La “Garra” de Mariano Azuela
 
 
 
 

    Durante algo más de un cuarto de siglo, el decurso del tiempo, que tan pródigo es de contrariedades y disgustos, traíame casi todos los años un esperado contento: la lectura del nuevo libro del doctor Azuela, o bien la de algunos de los anteriores, reimpreso. Leíalo de un tirón en una gustosa desvelada. Y en un breve artículo, si me encontraba en México, o en una larga misiva para don Mariano, si me hallaba ausente, decía mi opinión de lector atento. No son pocas las cartas que cruce con el admirado amigo. Versan las más de ellas sobre las traducciones al francés de Los de abajo y Mala yerba. Tal ayuda, parvo tributo de admiración hacia el gran novelista, era afectuosamente recordada por él en cada una de las dedicatorias autógrafas con que enriquecía los ejemplares de sus libros al enviármelos; y colmó su generosidad poniendo mi nombre en Regina Landa. Después en carta del 3 de febrero de 1940, aclaró que me había dedicado esa novela por haberla creído su última obra, sin prever que escribiría Avanzada, mucho más de su gusto. Por dicha, aquel temor resultó vano: otras, no menos bellas, añadieron destellos a su gloria.

    No cabe imaginar discrepancias de criterio en cuanto al valor de sus novelas como creaciones literarias. En este punto el juicio es unánime: son magníficas. Mas ¿en qué consiste su atractivo? ¿Qué las caracteriza? ¿Por qué “agarran” de tal manera que ni la atención ni el interés del lector se aflojan?

    El tema central en todas ellas es el combate contra la injusticia, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Siempre hay una persona, o varias, víctimas de la opresión: del mal gobierno, de un despótico hacendado, de un cacique expoliador, de un jefe arbitrario, de un tiránico pariente; en términos amplios: de un orden social que no premia con el éxito a los buenos, sino a los “hábiles”. Opresión, en último extremo, de la dura ley natural que distribuye sin medida la ventura y, a cambio de hacer felices a muy pocos, derrama el infortunio a manos llenas sobre los más, nadie sabe por qué. Ese espíritu de rebeldía es, sin duda, el primer atractivo que en sus obras hallamos: place al carácter mexicano decir claridades, y decirlas con energía. Sus primeras novelas iban contra las asfixiantes convenciones y los abusos propios de un estado de cosas anquilosado; las siguientes denuncian las corrupciones, los atropellos y los crímenes cometidos al socaire del movimiento reivindicador, que los advenedizos y los malos pastores desvirtuaban; las últimas censuran los errores o los vicios de ciertas capas sociales. Todas revelan invariable compasión hacia los oprimidos, igual amor a la verdad, a la equidad, a la rectitud, la misma aversión a la falsía, a la injusticia, a la maldad.

    De ahí se infiere otra de sus características: el contenido ético. El novelista descubre lacras porque anhela su desaparición; y las descubre como médico, sin circunloquios ni eufemismos. Pone al desnudo lo nocivo para el cuerpo social. Puesto que lo descrito en la novela sucede, síntoma es de que el cuerpo social está enfermo, y debe curársele. Como en Azuela el novelista y el moralista van de la mano, legítimo es que éste señale con la pluma de aquél - no con la propia para no incurrir en digresiones - lo que por sentido humano y por patriotismo verdadero es deseable enmendar. Requiere ello valentía. Dice Azuela su verdad, la verdad, contra multitud de mentiras, viejas o nuevas. ¡Y con cuán fuerte brazo fustiga la hipocresía demagógica, la estupidez malhechora, la servil adulación, el abuso de autoridad, la destructora barbarie! Porque está muy lejos de ser demagogo, sabe que no siempre es la masa la oprimida, la vejada: a veces ella es la que oprime y veja. Y lo dice sin ambages. Tampoco la humildad de origen constituye para el novelista una patente segura de bondad: los comparsas de algunas de sus más celebradas novelas son primitivos, con toda la sencillez, pero también toda la brutalidad de éstos, movidos por apetitos elementales, sin freno moral, sin el que impone la educación. Sus relatos, pues, resultan pesimistas. No obstante, la lectura deja una impresión de optimismo porque ver claramente los males es casi un comienzo de curación. El autor los expone franca y patrióticamente; y con él, millones de mexicanos los ven asimismo y no los excusan.

    Factor del atractivo de sus novelas es también la novedad. Labró un campo antes baldío: la auténtica realidad nacional. Otros escritores han cosechado laureles en él, mas como epígonos suyos. Desde María Luisa hasta Sendas perdidas, su obra compone un vasto fresco de nuestros estratos sociales. Dio existencia literaria a varios centenares de figuras, y en lo bien plantados no ceden los comparsas ante los actores. Igual que de sí mismo decía Balzac, de Azuela puede afirmarse que “compitió con el Registro Civil”. Novela tras novela, todas atestiguan su inimitable don - que la senectud no amenguó - de crear, con un poco de tinta y un puñado de hijas de papel, mexicanos de cuerpo entero, gemelos de tantísimos otros con los que acaso nos codeamos en las apreturas de un “camión”. No son títeres de retablo, no los mueve a capricho el novelista: los traza capaces de actuar y de reaccionar con apego a la manera de ser cada quien. La novela resultante viene a ser una de las que el tema puede generar. Si otros fuesen los personajes, distinta sería la acción, producto del choque de sus voluntades, porque el novelista - hay que repetirlo - pinta seres con individualidad, idénticos a los que veía en el trato cotidiano. En más de un lugar del país han de existir, en carne y hueso, hombres como esos hombres, mujeres como esas mujeres. En esa imaginada tropa alienta el “Demos” mexicano con portentosa vialidad.

    He ahí otra de las razones del éxito de Azuela.

    La necesaria síntesis a que obliga el arte literario le conduce a seleccionar los detalles significativos. Ha de pasar por alto infinidad de matices y, desde luego, no tomar en consideración los casos, por fortuna innumerables, en que la vida mexicana está limpia de máculas: elige, y es su derecho de artista, los más novelescos, los que tienen mayor relieve y más encendido color. A veces, el resultado -por ejemplo, en El camarada Pantoja y en Nueva burguesía- es un aguafuerte de intenso realismo, pero cargada de sombras.
 
    Ese realismo es también un aliciente de sus novelas. Visión objetiva, de igual acuidad que precisión. Las descripciones son asombrosamente exactas, de brillante colorido las escenas. Muchos detalles están sugeridos con leve, expresivo rasgo. No menor arte hay en la manera como los personajes quedan “construidos” por sus actos y palabras, sin necesidad de inventariar su manera de ser, sin enumeración de sus pensamientos.

    Lo cual nos lleva a examinar las características del estilo de Azuela, factor poderosísimo del agrado con que se leen sus novelas. Es nervioso y ágil, tan conciso como gráfico. Bastan unas cuantas páginas para situar figuras, componer ambiente, orientar el drama. ¡Unos párrafos, a veces unas líneas resumen la actividad de los personajes. La relación de los hechos, casi siempre indirecta, mediante la descripción de sus consecuencias, obliga a leer atentamente, para comprenderlos bien y concatenarlos. Azuela narra solamente lo esencial, y la manera elíptica con que lo narra da a su prosa intensidad expresiva. Pasma la sobriedad de sus recursos no menos que el vigor de los resultados con ellos obtenidos. Sus novelas subyugan desde los primeros párrafos. Nos asomamos sin reservas mentales a la fingida acción y, una vez que entramos en la intimidad de los personajes, no hay modo de abandonarlos antes de saber el fin de sus desventuras. Olvidados del tiempo, vamos, página tras página, hasta la última. Y si más tarde tornamos a leerlas, vuelven a cautivarnos. ¡Perennidad de imán!

    Hace algo más de un cuarto de siglo, un crítico francés le preguntó a don Alfonso Reyes: “¿Qué me dice usted de la literatura mexicana?” Y el docto polígrafo contestó: “Que la estamos haciendo”. En tal labor común, suma de labores individuales, fue Azuela meritísimo artífice. En su obra literaria México se mira como un espejo, con sus paisajes evocadores, ya áridos, ya ubérrimos, con sus tormentas y sus cielos profundos, con sus Arieles... y sus Calibanes. Obra admirable, que pinta lo externo y radiografía lo interno con gemela verdad y exactitud, obra hondamente sentida, como que tiene por germen el alto, el purísimo amor a la Patria: por quererla feliz, diagnostica Azuela no pocos de sus males. Puso apasionado fervor en defender los valores eternos de México. Y ante la treinta de libros con que enriqueció nuestras letras, al juicio: “Un gran escritor”, hay que agregar: “y un gran mexicano”.
 
 

    Marzo de 1952
 
 


 Índice Home