Sor Juana y los basiliscos
 
 
 
 

Pocos han de ser lo eruditos a los que, por la malla rota de la confianza en la memoria, no se le haya deslizado un error. De nada le habrá servido releer su texto y corregir las pruebas de imprenta, pues sabido es que la atención no se fija ciento por ciento en esos menesteres, en buena parte mecánicos, y la mente substituye a lo escrito lo que debió escribirse, "plata", por ejemplo, en lugar de "plato". Algunos resbalones de ese género nos escuecen, y el más reciente de los adverbios -aparte el de colgarle a Brillant-Savarin una gracejada de Monselet- es el de llamar Miguel a Fray Martin Sarmiento en su ensayo sobre los biógrafos de Cervantes, que corre impreso en un tono de las Memorias de la Academia Mexicana Correspondiente de la Española. Evidente contagio del nombre del genial escritor fue el aplicárselo al docto benedictino que, por haber leído la referencia en la Topographia e Historia general de Argel, del P. Haedo, fue quien indicó que Miguel de Cervantes Saavedra había nacido en Alcalá de Henares. Penemos aquí esos gazapos a fin de que no los cace algún merodeador.

    La insigne Sor Juana Inés de la Cruz, sapientísima en letras humanas, incurrió en yerros que la reflexión hace ver nacidos de fallas mnemotécnicas. Otros, sin serlo, lo parecen. En nada menguan su gloria, pero conviene indicarlos, a manera de acopiar materiales para el mejor conocimiento de su obra y de su pensamiento. Apuntes de lectura nos permitirán hoy indicar un par de ellos, de uno y otro género.

    En el romance de respuesta a Navarrete, caballero peruano que le envió como regalo unos búcaros y le dijo "que se volviese hombre", bromeó Sor Juana al prometerle recibir el consejo, pero dejó entender -versos 89 a 92- que considerada imposible realizarlo "porque acá Sálmacis falta, / En cuyos cristales dicen / Que hay no sé qué virtud de / Dar alientos varoniles". Así, al pronto, parece un lapsus. Hojee el lector las Metamorfosis de Ovidio y verá la de Hermafrodito, cuando se baño en la fuente. El Dr. Alfonso Méndez Plancarte, nuestro llorado, inolvidable amigo, en su nota a este punto -página 433 del primer tomo de las Obras Completas-, cita pertinentemente el poema latino, libro IV, versos 285 a 388, y dice: "La fuente de la ninfa Sálmacis no <<Daba alientos varoniles>>, sino trocó a Hermafrodito de <<varón >> en <<semivarón>>". Exacto, mas también lo es que el trueque fue porque Sálmacis, enamorada del efebo, obtuvo de los dioses el absurdo favor de fundir su cuerpo en el del amado, que se convirtió en un ser híbrido, a la par hombre y mujer, y en tal sentido ha de entenderse lo de "daba alientos varoniles"; no al mancebo, sino a la ninfa se los dio, con la contrapartida de quitárselo a aquél. Sólo a una ninfa, sea dicho de paso, pudo ocurrírsele tal disparate. Equivalente a su belleza era su tontería. Diviértase el lector en recordar los casos de equivalencia análoga que le haya sido dable conocer para contento y desesperación suyos.

    Vengamos ahora al otro punto. Nos lo brinda uno de tantos rasgos fantásticos, atañederos a la zoología, que encontramos en las composiciones de la "Décima Musa".

    Durante la Antigüedad y la Edad Media fue creencia corriente la de que existía un monstruo llamado basilisco, que con sólo mirar mataba. Otros decían que bastaba su silbido para causar la muerte. Mas su poder era nulo si el hombre le veía antes de que él al hombre, y la lógica incipiente descubrió el medio facilísimo para exterminarlo: si se le presentaba un espejo recibía reflejada su mirada y perecía. El único animal que le amedrentaba era el gallo: cuando oía el canto de éste se hundía en las profundidades de la Tierra. Habitaba en las grutas y de ello ha inferido el escepticismo científico que tal creencia debió de tener por origen los gases mefíticos que suele haber en ciertos antros: más de un ser humano de remotos tiempos hubo de perecer así, sin causa aparente, sin lesión visible; de esto a imaginar la muerte producida por la acción de un monstruo de poder letal, sólo mediaba un paso que la fantasía del medroso hombre primitivo franqueó rápida y fácilmente.

    Según algunos Padres de la Iglesia -dicen las enciclopedias que nos permiten este alarde erudito-, el basilisco era símbolo de la mujer depravada, la cual, con sólo ser vista, corrompe.

    Sor Juana le menciona una que otra vez. En el romance a la Condesa de Paredes, que comienza: "excusado el daros años" -versos 21 a 24-, hace votos hiperbólicos por que la Virreina viva muchos, "más que el cuello de Medusa, / Vertió venenosos hilos / Que cayendo en rojas gotas / Levantaron basiliscos". Este símil plantea un pequeño problema.

    Según Ovidio en el citado libro IV de las Metamorfosis, cuando Perseo decapitó a Medusa, cuya cabellera había convertido en serpientes Minerva, de la sangre derramada nació Pegaso, o del cuerpo de la Gorgona, según Apolodoro de Atenas en su Biblioteca -libro II, capítulo 4-. El héroe montó en el alado corcel y voló por el espacio a lo largo de Libia, llevando en la temible testa. Las gotas de la sangre que de ella caían, trocábanse en serpientes, explicación "evemerista" de la abundancia de tales reptiles en aquella comarca. Pero ni Ovidio, ni Apolodoro -que no menciona ese viaje- dicen que las gotas nacieron basiliscos. Era creencia medieval que este monstruo nacía de un huevo sin yema puesto por un gallo -según otros, de un huevo de cáscara blanda puesto por un gallo viejo- y empollado por un sapo en el estiércol. ¿Cuál sería, pues, la fuente de información de Sor Juana? ¿No viciaría su cita la reminiscencia de la profecía de Jeremías (VIII, 17) donde se lee la amenaza Jehová: "Yo os enviaré serpientes y basiliscos que no podrán ser conjurados"? De señalar es que las traducciones modernas de la Biblia, más exactas, reemplazan el basilisco por el áspid 1.

    Queda levantada esa pieza para que algún docto "sorjuanófilo" la cace con una perdigonada de referencias eruditas.
 
 
 

Febrero de 1956
 

 


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