Malmaison
 
 
Las sombras de la Malmaison
 
 
Hay nombres en los que toda una época se resume como las flores en una gota de aceite esencial. La Malmaison es el Consulado de Bonaparte. Antes del siglo XVII fue guardia de bandoleros: Malmaison, "mala casa". Después de 1799, lógicamente vino a vivir en ella Napoleón. Pero el recuerdo del Corso no logra llenar este recinto como llena el de Luis XIV a Versalles o el de María Antonieta al Trianon. Apenas si la sombra de Josefina despierta una piedad distraída hacia la amante que, al saber el éxito de su marido en Marengo, plantaba un cedro para testimoniar su regocijo, y hacia la repudiada que distraía su dolor y su humillación cultivando exóticas plantas... ¿Emoción? No. La curiosidad con que revisamos en el ropero de la abuela las reliquias heteróclitas de otros días que ya no podemos comprender.

    Cruje la grava del jardín con rezongar de viejo servidor. Florecen sobre los prados, como los lirios de hierro del cuento rubeniano, letreros administrativos. El palacio, de color marfil y acero- las paredes, y la techumbre de pizarra- rodeado de húmedo verdor, es cual una alhaja montada en un cerco de esmalte, una de esas alhajas de familia, preciosas y sin valor intrínseco. Si las casas toman la fisonomía de sus habitantes, no es de extrañar la desnudez, la uniformidad de cuartel que muestra la Malmaison: los liños de cónicos cipreses que llevan hasta la entrada fingen una guardia de grognards...

    Al pie de la escalera- se comienza la visita por el segundo piso para acabarla en la planta baja- un banco donde se sentaba Napoleón en Santa Elena levanta un rumor admirativo. No tiene ni respaldo ni asiento, pero no importa ¡un banco que soportó las nostalgias guerreras del Gran Vencido!... Y un apoplético señor, a hurtadillas, estrujándose sobre la barra de hierro que canaliza al público, roza con un dedo angustiosamente rígido la madera, para asombrar después a su familia mostrándole el pedacito de su piel consagrado por el maravilloso contacto...

    Por entre gouaches de batallas napoleónicas suben despacio los curiosos. Segundo piso. Aquí era donde se alojaban los invitados. Napoleón tenía doble llave de cada puerta, y cuando Josefina estaba ausente se divertía entrando en las habitaciones de las damas sin anunciarse. La anécdota explica su idéntica manía de entrar sin permiso en las capitales de Europa. ¿Recordáis aquel marqués de una farsa de Valle-Inclán? Viejo y filósofo, le precedían toses incurables cuando se acercaba al gabinete de su joven esposa, la Marquesa Rosalinda. Pero era, solamente, un marqués del siglo XVIII...

    Exposición de papel tapiz de la época revolucionaria. Descubrimiento: ¡Existen coleccionistas de papel tapiz! Hubiéramos creído que los de sellos de correo acababa la serie de los maníacos. Cuatro o seis salas con vitrinas, y en ellas todas las rebañaduras del fetichismo. Autógrafos del Aguilucho con letra de amanuense atento y con simpáticas faltas de ortografía como las de una muchacha que escribe su primera carta de amor. Deliciosos trajes de Josefina: ligera espuma rociada de plata. Zapatillas de raso que evocan los cuadros de David donde sonríen las bellas mariscalas. Un sombrero de Napoleón, parduzco, rapado, fustigado por todos los vientos y dardeado por todas las lluvias, que parece esperar el monólogo del Príncipe de Metternich con versos de Rostand. Un sable muy corvo, como los que inmortalizaron a los Desaix y a los Kléber, joya sin precio, hasta donde puede ser joya un sable: vaina de cristal de roca, un puño de oro cincelado, y en la hoja los nombres de los emperadores del Sacro Imperio; cosa grande fuera recibir una lección- una lesión- con ese extraño manual de historia...

    En el primer piso se conservan recuerdos del Segundo Imperio y de la familia Bonaparte. Algunos con valor intrínseco, raramente con mérito artístico. Es el recuerdo, el más convencional de los sentimientos, el que les da interés. Generalmente los objetos históricos son de una desconsoladora fealdad. Cabe considerar el muy hipotético mérito de haber pertenecido a un hombre célebre cuando el objeto fue instrumento en la obra que le inmortalizó: los pinceles de Velázquez o la pluma de Cervantes nos enseñarían cómo pinceles sin importancia crearon "Las Meninas" y cómo de una pluma igual a cualquier otra salieron las dulciamargas filosofías del Quijote. Pero ¿ qué puede quedar para enseñanza de los hombres futuros en las gastadas telas de un sillón o en el mármol de una tinta de baño?...

    Un cuarto reproduce con muebles de la época y la tapicería auténtica, la recámara del Primer Cónsul en las Tullerías. Las sedas de los sillones, el terciopelo de las paredes, hasta la caoba de que están hechos los muebles, tienen un color rojo oscuro que simboliza, se diría, las gradas de Saint Roch, Jaffa, el foso de Vincennes, las batallas, los muertos innumerables...

    El resto de las habitaciones del primer piso, y las de la planta baja, han sido más o menos reconstruidas, aprovechando lo que dejaron de la decoración primitiva los furiosos combates de 1870 que casi destruyeron el palacio. El guía repite su disco de fonógrafo, dirigiendo la admiración automática de los visitantes: las treinta miradas fijas en el dorado lecho donde murió Josefina en 1814- según él dice; en realidad es una reconstrucción- a una voz de mando se vuelven hacia la chimenea, convergiendo sobre el jarrón de Sevres, fatal adorno de todas las habitaciones históricas frente a los gobelinos indispensables. En otros sitios irrita la charla anodina del cicerone; aquí no: subraya el carácter del lugar. El imperio necesitó improvisarlo todo, e instintivamente este rígido estilo, frío y marcial, surgió desenterrado de Pompeya para alejar a los decorados reales, sombra de Banquo...

    La imaginación trata de poblar estas salas con mujeres semidesnudas en sus vaporosos vestidos de tul, y con húsares constelados de oro, mientras un hombrecito pensativo con uniforme verde y rojo, y calzón blanco, hunde una mano en el chaleco entreabierto... Pero es en vano. Ninguna sombra acude al conjunto evocador. Las amedrenta el implacable disertar del guía. Barras de hierro dirigen y regulan al público. Y apenas es dable contemplar pensativamente el arpa de oro donde Josefina comentó con pizzicati los poemas de Ossian, y cuyas cuerdas se dispersaron en las vitrinas de los coleccionistas, el suntuoso servicio de mesa, en mármol, ónix y bronce, ofrecido a Bonaparte por aquel grotesco monarca que perdura en una bella plaza de México porque Tolsa le inmortalizó... Los cisnes que amaba Josefina se encorvan en los brazos de los sillones desteñidos. Y en el trono, la N del respaldo anuncia: Nihil. Porque estas salas fueron etapa del Gran Vencido en la marcha hacia la expiación. Diez días después de Waterloo, Napoleón pasó aquí dos noches. De aquí partió a embarcarse en el Bellerophon. Empezaban a podrirse los sesenta mil muertos de la batalla, y en las calaveras se insinuaba la risa vengadora...

        Los tallos secos de la rosaleda aguardan a Abril para vestirse de gala. Cada uno tiene una etiqueta como un emigrante en Ellis Island. ¡Delicia de la tarde en el parque tranquilo! Nunca pasa nada en él: jardineros y guardas lo cuidan como se adorna una virgen en la espera del marido que no llega. El cedro de Marengo perfila contra las nubes sus hojas alambrosas, y los tronos descarnados de los árboles se alzan cual cariátides. Sin esos puntales que lo soportan, el cielo se desplomaría pesadamente cual un ave muerta sobre el encendido ocre de la tierra, sobre los prados que remozó la lluvia. Junto al estanque inmóvil, lámina de charol, una estatua de Neptuno y un banco musgoso componen una litografía sentimental. Lejana suena la música de la cascadita... Y se piensa en la frase del buen viejo Huysmans: en el fondo, la belleza de un paisaje está hecha de melancolía.

    Un busto enorme de Napoleón se enfrenta al palacete, en un claro de la arboleda. Tras él, la perspectiva se alarga sin fin hacia el Poniente. En los luminosos días del verano, el ocaso pone un haz de resplandores en torno a la silueta de bronce: sangre... Pero también: oro; el recuerdo, se diría, de quienes perdonaron, como el Flambeau de Rostand, la causa de la gloria...
 

 


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