El Dolmen
 
 
 
 

    Una visita al dolmen de Bagneux. El clásico pueblo francés, alineado a ambos lados de la carretera, tranquilo y quieto, con la iglesia -una iglesia dormida donde se robustece la fe- frente a la alcaldía donde lo más importante es el zumbido de las moscas, con el indispensable monumento a las víctimas de la Gran Guerra, pretexto para que se inmortalicen el alcalde y los consejales que acordaron su erección...

    El dolmen: una cueva artificial hecha con formidables losas de piedras apenas labrada, espesas de un metro; cuatro masas colosales, izadas a tres metros y medio sobre el suelo de tierra apisonada, techan el recinto que tiene veinte metros de largo y siete de ancho. Y ante la obra informe y prodigiosa -que esas cifras reproducen como una fórmula resume un producto químico- se siente no ya la emoción de lo viejo, sino la de lo desconocido. ¿Cuáles pueblos, que no dejaron en la Historia más que hipótesis de su paso, arrastraron estas enormes losas de cinco toneladas desde la cantera a aquí? ¿Cómo las elevaron?... Templo de un dios provisional, huella del tanteo de los hombres hacia la Verdad que se acercaba, cavidad que escuchó el gemido del viejo dolor humano, rastro perdurable del esfuerzo de razas que desaparecieron llevándose sus secretos... Estas piedras que los líquenes tiñen de oro antiguo y de verde tísico ¡han visto tanto en sus cuatro mil años de vejez! Y me ven ahora pasar a su lado, acariciarlas largamente con sus dedos, untar en ellas mis miradas en las que cabalgan pensamientos, y partir, en este atardecer suave en que el viento ensaya sus violines en los árboles y el cielo se ha teñido a trechos de color pizarra al rozar los tejados de Saumur, con una mirada última por encima del cercado que perfuman las rosas, para nunca más volver...

 
 


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