marchó con él". Vivieron felices durante casi un año. Ella “al principio le tuvo cariño, después le amó, y le amó con locura”. Hastiado, el mozo la abandona. Ella se ve rechazada por su familia, no halla trabajo y cae en el vicio. Para olvidar sus penas, bebe, y llega hasta "rodar de cantina en cantina", mendigando copas... Esos recuerdos llenan sus ojos de lágrimas, porque aún ama al veleidoso.

    La transición al desenlace tiene la brusquedad que en toda la obra de Azuela caracterizará siempre al empleo de ese recurso estilístico: en la sala de autopsias, un practicante le extrae los pulmones al cadáver, otro le asierra el cráneo, y "los movimientos de vaivén de la sierra son seguidos por la cabeza de la muerta, que aparece más horrible, con los ojos apagados y la risa última que dejaron los músculos en contracción". El profesor explica las lesiones -“lecciones” dice el texto, por errata, de las que está plagado-, las lesiones producidas en el organismo por la tuberculosis, el alcoholismo y la neumonía. Y un estudiante "desaplicado tiene la mirada empañada por una lágrima. Fue el amante de la muerta".

    Adolece el relato de imperfecciones, pero no es difícil encontrar en él las semillas de las cualidades que admiramos en las grandes novelas ulteriores.

    Azuela dio al Gil Blas Cómico otras colaboraciones bajo aquel seudónimo y el mismo título general. Son estampas provincianas y se leen con agrado. No podrán omitirse cuando se editen sus Obras Completas. En el número 18, correspondiente al 24 de agosto, se inserta el bosquejo de la vida, de un seminarista que sirve como acólito en la ceremonia de La Seña. La colaboración publicada en el número 25, del 12 de octubre, lleva como subtítulo Página Negra; es la amarga historia de un preso contada durante la visita dominical. En el número 27, del 26 de octubre, otras de esas "impresiones" tiene asimismo subtítulo: Día del Refugio, descripción de la fiesta titular en una iglesita puesta bajo aquella advocación. En el número 31, del 23 de noviembre, se refiere al viaje de un estudiante; en el vagón admira desde lejos a una linda muchacha; límpiase ésta el rostro y, perdido con la frotación del pañuelo el afeite, aparece "cacariza".

    María Luisa fue escrita en el reverso de los "partes", durante las guardias del autor como interno en el hospital de Guadalajara. Es, dice, "un atisbo de la vida de los estudiantes tapatíos a fines del siglo XIX".

    Es certera la penetración psicológica con que hace a la protagonista coautora de su desgracia: víctima de un amor que la enloquece, lo es más aún de sus propias inclinaciones, de su avidez, de sus celos. También el desequilibrio entre sus veinticinco años de edad y los dieciocho del estudiante hubo de contribuir al desastroso fin de tales amoríos. Para colmo de desventura, ella se aficiona a la bebida. Difícilmente podría el galán resistir el repulsivo cuadro de su embriaguez. Cabría argüir que, asimismo, él le da a ella ese degradante espectáculo. No disculpa lo uno a lo otro y menos aún lo justifica; pero aunque a la luz de la Ética ambos sean censurables, va largo de lo pasajero en él a lo consuetudinario en ella. Cierto es que muy duramente expía María Luisa, y eso es lo que emociona: la desproporción entre la falta y la expiación. Ahondar en el cómo y el porqué de tal desproporción llevaría a examinar muy complejos problemas: la educación moral, el atavismo, la dependencia económica de la mujer, otros más. En el fondo del drama se advierte lo que constituye el substrato de casi todo drama real o imaginado: la penuria. En países ricos, infinidad de estudiantes consiguen los favores de infinidad de muchachas, y ello no pasa de tranquila comedia o divertido sainete, porque el conquistador es generoso, o la damisela es capaz de ganarse el sustento, o encuentra fácilmente un substituto. La relativa holgura pecuniaria hace que allí las relaciones de esa índole sean "pasatiempo y fugaz juego". De otra parte, las costumbres son más tolerantes; la ley, menos inhumana; en modo alguno es inevitable que el resbalón despeñe hasta la enfermedad y la miseria. Baste el caso recordar a la Paiva, que acabó en condesa y millonaria; a Emiliana de Alenzón, que fue brillante figura del "demimonde" parisiense hasta su vejez, y cuyas ocurrencias festejaban los "ecos" periodísticos; a Diana de Lorge, nombre con el que Eça de Queiroz disfrazó apenas, en La ciudad y las sierras, a otra “horizontal” cuya línea de vida mudóse en verticalidad vertiginosa al contraer matrimonio con un auténtico príncipe; a tantas más, encumbradas al ápice de la fortuna. Sin duda, este criterio es profundamente inmoral; pero, no menos profundamente realista.

    El final de la novela posee intensidad dramática. La sobriedad con que Azuela resume en unas cuantas líneas tres años de abyección de la mísera mujer, contribuye no poco a la impresión imborrable que deja en el lector el "pathos" de esas últimas páginas.

    Otras hay más atractivas. La pintura del medio estudiantil y de las casas de huéspedes, así como las descripciones -la Alameda de Guadalajara, el Parque de Agua Azul-, son ricas en colorido. La acción es movida y está animada por efectos "teatrales". abundan los rasgos costumbristas, y el lector se queda perplejo al enterarse de que en 1986 se podía vivir en una casa de asistencia por diez pesos mensuales. ¡La Edad de oro!

    Los caracteres dejan una aguda impresión de verdad: vehementes, impulsivos, ceden a los instintos y a las pasiones sin que los frene la razón. Características de la juventud son esas decisiones bruscas, disparatadas, sin tomar pie en la realidad; esa imprevisión, esa voluntaria ceguera ante lo futuro; ese vivir al día, cuando no al minuto, como si hubiese de ser eterno.

    Con habilidad están mezcladas las escenas humorísticas, trazadas con ágil pluma, nada insistente, a las dramáticas, intensas, sobria y vigorosamente delineadas.

    Cabe afirmar, en suma, que esta primera muestra del talento de Azuela, aunque inferior en técnica e incluso en interés a sus grandes obras, no defrauda al lector. Vale sobre todo como punto de partida de su carrera literaria, para apreciar plenamente el magnífico ascenso ulterior.
 
 
 

 Febrero de 1954
 

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