Saint Cloud
 
 
 La civilizada floresta de Saint Cloud
 

    El encanto de un paseo en un jardín es que no conduce a ninguna parte. El paseante que viene a Saint Cloud, con la sonrisa colgándole de los labios como un cigarrillo, ejercita una actividad desinteresada. El parque le brinda un sabroso coctel: bosque ajardinado o jardín boscoso. Los árboles de sus avenidas, esmaltados por el verano, tienen copas arquitectónicas cual los arbolillos de juguete de Nuremberg, y las ramas cortadas a igual nivel del suelo, como el unánime bobbed-hair de la girls de un music-hall. Restringen así su expansión natural, igual que la gente bien educada, hasta donde no molestan. Bajo ellos, todo es soledad. Mientras no llegue septiembre y con él la bulliciosa feria de los Mirlitones que, desde principios del siglo XVIII, esparce bajo las frondas su estruendo de orquestas baratas, sus cohetes vehementes y sus parajes fustigadas por súbitos apremios, Saint Cloud es la muy amable y muy civilizada floresta donde filosofaron una tarde el incomparable Jacinto y el buen José Fernández, cuya biografía nos cuenta Eça de Queiroz.

    Girones de historia se enganchan a su nombre como vedijas de lana en una cerca de alambre de púas. A Saint Cloud vinieron, por entre los renglones de Los Miserables, Tholomyés y Fantina, con sus ruidosos amigos. Este parque tan dulce ha sido sangriento y fatal. En casa de campo de los Gondi, derribada en el siglo XVII para edificar el castillo, fue asesinado Enrique III-¡ oh jóvenes lectores de Dumas y de Zevacco! En el castillo dio Napoleón el Golpe de Estado del 18 Brumario que debía hacerlo Emperador. De aquí provocó Carlos X la revolución de 1830 que liberaría a Bélgica, ensangrentaría a Polonia y derribaría del trono al último Borbón francés. Napoleón III declaró en él la guerra a los prusianos, en 1870. ¡Y tantas efemérides más!...

    Los grabados del siglo XVIII nos muestran al palacio entre la arboleda como un faisán en la salsa, mientras damas con anchos vestidos, cuyas colas alzan los pajecillos, y señores que apoyan la mano en el bastón con amplio gesto, contemplan al río donde una galera espanta a los cisnes enormes como avestruces, y donde los pescadores intentan - ¡igual que ahora!- pescar a uno de los siete peces que, según la leyenda, hay solamente en todo el Sena. Pero del palacio no queda más que el sitio, marcado en el plano con líneas de puntos, y sobre el terreno con filas de cipreses recientemente pintados de verde... Ardió en octubre de 1870 - el 13, señores supersticiosos -, cuando los prusianos sitiaban a París.

    ¿Por qué ese extraño nombre: Saint Cloud? Francia es fecunda en esos santos de leyenda borrosa que encantaban a Anatole France, cuyos nombres ningún padrino se atreve a proponer en día de bautizo: Uen, Maclú, Añán, Aví, Bonete, Blin, Cernino, Pretextato... En cuanto a Saint Cloud, he aquí su historia: Clodoaldo, hijo de Clodomiro, rey de Orleans y nieto de Clovis - es el Larousse quien dice todo eso; yo me lavo las manos- para escapar a sus tíos Clotario y Childeberto, quienes asesinaron a sus hermanos- pías costumbres del siglo VI-, se retiró a Novigentum, donde fundó un monasterio. A su muerte fue su sepulcro fuente de milagros. Y Clodoaldo se volvió Saint Cloud, héroe epónimo. En la iglesia nueva, edificada al mediar el siglo XIX, se conservan sus reliquias, ¿comprenderá el viejo abad de hace 1400 años a nuestras civilizadas almas?...

    El pueblo se encarama en el flanco de una colina que sube hasta cien metros sobre el río. Muchas de las calles son escaleras, como en Montmartre. El agudo campanario parece anunciar por todo el valle a una marca de lápices famosa. Por encima del frontero bosque de Bolonia le hace signos amistosos el anuncio de Citroen, en la torre Eiffel. Al pie, un busto de Gounod- que murió en Saint Cloud hace 32 años- despierta involuntarios recuerdos en el visitante, y todo el paisaje entre Meudon y Suresnes parece alrededor del campanario, arrebatado por los valses de Fausto...

    Al borde del parque y del pueblo se escurre el Sena. Es el mismo que encontramos en Charenton, el mismo que encontraremos en San Germán. Antes o después, ya no es "nuestro río". En Ruán, por ejemplo, agua abajo, o en Melun, agua arriba, no es indiferente. Refleja otro cielo. Tomó otro acento. Perdió la gracia parisiense, lo indefinible que es el encanto de la Isla de Francia. Aunque vagabundea y se esconde tras aquella punta luminosa de verdor y ondula en el paisaje como la cola de un gato mimado, sabemos que no nos será infiel: nos esperará a la vuelta, tendido al sol. Su línea blanda, su tersa y gris superficie, calman a la mirada de la agitación de líneas, del hacinamiento de volúmenes que son la arboleda y las construcciones humanas. El robusto puente de Saint Cloud - el siglo XVIII tuvo las costumbres ligeras y la arquitectura pesada -, le ata al paisaje sin esfuerzo, antaño, grandes redes bajaban hasta el lecho, entre los arcos; y cada día la pesca revelaba un secreto...

    Olor alegre y bueno del parque, olor a sol. Bajo la arboleda, la luz es líquida y dulce como un trémolo de oboes. Tiemblan las hojas con un batir d alas, y los marroneros, con sus manecicas verdes, de seis dedos, dicen: ¡Bienvenido! al llegar, ¡Adiós! al partir... A la música de los mirlos y al jubiloso grito de las golondrinas, se mezcla el redoblar del tren, como en una partitura de Prokofieff. Suben y bajan por un diagonal rayo de sol los ángeles que vio Jacob, pero si nos acercamos veremos sólo insectos que zumban en paz: no hay que acercarse mucho a los ángeles... En rincones herbosos y olvidados, donde el Tiempo jardinero puso un inimitable toque de color y de melancolía, papeles grasientos y latas de conservas guardan un eco del espeso regocijo dominical.

    Subimos hacia la parte rocallosa del abrupto cerro, ahí donde, una tarde otoñal, el seráfico Vate Frías rivalizó en agilidad alpinista con la gamuzas, trepando por un talud casi vertical, untando su perdurable sonrisa con la miel de los versos de Díaz Mirón... Las peñas, canosas de musgo, sostienen a un puente bajo el cual se desliza el hondo camino como un cinturón por una hebilla. Pero ni aun cuando quiere aparecer agreste deja el bosque de sonreír, como el poeta.

    Del pretérito esplendor quedan en Saint Cloud las cascadas, solemnes notarios. Estatuas roídas por el tiempo, que suavizó la tiesura original, mascarones de viejos que babean - la boca rectangular, las barbas inmensas- igual que abonados ante las coristas de un music-hall, dragones de hierro ensangrentados por el óxido como por la invisible lanza del Caballero San Jorge, ranas de piedra con hueca lengua de plomo, arcos, escaleras, balaustradas, todo se funde en el conjunto arquitectural como los instrumentos en el tutti de una orquesta. El llanto de una fuente, herida por las flechas de las golondrinas, bajo las gotas de cristal de los mirlos, se antoja pobre: tanta piedra requiere las eses estruendosas del torrente. Los días de fiesta la cascada se pone su chorrera de encajes, tal una abuela que ensayara los vestidos de su juventud.

    Cercano, está el estanque cuadrado del Gran Surtidor. En el agua verde jade, rizada por el viento como la piel de lujo que encuaderna a un libro dilecto, hay archipiélagos de periódicos entre arrecifes de algas. Las llamas rojas de los ciprinos subirán quizás, cual fuegos fatuos... Disimulándose en el fondo del estanque, un grueso tubo avanza desde un ángulo: descubrimos así la trampa, lo mismo que espectadores mirando a un prestimano desde la primera fila de lunetas. Un coro de árboles tiende las ramas hacia el chorro como hacia un tenor. La pluma blanca, que cantó el dieciochesco abate Delille, hirviendo con rumor de seda rota, sube a 42 metros, mucho más alto que los más altos árboles. En la punta podría sostener a un hombre, igual que el chorrito de agua de los tiros al blanco sostiene a un cascarón. La sombra verde y el rumor sedeño se dirían hechos para encuadrar a los ensueños de lánguidas vírgenes danunzzianas. Pero a la barandilla de hierro se acodan muchachas robustas y sanas, que muerden antirrománticamente pan con chocolate...
 

 


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