“Víbora de vapores espantosa”
 
 
 
 

Aunque el incesante escudriñamiento parezca haber sacado a luz cuantas riquezas atesora la obra de los escritores clásicos, algunos recovecos pueden estar mal explorados, y acaso el humilde “pepenador” encuentra allí con qué llenar su esportilla.

    Ha poco hemos vuelto a leer el Epinicio gratulatorio que Sor Juana Inés de la Cruz envió al virrey Conde de Galve con motivo de la victoria alcanzada por la Armada de Barlovento, el 21 de enero de 1691, sobre los franceses que habían invadido la isla de Santo Domingo. Su verso 29º menciona al rayo con esta inesperada imagen: “Víbora de vapores espantosa”. En otras condiciones habíamos pensado vagamente: “Sor Juana creía formado de vapores el rayo”, y habíamos proseguido la lectura. Mas ahora nos ha detenido la reflexión: vale la pena, nos hemos dicho, hurgar un poco ahí.

    Tomemos el problema desde el principio. Dice la poetisa: “Así preñada nube, congojada / De la carga pesada / De térreas condensada exhalaciones, / Sudando en densas lluvias la agonía / Víbora de vapores espantosa, / Cuyo silbo es el trueno / que al cielo descompone la armonía-, / El pavoroso ceño / Que concibió la máquina fogosa / Que ya imitó después la tiranía / En ardiente fatal artillería, / Rasga, y el hijo aborta, luminoso, / Que en su vientre aun no cupo vaporoso”. Si bien “máquina fogosa” -máquina “llena de fuego”, o “que abrasa”- parece aplicarse al rayo, el detenido análisis del texto conduce a entender que lo formado por las condensadas exhalaciones de la Tierra es la pesada carga de la nube, esto es, el rayo. En el soneto en que Aplaude la ciencia astronómica del P. Eusebio Francisco Kino es al viento al que Sor Juana lo atribuye: “Aunque es el rayo claro, cuya dura / Producción cuesta al viento mil querellas”.

    ¿Era error suyo o lo era de su tiempo?

    Nos da la respuesta don Carlos de Sigüenza y Góngora: en el capítulo XVI de su Triunfo Parténico opina parecidamente: “Y cual suele el rayo, que subió vapor, reventando en el seno de la nube, hacer el estrago antes de que se perciba el estallido”.

    Sorprende aquella opinión porque los poetas de entonces sabían que el rayo incendia. Góngora, en el romance intitulado “En la muerte de Doña Luisa de Cardona, monja en Santa Fe de Toledo”, alude a la supuesta inmunidad del laurel: “El árbol cuyas ramas / No temen rayo ardiente.” Ígneo es también el rayo, y no vaporoso, para Cervantes. En el Viaje del Parnaso álzase la tempestad y ve el poeta como “la tierra, el agua, el aire” se turban, y aun el fuego / Vi entre rompidas nubes azorarse”. Henos, pues, lejos de los “vapores” y de las “térreas exhalaciones”.

    Tal aserto de Sor Juana y de Sigüenza es tanto más sorprendente cuanto que ya el canónigo don Sebastián de Covarrubias y Orozco, en su Tesoro de la lengua castellana o española, publicada en Madrid en 1611 y allí reimpreso en 1674 con adiciones hechas por el P. Benito Remigio Noydens, definía el rayo, en latín, en forma que puede traducirse así: “ígneo estallido de las nubes”. Cierto es que, en castellano, soslayaba el problema: “Díjose del nombre latino radius, que vale <<rayo>>“, y porque a semejanza del Sol cuando rompe de la nube, va echando aquellos rayos de resplandor, se llamó rayo. Cuando se ha hecho un grande estrago súbitamente, decimos que ha sido un rayo del cielo. Es símbolo del temor y espanto de la venganza de Dios; y así los gentiles pintaban a Júpiter con un rayo en la mano diestra, y le daban por epíteto “altitonante”. Diremos de pasada que no en vano han caído sobre tal epíteto casi tres siglos y medio, pues quien lo usara hoy parecería afectado, pero en el Viaje del Parnaso lo aplica Cervantes a Tejada: “De altitonantes versos y sonoros, / Con majestad en todo levantada”. Los anotadores identifican al poeta elogiado tan hiperbólicamente: es el doctor Agustín de Tejada Paez; apenas dejó huella en la historia de la literatura española, mas arrimado al buen árbol Cervantino, buena sombra le cobija: en el Viaje perdura su nombre, y en las Flores de poetas ilustres de España, antología formada por Pedro de Espinosa, cuya primera parte apareció en 1605.

    Añadiremos que don Francisco Rodríguez Marin, a propósito de aquel epíteto, en su excelente edición del Viaje cita estos versos de La Mosquea, obra de José Villaviciosa publicada en 1615: “A la deidad divina se querella / De sumo altitonante omnipotente”. El pleonasmo del primer verso y la catarata de adjetivos del segundo, con su onomatopéyica alusión al trueno, casan bien con el tono burlesco del poema.

    Como se ve, apenas se entresaca de algún libraco una cita, otras se le enganchan, al modo de las cerezas.

    Aquellos “vapores” y “exhalaciones” flotaban, por decirlo así -y perdónese el juego de palabras-, en el aire de la época. Poco antes, el doctor en Medicina don José Escobar Salmerón sostuvo que el cometa de 1681 estaba formado de “las exhalaciones de los cuerpos muertos y del sudor humano”. Aquí el seudo sabio pasó los límites de lo permitido, y don Carlos de Sigüenza y Góngora, que combatió como supersticiosa la creencia de que los cometas presagiaban daños, no se molestó en rebatir tan “espantosa posición”. También esto de los cometas merece verse un poquillo de cerca. No desplacerá ello al lector, por poco aficionado que a las antiguallas sea.

    Como es sabido, Sigüenza, en su Manifiesto filosófico sobre los cometas, despojados del imperio que tenían sobre los tímidos, impreso en 1681; en la Libra Astronómica y Filosófica, sacada a la luz en 1691; y en el Belerofonte Matemático contra la Quimera Astrológica de don Martín de la Torre, que no se imprimió y cuyo texto no ha llegado hasta nosotros, arremetió contra aquella creencia vulgar. Pero el mismo la aceptaba como símil poético, pues en el capítulo segundo del Triunfo, dice: “Corría el año de 1618, célebre en las modernas historias por haber en él aplaudido el cielo con las lenguas luminosas de repetidos cometas el religioso celo de Felipe III.”

    También Góngora parece dar ascenso a la conseja. En su carta del 17 de diciembre de 1619 a don Francisco del Corral, anuncia: “novedades se esperan para los reyes, porque la estrella de los magos ha de ser cometa para algunos”. En el soneto que trata “De la brevedad engañosa de la vida”, leemos: “Que presurosa corre, que secreta, / A su fin nuestra edad. A quien lo duda, / Fiera que sea de razón desnuda, / Cada sol repetido es un cometa. “Entiéndase: cada sol, esto es cada día, nos anuncia el fatal acercamiento de la muerte. El soneto intitulado En la jornada de Portugal comienza así: “¿En que año quieres que plural cometa / Infausto corta a las coronas luto, Los vestigios pisar del Griego astuto?” Éste, claro está, es Ulises, supuesto fundador de Lisboa a la que por eso llamaron Olisippo. Y el “plural cometa”, según nota de don Antonio Chacón en el manuscrito gongorino que lleva su nombre, alude a que “habían precedido dos cometas y las muertes del emperador Matías y la de la emperatriz Ana, su mujer”. El emperador, sobra añadirlo, era el de Alemania.

    Un amigo de Sor Juana y Sigüenza, el P. Antonio de Robles, en su curioso Diario de sucesos notables, recoge una y otra vez esa patraña, en forma tal que parece darle crédito. Pondremos aquí un par de referencias. El 24 de septiembre de 1668 resume, como acostumbra, las noticias llegadas en la flota procedente de España, y entre ellas la siguiente: “Que en Argel el día 25 de diciembre del año pasado vieron dos cometas, el uno muy abominable y sus horas limitadas; la primera vez se vio a las cinco y media de la tarde, y el día siguiente a las doce y media se vio el sol eclipsado, y a la tarde a las seis y cuarto salió un cometa con más horror que la primera vez, echando de sí tantos volcanes de fuego, que se veían claramente las montañas, de suerte que no le hiciera ventaja el día más claro; el día 28 del dicho llovió sangre tres horas, y se vio el sol eclipsado que amenazaba la ruina; el día 29 con un terremoto horrible destujó la majestad de Dios Nuestro Señor más de trescientas casas, y las mezquitas donde hacían oración a su falso profeta Mahoma quedaron demolidas y arruinadas, y el día 2 de enero de este año reinaban con las mismas crueldades los cometas; el día 3 del dicho se destruyeron en la distancia de cincuenta leguas en contorno más de doscientos lugares que quedaron demolidos, pereciendo casi todos sus habitadores”. El 8 de mayo de 1674 trae, del mismo origen, esta noticia sobre otro temblor de tierra sobre Argel: “Vieron los soldados que están toda la noche en guardia de la ciudad, una señal en el cielo de un dragón o una culebra de fuego que todo el oriente no era más que puro ardor, y el dragón cayó en el mar, y en aquel instante fue el primer temblor.”

    Pero también había antaño personas sensatas que reaccionaban contra la añeja superstición. “Un elegante ingenio cuyo nombre, aunque aquí se calla, bien podía manifestarlo su gran espíritu” -dice Sigüenza-, ganó un premio en el Certamen Tercero de los que a principios de 1682 organizó la real y Pontificia Universidad de México y cuya crónica, junto con la de los celebrados en 1683, forma el “Triunfo Parténico”. En la segunda de las seis octavas premiadas, el anónimo poeta escribe: “Sin temer presagiante aquel cometa / Que inficionó tal vez al mismo cielo”.

    Lejos nos ha llevado el vagabundeo por las páginas de viejos libros, a partir de un solo verso de Sor Juana. Y es que tal materia resulta inagotable. Hállase abierta al celo de los investigadores y todos pueden recoger riquezas en ella. Un trabajo utilísimo está por hacer: el “Vocabulario de Sor Juana Inés de la Cruz, análogo al de Góngora, recopilado por don bernardo Alemany y Selfa, y al de don Leandro Fernández de Moratín, establecido por don Federico Ruiz Morcuende, ambos editados por la Real Academia Española. Otra empresa de alta erudición será la de precisar las “fuentes” de Sor Juana, tema para un brillante doctorado en letras. En cada caso, quien a buen término las lleve encontrará la más alta recompensa a que en tales cuestiones sea dable aspirar: el renombre de docto.
 
 
 

Abril de 1952
 
 
 

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