Isla de Francia
 
 
 
Porcelana de Sevres

 

    Lo que el hombre realiza más perfecto en belleza es lo frágil, a su semejanza: el mármol de Milo o de Samotracia, los vitrales del medioevo, los encajes, los bibelotes de porcelana; en el museo de Sevres - un palacio de fealdad republicana, híbrido de hospital y de cuartel, que se destaca sobre el verde espeso del parque de Saint-Cloud -andamos de puntillas. Se prohibe pisar fuerte y toser recio, como fumar en un garaje, para no despertar la catástrofe...

    Es preferible ir a Sevres en vaporcito, desdeñado el ferrocarril y los tranvías, cotidianos y tristes, y el automóvil rastacuero. El Sena, media luna argentada en un paisaje de acuarela que esmalta el verano, el cielo pálido y el sol amable de la Isla de Francia, preparan el ánimo para saborear la dulzura de los Sevres, como los prólogos musicales o danzados ayudan en los grandes cines a dirigir los superfilms.

    ¡Sevres! Fábrica de metáforas. En todos los álbumes de autógrafos sus pastoras son standard para muchachas sentimentales ¡Pastoras de biscuit que tienen siempre diez y ocho años y la nívea carne propicia a la rotura! De creer a esas metáforas, está en efigie en estas vitrinas media Colonia de Santa María: Lolita, Lupe, Chepina, Lucha, Cuca, Mara... Y embadurnarnos el vidrio con el vaho de los ¡oh! admirativos.

    A decir verdad, hay más platos que pastoras: siempre lo poético en derrota ante lo práctico. Hay, además, tazas patrióticas en las que Napoleón sublimiza el chocolate. Exasperantes cuadros en porcelana, lamidos, con flores más perfectas que las naturales, como sólo se ven en ciertos cuadros. Una chaise-percée que aburguesa los vasos murinos de Heliogábalo. Ramos de flores modelados en biscuit que parecen van a quebrarse -al modo del corazón de Cyrano- si les lanzamos una mirada dura. Modelos en cera roja que no resistirían a una admiración ardiente. Figuras que resumen como un epítome todo el mal gusto del fin de siglo... Otras cosas más.

    En el flanco de los jarrones el esmalte paralizó con un fatídico "Mane, Thecel, Phares" la clásica "orgía de colores": el esmalte fosiliza el color, lo hace definitivo y duro, en desafío a la luz que lo genera y devora. Así, en los flamés se congeló una llama de ponche igual que el fuego en el palacio de la Bella Durmiente. Y esos árticos azules sobre los que se transparentan en camafeo blancos cartilaginosos, como agujas de hielo en un lago, parecen conservados en un refrigerador.

    Hay mujeres de las que sólo es dable hablar en superlativo, grandes hombres contemporáneos que merecen el pretérito perfecto: los Sevres requieren los dieciochescos puños de encaje que Buffon se ponía para escribir su Historia Natural. Guardan el paroxismo de la curva frívola y galante del siglo que amaron Darío y Verlaine: nos llega en ellos su aroma como en un billete de banco el sensual perfume de la cortesana que fuera su dueña anterior. Instintivamente, por contraste, pensamos en la joviana serenidad de las locomotoras: las máquinas, por antonomasia. Al otro extremo del esfuerzo humano, los Sevres: la delicadeza infinita.

    Acaso el encanto de los Sevres sea su adorable, su completa inutilidad. Más que la escultura, más que el cuadro, son adorno puro. Por eso su forma perfecta es el jarrón o el bibelote. En vajilla son un contrasentido. ¿Qué caldo será bastante refinado para esa sopera? ¿Qué ambrosía suficientemente olímpica para esos platos sin precio?... Como de los viejos libros o de los timbres de correo de la Isla Mauricio, hay ediciones de las cuales sólo quedan ya contados ejemplares. Los Sevres son los aristócratas de esa familia cuyo más humilde representante es aquella tumba que en su épica borrachera veía el gran José Fernández Lorena de Noroña y Sande, tendido sobre el lecho de Don Galión: redonda, de porcelana y con asa. Todos los humanos somos del mismo barro, evidentemente, pero de la Marquesa Casatti pasando desnuda, turbadora y magnífica, en el baile de la Ópera, al australiano del Golfo de Carpentaria, media el abismo zoológico que separa a las especies. De un Sevres a un aislador telegráfico ¿no hay gemela diferencia?

    En el Museo Cerámico de la Manufactura seguimos el lento despertar de la Humanidad, desde los cacharros, cosecha de tumbas egipcias, etruscas, aztecas o peruanas, al tintero monumental de Carrier-Belleuse que sirvió para firmar el tratado de paz con Turquía. Paralelamente al barro inerte, el barro humano se alzaba a su clímax. Nunca alcanzará mayor gracia, uno y otro, que en el paréntesis del "milagro griego". Ocre y negro, el vaso de la Hélada -ánfora, crátera, rhyton (ampliar la cerámica), copa llegó a la perfección-. El hombre no ha podido, después, sino repetirlos o encontrar una belleza inferior a la de esas líneas simples e insuperables.

    Las vitrinas guardan preciosa cascotería desenterrada a precio de millones; las vajillas complicadas con reptiles, insectos y crustáceos que inmortalizaron a Palissy, fénix de su mobiliario; mayólicas hispano-moriscas con reflejos metálicos gemelos del irisado de los vidrios tombales; fayenzas del renacimiento italiano que fascinan como una linda coqueta; loza de Nevers burda y sólida en la que a veces la salsa rebañada descubría un epigrama;

     L'abbesse de Bussiere
      un jour dans son jardin
 attacha sa jarretiére
devant un capucin.

deliciosos muñecos de Sajonia ricos en inmortales coloretes, relucientes con el esmalte como una cabellera de fígaro de arrabal; platos de Ruen con un aria en el fondo como postre; Chinas cuya mágica pasta, se creía, tardaba en madurar cien años; jarrones japoneses de sonar de plata sobre los que hormiguea un pintoresco mundo de monstruos enanos en un paisaje de cuento... Toda la historia, en fin, de la cerámica, resumida en nombres que brillan como un azulejo en una calle de Puebla: Tanagra, Nevers, Ruen, Fayenza, Alcora, Talavera, Delft, Sajonia...

    En la cumbre, los Sevres: copas moldeadas sobre un seno perfecto donde se bebieron vinos especiados en cenas galantes que describiera Crebillon y pintara Pater; vasos tan finos que no sería posible llevarlos a los labios sino en estado de bello pecado mortal y que se rompían si se vertía en ellos vino emponzoñado; jarrones suntuosos en los que el bronce disimula su dureza para acariciar la fina pasta; bibelotes donde revive todo el siglo XVIII empequeñecido por la distancia... ¿Para qué toda esta belleza? Creada para el placer de los que Sthendal llamó The happy few, en la era de los más, forzoso es que nadie las goce para que a todos nos toquen partes alícuotas. Tras el vidrio, podemos saciarnos de ver las piezas: nunca serán nuestras... Es justo que así sea, pero envidiamos a aquel admirable maníaco, amigo de Burne-Jones y de Dante Gabriel Rosetti, al que encontraron no ha mucho muerto de vejez y de miseria entre su espléndida colección de obras de arte, y que mojaba en leche sus bizcochos en una copa de oro cincelada por Cellini.

    Lo más absurdo que produce Sevres, lo más adorno, es el jarrón: al nacer, crean en el espíritu de los hombres la angustia que durará tanto como ellos: la angustia de verlos romperse. ¿Para qué Gargantúa podría servir el jarrón blanco de tres metros quince centímetros de alto que tapa, inútil, estupendo, formidable y ridículo, una de las ventanas del museo?... ¡Ansia de agigantarse del pobrecito animal humano, que quisiera reproducir el pez de Jonás a tamaño natural!

    El Sevres más frecuente es el jarrón azul con dorados y una encantadora miniatura en el óvalo central. Hay, en ese estilo, jarrones suntuosos, como el que cuenta los despojos hechos por Napoleón a los museos de Italia, lleno de colorines y dorados cual uno de sus mariscales. Pero el Sevres típico, y el Sevres cuya rotura trastorna la paz en una familia, en el biscuit, es decir, la pasta vitrificada sin color y sin esmalte, blanco mate, como un mármol sintético y químicamente puro. Entre ellos los bibelotes del siglo XVIII nos arroban: toda la mitología en azúcar, pastorelas en cocada, galanterías en fondant de almendra... Y entre tantas figurillas encantadoras, una adorable: la "Bañista" de Falconet, copiada del mármol de Louvre. Está lejos del mundo actual, toda atenta a ser graciosa y a ser bonita, avanzando hacia un agua imaginaria la pierna izquierda, recogidas las batistas interiores en el regazo y desnuda como una estrella. En la suave floración del seno...

Pero todo lo demás sería literatura.
 

Panteón de reyes
 

    Demasiado cerca de París, perdida en una ciudad pobre y sin encanto donde bullen setenta mil vecinos, la antigua abadía benedictina de San Dionisio no llama la atención del turista rico, cazador de kilómetros. Es como si las pirámides teotihuacanas estuvieran en la Colonia de Santa Julia: sería imposible la emoción de imaginar los misteriosos ritos, el vuelo de plumas y estandartes. Muerta como las pirámides está la antiquísima basílica, muerta con la Monarquía le dio su vitalidad al confiarle sus muertos: el 93 pasó por ella. Todas las pasiones humanas la han estremecido. Desde saqueos hasta restauraciones ha sufrido yodas las barbaries. Fue Templo de la Razón, depósito de cañones, teatro de saltimbanquis -¿cómo se ajustarían farsas y cirquerías al austero decorado gótico?-, almacén de harina y forrajes... Incluso la explosión que en 1918, desde la Courneuve, a tres kilómetros de distancia, ametralló sus viejas piedras y destruyó sus vitrales, diríase nos sé que enemigo intentó del Destino. Sus setenta y tres abades, sus legiones de monjes, no dieron en doce siglos ningún salto a la Iglesia. ¿No será esa la culpa que debe expiarse?

    El buen rey Dagoberto -tan bueno que, según la canción, se ponía los pantalones al revés sin darse cuenta- comenzó el año 630 la reconstrucción de la iglesita alzada siglo y medio antes sobre la tumba del apóstol de París decapitado en el Monte de Mercurio, desde entonces Monte de los Mártires, Montmartre. ¿Recordáis que San Dionisio caminó llevando su cabeza entre las manos hasta el lugar de su sepultura? Seis kilómetros... La dorada leyenda dice que Jesús mismo vino s consagrar el templo de Dagoberto, rodeado de mártires y confesores. Y todavía se muestra el lugar por donde entró en la antigua iglesia -de la cual sólo quedan algunos capiteles de la cripta-. El edificio de nuestros días fue alzado parcialmente en el siglo XII; en el XIII, el gran abad Suger, y sus sucesores, lo terminaron después de cincuenta años de trabajo. Eran los edificios entonces como la tierra prometida para los hebreos: inaccesibles. ¿Comprenderemos a esas vidas consagradas al esfuerzo común sin utilidad inmediata, durante medio siglo, hoy se hacen rascacielos en catorce meses? Es fatigante hundirse en épocas tan remotas. Pero toda la historia es sólo una curiosidad de muchacho que espía por la cerradura...

    Para el artista, que gusta en la arquitectura el más sobrio de los goces estéticos, la basílica tiene el inmenso interés de haber sido uno de los monumentos góticos. Los cronistas cuentan el asombro de las poblaciones medievales, acostumbradas al fuerte y macizo estilo románico, ante esas arquitecturas de tan aérea ingravidez. Es la hostilidad que acogió a las construcciones metálicas de Eiffel, el asombro indignado que causó el primer rascacielos. Con todas las torpezas del primer ensayo, la revolución ojival sale en San Dionisio del arte románico. Más tarde el gótico alcanzará perfecto equilibrio en París, vertiginosa altura en Beauvais, majestuosa belleza en Chartres. Pero desde su nacimiento se muestra amparador de ensueños: en el vértice de las ojivas el hombre dejó lugar para sus quimeras: está ahí todo lo imposible. ¿Quién sabría decir el encanto de las viejas iglesias góticas? Bóvedas desmesuradas en altitud para la estatura del pobrecito animal humano pero capaces para su pensamiento; vertiginoso excélsior de los pilares que suben de un solo impulso como un cohete y caen en la curva nobilísima de la ojiva para estallar en el florón de la clave; capiteles donde se entrelazan acanto y tréboles, apios y cardos, entre basílicos y quimeras aladas, que nos hacen pasar con la cabeza echada atrás y los ojos en alto como jóvenes pájaros esperando el grano del pico materno; piedras roídas por el cincel en increíbles encajes, palpitantes con la fe robusta e ingenua de siglos acaso mejores; voz silenciosa del pasado, que, en la honda penumbra de las naves donde flota un indestructible substratum de fe, de esperanza y de caridad, se insinúa en el alma como una música lejana; celeste luz de gema líquida que filtran los vitrales y que será inefable hasta que el idioma tenga palabras-diamantes, palabras-rubíes que la expresen... Todo eso hay para el corazón que va vestido de albura, capaz de sentir, y para la mente nueva, capaz de comprender, en esas viejas catedrales que epilogan mil años, espina dorsal de la civilización de Europa, y que dieron a las generaciones a ellas adosadas el sentimiento de continuidad que crea las patrias.

    Pero San Dionisio no es sólo una admirable iglesia gótica. Es, principalmente, el panteón de los reyes de Francia. En Versalles, en Fontainebleau, en el Louvre, se ven palacios de reyes. En San Dionisio, más tranquilizador, sus sepulturas suntuosas, vacías como lo está ahora el sentimiento que las alzó. ¿Por qué vacías? Lo refiere un acto oficial. Ni Huysmans, ni Mirabeau, ni Henri Barbusse imaginaron nada que supere en frío horror a esa página. Y nuestra vida de super-civilizados, comprimidos entre setos de leyes espinosas, no ofrece aventura -subida al Everest, vuelo sobre el Polo, vuelta al mundo en aeroplano: aventuras máximas- comparable en absurdo a la que cuenta esa prosa glacialmente administrativa.

    Durante doce siglos los benedictinos de San Dionisio tuvieron el privilegio de custodiar los despojos reales, incompletos: las vísperas eran preciada reliquia en otros conventos, y los corazones, en sus estuches de plata dorada que remataba una corona, eran gloria de las comunidades preferidas. El mismo rey tenía así tres sepulcros diferentes. En 1789 había en San Dionisio veintisiete reyes y dieciocho reinas. A partir de Enrique IV los féretros de plomo no fueron enterrados, sino depositados sobre bancos de hierro, en una cripta, como cajas de vino en una bodega. Una multitud de grandes personajes, abades como Suger, cardenales como Retz, guerreros como el Condestable Duguesclin y el mariscal de Turena, habían recibido el honor de dormir cerca de los reyes el último sueño - el más agitado, probablemente.

    Un decreto de la Convención revolucionaria, en 1793, ordenó la demolición de los mausoleos regios porque, decía, "hasta las tumbas adulan a los reyes". En tres días se destruyeron 51 monumentos, obra de doce siglos. Los restos fueron enterrados en una fosa común. Los ataúdes de plomo eran fundidos en el mismo cementerio, abiertos a un lado de la basílica, y trocados en balas. ¿Quién sabe si los monarcas ayudaron así, indirectamente, a ganar la batalla de Valmy que salvó a la República?

    Poca cosa encontraron los Lord Carnavon de entonces en San Dionisio. En la tumba de Pepino el Breve había un poco de hilo de oro, pero falso. Los huesos de los más viejos reyes estaban acomodados en una urna minúscula; los cuerpos habían sido cocidos en agua con vino, y la carne, separada así, culinariamente del esqueleto, enterada con pompa en otras ciudades. Las reinas de las primeras dinastías conservaban su huso de hilanderas. Algunos monarcas guardaban en la trasvida su corona, de plata o de cobre dorado, su cetro y su mano de justicia, como reyes de baraja. Un rey, el padre de San Luis, había sido cosido dentro de un cuero de buey, como el caballeresco Ricardo Corazón de León, que revive a través de la jocunda brutalidad de Wallace Berry en la película famosa: Otro rey, Carlos VII, yacía sumergido, según la costumbre de los siglos XIV y XV, en fluido y brillante azogue. En el ataúd de Enrique II se hallaron dos corazones, uno grande y pequeño el otro: solamente uno era suyo... ¿D e quién, el otro? Una princesa de 1300 y tantos, Juana de Francia, no tenía cabeza, como cualquier chiquilla de nuestros románticos días. ¿Adónde fue, por el vasto mundo, la calavera aventurera? ¿Y adónde fueron esas reinas vetustas de las que sólo se halló un huecesillo, pulido como un alfil de ajedrez?...

    Los detalles se vuelven grotescos: el Condestable Luis de Sancerre perdió en aras de la manía coleccionista sus cabellos, peinados en tres largas trenzas. Un sabio se dio el placer de medir el fémur de Francisco Primero: 20 pulgadas de punta a punta. Y con candor de sabio deduce que el rival de Carlos Quinto era alto y robusto: eso se llama Método Experimental... La cabeza de Enrique IV fue vaciada en yeso ¡doscientos años después de que lo asesinara Ravaillac! Un guardián de la basílica -nuevo Ravaillac- le arrancó piadosamente dos dientes y el bigote, como recuerdo... ¿No se contó recientemente en los diarios de París que un norteamericano había comprado el tercer bigote absolutamente auténtico de Enrique IV conocido hasta ahora? Pero ya saldrán más bigotes por el mundo, como las setenta y cuatro herraduras del asno en que la Sagrada Familia hizo la huida a Egipto, generosamente vendidas en Portugal por el "Raposiño" que inventó Eça de Queiroz...

    De grotescos, los detalles se vuelven horrendos, Luis XIV apareció "negro como la tinta". Luis XV, "blanco como el papel"; la sal marina con que fuera puesto en conserva se había licuado. De otros féretros salía al abrirlos un horrible vapor negro que ponía en fuga a los obreros, y cuyos miasmas se disipaban a fuerza de vinagre y de disparos de fusil. No pueden copiarse otros pormenores...

    Las monarquías del siglo XIX reconstruyeron los mausoleos, pródigamente, como objetos de puro valor arqueológico o artístico. Reconstrucción a veces vodevilesca: a cada rey de mármol se le aplicó una reina de mármol. De ese arbitrario proceder, cuenta u cronista, resultaron singulares incestos de piedra, desconcertantes adulterios arqueológicos. Algunas estatuas perdieron su estado civil: el rey Carlos V recibió durante muchos años el incesto y las plegarias destinadas a su antepasado San Luis. Una estatua yacente de Enrique II, el de la barba triste, fue cambiada en un Cristo en el sepulcro. Estatuas de Santos, vaciadas en yeso, fueron catalogadas en el museo de Versalles como las efigies de los borrosos reyes con los que comienza la Historia de Francia...

    Solos, acaso, entre los visitantes de la basílica algodonada de invierno y de silencio evocamos esos recuerdos. En los altos vitrales la luz se ha perdido. Algo, quizás la sombra, bajó desde ellos y nos rozó un instante con su frío. En lo hondo de la oscuridad la llama de un cirio tiembla como una mirada. Y de pronto ¡oh civilización! se enciende la luz eléctrica y un guardián cojo muestra a los visitantes, como Francisco Primero al emperador Carlos Quinto, toda esa piedra labrada por el dolor humano, toda esa "historia esculpida", que llena apenas durante quince minutos la curiosidad de los hombres modernos, cansados de ver...
 

 


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