Algunos libros de Alfonso Reyes
 
 
 
 
 

    Hace treinta años, de regreso en París Alfonso Reyes tras larga ausencia, un escritor francés le preguntó:

    -¿Qué nos dice usted de la literatura mexicana?

    La respuesta fue exacta:

    -Que la estamos haciendo.

    A esa hechura Alfonso Reyes ha contribuido con cerca de ciento cincuenta libros y folletos, a lo largo del medio siglo de creación literaria que ahora festejamos. Ellos le han ganado lugar preeminente en las letras mexicanas y aun en las de todo el mundo de habla española.

    Sería muy difícil bosquejar -tan vasta y varia es la obra- las etapas de la evolución del insigne escritor. Su personalidad se comprenderá mejor si se examinan, aunque sea muy someramente, las diversas modalidades de su labor. Séame permitido repetir ahora algo de lo escrito en otras ocasiones; sin orden jerárquico, puesto que en todos los géneros por él cautivados muestra dotes gemelas, igual maestría.

    Comenzaré por la producción lírica, agrupada en 1952 en un volumen titulado Obra poética, que incluye el noble poema dramático Ifigenia Cruel. En términos generales, su poesía es del estilo post-parnasiano que en los países de lengua castellana se designa con el nombre de “modernismo”, pero está emparentada muy de cerca con el arte de los grandes poetas del Siglo de Oro español, Góngora principalmente. En ella se amalgaman el habla coloquial y el más selecto lenguaje, lo popular y lo culto. Ricos de substancia y muy musicales son los versos. A menudo innova, abre caminos que sus epígonos siguen. Dan esos poemas testimonio de amor a la forma pulida y a la idea pura. Una fina sensibilidad se expresa en ellos. Poseen una limpidez cristalina que no veda el colorido de las metáforas ni la variedad formal, menos aún el retenido fuego de la emoción, ni el donaire.

    Sin duda, el libro donde más agilidad y centelleo tiene éste es el titulado Minuta. Califícalo el autor de “juego poético”, y eso es: un jugueteo en torno a los episodios de un festín, desde la llegada a la acogedora casa del anfitrión, hasta... la aspirina de la que “el copetín del buen humor”, los caldos blancos y tintos, el champaña triunfal y los licores postrímeros son insidiosos e irresistibles catalizadores.

    Minuta es todo sonrisa, finura de intención, brillante, y acierto expresivo. Levedad y gracia tienen los versos. La pericia y el gusto del poeta dieron sorprendente ductilidad a nuestro recio idioma, y del más cotidiano asunto hicieron, con la palabra, como con el color un hábil pintor de bodegones, una obra de arte. Por supuesto, atina en adecuar metro y forma a cada tema, y si elogia, por ejemplo, el dorado vino Jerez, no emplea el sonoro soneto, sino la ágil seguidilla. O bien, cuando la carne es el motivo, las aliteraciones aluden al choque dental en la masticación inclusive el cañonero bélico y a sus terribles carnicerías.

    Juego es todo ello, fruto de euforia; mas al poeta se le aplica bien aquello del latino: Quidquid tentabam dicere versus erat. Sea o no juego.

    Si bien escasa, de primera calidad es la aportación de Alfonso Reyes a la literatura de ficción: fórmanla un “arranque de novela” titulado Los dos augures, que es propiamente un ensayo dialogado sobre el dilema del mestizaje y el criollismo, inagotable fuente de discusiones; y los admirables cuentos y relatos amparados bajo el título de El plano oblicuo. Lo fantástico se apoya en el plano de lo real -si vale tal representación plástica- por uno de sus bordes y el opuesto se alza, lejos de él. Está hecho, dice el autor, “de cosas cotidianas, cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible”. Proviene, mas que del ambiente y de los actos, de la psicología de los personajes. Fruto de la observación del pensador y de la imaginación del artista son esos cuentos. A un tiempo verdad y mentira.

    A medio camino entre la obra de análisis y la de imaginación, por su raigambre en la realidad y su despliegue y floración sobre ella, se encuentra las composiciones en prosa reunidas bajo el título de Arbol de pólvora. De la pirotecnia tienen algunas el estruendo; el colorido y el resplandor, todas. El ejemplar que poseo lleva dedicatoria autógrafa, cuyas palabras finales es pertinente citar: según ellas, ese libro “representa el paso de la locura por el disco del sol”. El don de síntesis propio de Alfonso Reyes condensa así, en una frase, la mejor definición metafórica que de tal obrita sea posible dar. La metáfora, por supuesto rebosante de significado, está ahormada al fenómeno astronómico que es el paso del planeta Venus ante el disco solar. No extinción de la luz: apenas una manchita pasajera en el foco radiante.

    Aun conviene añadir otra referencia. El cuarto de los perspicaces Fragmentos del arte poética, agrupados en el libro Ancorajes, comienza: “Todo lo entendía: estaba loco. La serpiente le había silbado tres veces en la boca, y ya comprendía el lenguaje de los animales, las plantas y las piedras. Dotado, asía, de elementos superabundantes, llegaba a conclusiones del todo inútiles para los que viven en una zona más limitada de la naturaleza. A fin de que lo dejaran en paz, hacía figura humorista. Sus profecías, sus atisbos y sugestiones trascendentales pasaban por chistes de buena ley”. Esa líneas explican ciertas modalidades de la obra de Alfonso Reyes, y quien se engolfe en ella con el aventurado propósito de analizarla ha de tenerlas presentes. Por supuesto, se aplican a ese Árbol de pólvora, donde parece haber humorismo aunque en realidad haya alegría -conceptos, a veces, antagónicos-.

    Hablar de locura a propósito de Árbol de pólvora es, digamos una amplificación que permite ver con mayor nitidez. Propiamente, hay ligeras distorsiones en la manera de expresar pensamientos nacidos en aquellos instantes en que la mente se echa a volar sin darse cuenta del vuelo, como si ese alejamiento de lo concreto fuese su objeto natural: “Presencia: los sueños sólo”, dice el autor. Hay otras páginas en que asoma la fantasmagoría onírica. Hay también algunas salpimentadas ocurrencias. Hay tres o cuatro recuerdos de infancia en los que el ensueño deja caer una gota de irrealidad, mejor dicho: de realidad levemente deformada. Y hay una mitología personal, ciertos atisbos del misterio, de todo aquello mal conocido, al borde de la conciencia, que se configura en la concepción mental de entelequias y duendes: “La realidad en siesta -o sea como se la ve con los ojos entrecerrados, cuando el vino del sueño y el agua de la vigilia se mezclan- da siempre mitos”. Son palabras de Alfonso Reyes.

    Con ser tan refinado poeta y tan feliz cuentista, no son ésos géneros en los que más ancho campo haya labrado. El ensayista les supera en producción -y en influencia-. De ensayos es su primer libro, Cuestiones estéticas, aquí, en París, publicado en 1910, cuando él contaba veintiún años. En los muchos que ha escrito es atractiva la amalgama del ingenio y del saber, a la que el poeta añade metáforas luminosas, aclaradoras de conceptos. Sus ensayos son reflexiones al margen de los sucesos, la resonancia que en una sensibilidad finísima despierta el impacto de las impresiones y que una inteligencia lúcida registra con fidelidad y exactitud. En todos bullen las ideas, se indican con novedad y agudeza aspectos de las cosas y de los seres, matices de las relaciones entre éstos y aquéllas. Cada uno es completo, rotundo: el tema entregó cuanto encerraba. A las nociones e incertidumbres que el ensayista ofrece, la inteligencia puede asirse firmemente: son sólidas, ninguna cederá.

    Veamos con algún detenimiento un par de esos volúmenes, antiguo el uno, reciente el otro.

    Reloj de sol apareció en Madrid en 1926. Como a varios más del mismo género, pueden aplicársele palabras de Alfonso Reyes y decir que ese libro, “hecho con las castillas del taller de un escritor y algunos papeles y cuadros de su pequeño museo privado, da idea de un nuevo género literario, el más cercano al trato mismo del autor, o más bien a los mejores aspectos de su trato”. Es, en efecto, la proyección de ideas que visten el traje casero de la anécdota o del recuerdo, el del comentario sonriente. Salpícanlo maliciosas agudezas, y citaré una que tuvo consecuencias inesperadas. A propósito de Fray Servando Teresa de Mier, nacido en Monterrey, famoso por sus andanzas, sus escritos y su acción política, alude Alfonso Reyes al “otro regiomontano ilustre”. La frase levantó polvareda, porque algunos malquerientes pensaron que así se autodesignaba el autor, paisano del P. Mier. Cúpome la satisfacción de resolver el transparente enigma mediante un artículo que apareció en Revista de Revistas, de México, el 23 de enero de 1927: “El otro regiomontano ilustre” es Emmanuel Kant, el filósofo alemán nacido en Koenigsberg nombre que vale por Monte del Rey o sea Monterrey.
 
    Ningún escritor puede escapar de sí mismo. El imperativo precepto de Flaubert: “el artista, ausente de su obra”, no pasa de ser un ideal que el gran novelista fue incapaz de realizar: todo él está en sus principales personajes. Alfonso Reyes rehusa el artificio inútil y cuenta en esos (sus) libros la aventura de sus pensamientos y de su sensibilidad en torno a obras y personas, ideas y cosas, paisajes y enigmas del mundo. “Es actual”. A veces, su observación y su intuición le han hecho adelantarse a otros escritores célebres. En 1917 disertaba, en Cartones de Madrid, sobre los gritos y pregones callejeros: tiempo después Marcel Proust los analizaba también. El diálogo entre el espíritu y la conciencia, de Alfonso Reyes, precede en varios años al Animus et Anima de Claudel. En las páginas acerca de Cipriano Rivas Cherif expuso opiniones sobre las novelas; y son análogas las que más tarde vertió André Gide en el Journal d' Edouard. Otras anticipaciones y coincidencias podría citar, pero ésas bastan para hacer ver que el espíritu de Alfonso Reyes vibra al compás del tiempo en que vive: hay ciertas ideas que están “en el aire” de una época y en las que, por lo tanto, coinciden mentes muy diversas.

    Como toda colección de artículos, Reloj de sol reúne páginas disímiles. Sin embargo de ello posee unidad: se la confiere su tono de conversación: el autor charla con sus amigos, los que conoce y aquellos, innumerables, que son sus lectores ignorados. Los amigos son para Alfonso Reyes -mano abierta, sonrisa abierta- el acontecimiento diario. La amistad mantiene en sus obras el calor vital.

    Como otros más de su pluma, Reloj de sol es el libro de un espectador del mundo. Cuanto ve, le divierte o le conmueve, gana su simpatía o su interés. “Todo él -ha dicho de otro escritor- es un museo vivo de gustos y emociones”. Pudo decirlo de sí mismo. Es un optimista, con los muchos dones inherentes a tal condición. En este sentido, el título de la serie a la que ese volumen pertenece es revelador: Simpatías y diferencias. Simpatías con los seres, con las cosas, con los paisajes, con las ciudades. Y cuando no haya simpatía, diferencias; nunca el arenoso desprecio, jamás el agrio rencor, ni el odio amargo. Diferencias solamente: lección de tolerancia, índice de bondad, prueba de cortesía. En aquellas dos palabras es legítimo ver la clave de la obra admirable de Alfonso Reyes.

    Saltemos varios lustros. Los cinco ensayos reunidos en Sirtes se escalonan entre 1932 y 1944. En todos ellos, tras el examen de un tema y el compendio de cuanto acerca de él se sabe, el autor emite ideas certeras que lo circunscriben y lo definen.

    El primer ensayo, La Atlántida castigada, resume en una treintena de páginas una considerable masa de datos y de opiniones, para sólo dar lo esencial de la leyenda. Ofrece novedad, sobre todo, la exposición de sus orígenes. Las conclusiones son plausibles: la Atlántida, en la Antigüedad, fue el incógnito occidente mediterráneo, y se alejaba a medida que la navegación trasponía los límites del mundo hasta entonces conocido. Sirte es ésa -”bajo de arena”, la define el diccionario- en que menos ágil pluma encallaría, ya por el peso de la erudición, ya porque la fantasía y la credulidad la extraviaran.

    Sirte es también, pues todavía está mal sondeada, la prehistoria, asunto del segundo ensayo. Más aún que en el anterior, es pasmosa la condensación de conocimientos ahí lograda. Expuesto queda cuanto importa saber respecto a los orígenes de la vida en el planeta, la aparición de la raza humana, la génesis del lenguaje y la conquista del fuego. Entiéndase bien: no es un epítome didáctico, sino un paseo por la prehistoria, lo que de ella conoce un hombre de vasta cultura y las reflexiones que le merece. Con una de las expresivas imágenes mediante las cuales gusta Alfonso Reyes de compendiar lo que hubiera requerido todo un párrafo, si no es que una página, dice: "La historia, junto a la prehistoria, pasa a la categoría de pluma en el sombrero". Glosar la frase es tentador, pero nos llevaría lejos.

    El título del libro se aplica bien, asimismo, al ensayo sobre El enigma de Segismundo, que es el de todo ser humano: ¿Qué delito cometió contra los cielos, naciendo? Segismundo de cuerpo al problema de la predestinación y al de la incierta frontera entre el mundo real y el del ensueño, sirtes en las que naufragan acaso la voluntad y la inteligencia. Alfonso Reyes no considera ahí la creación literaria, a la que años antes consagró un magistral estudio: desentraña su contenido filosófico y define al personaje -en paralelo y a veces con el Andrenio de Gracián- como aquél cuyo ser es un hacer, principalmente un hacerse a sí mismo.

    El cuarto ensayo se titula Algo de semántica, sirte, ésta, en la que vara tal cual vez la lógica del lenguaje. Analiza las variaciones del sentido de aquella palabra, desde el primitivo: "Rama de la historia lingüística que estudia los cambios en la significación de los vocablos a través del tiempo", hasta su acepción de hoy: "Ciencia de las significaciones o respuestas humanas ante los símbolos en general, sean o no lingüísticos". El tema es riquísimo: como el autor dice, "tiramos de una palabra, y detrás de ella se nos viene encima el universo".

    Mar sembrado de sirtes es la Historia, asunto del último ensayo. Comenta el sistema de Toynbee, del que indica las excelencias, pero también las fallas y las contradicciones. A modo de apéndice figuran unas notas en las que se puntualiza la coincidencia de algunas ideas de Toynbee con otras enunciadas años antes por Alfonso Reyes. A cada quien lo suyo.

    Breve libro es Sirtes, mas rico de saber, lleno de substancia, fecundo en sugerencias.
Todos los volúmenes en que Alfonso Reyes reúne sus ensayos presentan rasgos comunes; las más de sus páginas enriquecen el espíritu con nociones acaso antes no percibidas o, si columbradas, no aprehendidas por la mente. Todas son nutricias. Y como desde su juventud el autor alcanzó la maestría en el manejo del idioma, todas son bellísimas.
 
    Bellísimas: es admirable en la obra de Alfonso Reyes la armonía entre lo que dice y cómo lo dice. A darle celebridad pudo bastar lo uno o lo otro, la profundidad del pensamiento o la límpida elegancia del estilo; y es deleitoso advertir cómo el artista sirve al pensador, cómo las ideas originales, las observaciones sagacísimas reciben "fermosa cobertura".

    No es difícil encontrar en su obra explicaciones indirectas de por qué publica esos libros heterogéneos. Me limitaré a un par de citas. En los ya mencionados Fragmentos del arte poética aconseja a "quienquiera que seas, poeta o sabio, para quien el arte y la ciencia aparecen como una parte más de la vida, mezcladas en las experiencias diarias e inseparables de ella", aconseja, digo, que cuando le pregunten: "¿Qué escribes ahora?", conteste: "Escribo: eso es todo. Escribo conforme voy viviendo. Escribo como parte de mi economía natural. Después, las cuartillas se clasifican en libros, imponiéndoles un orden objetivo, impersonal, artístico, o sea artificial. Pero el trabajo mana de mí en un flujo no diferenciado y continuo". Es lícito ver en esas líneas una confesión. Así aparecen hormadas aquellas polianteas. Atento siempre a cuanto la vida ofrece, actual o pasado, sobre todo reflexiona, y en todo encuentra miga y substancia. En el prólogo a sus Memorias revela: "El arte de la expresión no me apareció como un oficio retórico, independiente de la conducta, sino como un medio para realizar plenamente el sentido humano". Esta cita amplia y completa a la precedente. Entrambas, como se ve, de modo indirecto justifican la publicación de tales libros.

    Análogos son los que recogen sus comentarios críticos. Ahondó magistralmente en la obra de ciertas figuras de las letras hispánicas, Góngora en primer término, a quien consagró un volumen. Sus demás investigaciones en ese terreno culminaron en dos tomos: Capítulos de literatura española. Huelga añadir que a la mexicana dedicó asimismo sus desvelos: publicó sagaces estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz, fray Servando, Manuel José Othón, Amado Nervo y otros insignes escritores. Desbrozó el espinoso campo de la teoría literaria en importantes libros, de los que es cabeza El deslinde; ahí delimita lo que en el vastísimo dominio de las letras es literatura o no lo es. En La experiencia literaria habla como cabal conocedor de todos sus matices y secretos.

    Aquellas labores de "deslinde" y el buceo en la experiencia literaria" le llevaron a explorar el pensamiento de la Hélade. En la cátedra dio a conocer los penetrantes análisis más tarde recogidos en La crítica en la edad ateniense y en La antigua retórica. Un propósito docente: disponer de un texto fiel al par que de buena calidad para un curso acerca de la unidad artística de La Ilíada, le movió a traducir en armoniosos alejandrinos las nueve primeras rapsodias. Versión clara y elegante, muy bella, la mejor de cuantas se han hecho en lengua española.

    El estudio de las obras le condujo al de los autores y trazó magníficas semblanzas de poetas épicos o trágicos, de filósofos y tribunos, de guerreros y navegantes, de pintores y pedagogos, al olor de la tinta venidos -se diría- como al husmo de la sangre los muertos evocados por Ulises en la costa cimeriana. De ahí el título del libro: Junta de sombras. El subtítulo reza: Estudios helénicos. Son veintiocho, escritos entre 1939 y 1946, y abarcan desde Homero y Hesíodo hasta los últimos sabios de la Academia y el Liceo. Culminan en el ensayo intitulado De cómo Grecia construyó al hombre; entiéndase: el concepto que del hombre tiene la civilización greco-romana y cristiana, -por antonomasia, la Civilización-.

    Un inmenso saber es la substancia de esas evocaciones, no menos llenas de color que de vida; saber tan a punto traído, tan bien dosificado, tan cernido de fechas y demás arideces, que no resulta ostensible. Otros arrancaron a la veta los minerales, y de tan ingente masa él, a su vez, extrajo lo esencial y significativo. Pocas tareas habrá más difíciles de llevar bien a cabo que la de condensar datos abundantes sin perder en el proceso nada que importe. Maestro es Alfonso reyes en tal disciplina.

    Place la alacridad con que la erudición es utilizada en Junta de sombras, sin que ello le merme autoridad ni peso. En ningún momento se almidona el estilo; en ninguno, tampoco, pierde altura. Los modismos que aquí y allá saltan inesperadamente llevan al lector a un plano familiar, le hacen ver que el autor no quiere dogmatizar ex cathedra, sino interesarle en la materia que a él le es cara. Por ejemplo, a la alígera Atalanta la llama "virgen de armas tomar". ¡Cómo anillo al dedo le viene el epíteto! De allí también el uso frecuente de las imágenes, siempre atinadas. Basta citar esta definición de la caricatura: "Es una etimología de la persona".

    Otro de sus recursos expresivos es el oportuno empleo de alusiones a datos de la cultura general y a nociones de la vida cotidiana. En cierto modo procede como Víctor Hugo, quien se jactaba de haberle puesto al diccionario el gorro frigio porqué libró a las poesías de las perífrasis antes obligadas para aludir a los objetos de uso corriente, y de la prosopopeya y afectación que vedaban la sinceridad lírica. De manera concisa -pues más expresa, en ocasiones, una metáfora feliz que un párrafo explicativo-, Alfonso Reyes llama a la Grecia arcaica "esta Grecia de primera instancia", en referencia a la jerarquía de la administración de Justicia. De los atenienses dice que, tras de haber derrocado al tirano Hipias, se encontraban "en pleno sarampión de libertad". Y la discusión que prevé sobre si eran rubios, como Menelao, los antiguos griegos, la califica de "paso honroso", alusión a tal lid caballeresca, la más famosa de las cuales -nos dice la historia anecdótica- fue la de don Suero de Quiñones y sus nueve compañeros de armas, en el verano de 1439 y en la puente de Orbigo.

    Con el mismo feliz resultado acude a lo actual para hacer comprender mejor lo pretérito. Así escribe: "La Ilíada no es más que uno de los episodios, el más septentrional, del desembarco de los comandos griegos en el litoral asiático". O bien, con suave ironía -que a menudo sazona esas doctas páginas- dice de la Academia y del Liceo: "Por supuesto, no faltaba de tiempo en tiempo algún precursor de nuestros políticos que se escandalizara ante lo mucho que se despilfarraba en la cultura, o ante la injusticia de que no todos pudieran ser sabios sin esfuerzo".

    Como en los demás libros de Alfonso Reyes, lo mexicano está latente -y, muy a menudo, presente- en Junta de sombras. Por ejemplo, al hablar de los primitivos pobladores de Grecia, de aquel fantasma protohistórico llamado pelasgo", el término de comparación que le viene a los puntos de la pluma es "el tolteca entre nosotros, aunque no tan insigne". Y a la par de lo mexicano, está latente o presenta lo americano. Del sur de Italia, que se llamó "la magna Grecia" por alusión a las colonias allí establecidas, dice que fue "la América de los pueblos helénicos". O bien, al explicar por que los atenienses se fiaron del vencedor Milcíades, que planeaba la absurda expedición a la isla de Paros y les ofrecía conducirlos "a cierta misteriosa ciudad donde el otro rueda por las calles", comenta: "Los griegos tenían del Oriente la misma idea que tenían de América los descubridores".

    Permítaseme abrir aquí un paréntesis para aducir ejemplos de la presencia americana -me refiero al continente- en los libros de Alfonso reyes. Uno le esta consagrado por entero: Última Tule, que es venero de ideas y gustoso alimento de meditaciones. En Los siete sobre Deva es americano uno de los interlocutores del brillantísimo diálogo, y Américo se llama. Aún más: se adivina que es mexicano, que es Alfonso reyes. Se habla ahí del maíz, de la emigración, del indio y del indiano, de otros temas que a América tocan. En el poema A la memoria de Ricardo Güiraldes encuentra manera de mencionar "la tierra del sarape" y esboza rasgos del hombre americano, ranchero o gaucho. Podrían multiplicarse los ejemplos, pero es preferible ensanchar el paréntesis con algunas referencias a los temas mexicanos.
 
    El propósito de servir a la cultura patria, ayudando a incorporarla, con el carácter que le es propio, a la cultura universal, es el denominador común, el sello de uniformidad de sus libros. Inclusive si tratan de materias generales, de ninguno de ellos está ausente lo mexicano, cuando no explícito mediante mención, latente en la entraña misma de la sensibilidad: "Será mexicano -dice en su Voto por la universidad del norte- todo lo bueno que haga un mexicano". Y en su opúsculo A vuelta de correo insiste en que no hay una sola de sus obras "en que no aparezcan el recuerdo, la preocupación o la discusión del tema mexicano".

    El amor a México, el interés por sus cosas, se externa ya en las páginas que llevan por título El paisaje de la poesía mexicana del Siglo XIX. Son de 1911. Es, además, la semilla de Visión de Anáhuac, evocación tan bella, tan precisa que su epígrafe se ha vuelto lugar común: "Viajero, has llegado a la región más transparente del aire". Se dijera creación anónima, frase sin origen, voz de la raza. Semilla es también -aquel amor desinteresado, aquél interés generoso- de los ensayos recogidos en Pasado inmediato; del opúsculo: El testimonio de Juan Peña; del estudio sobre El Periquillo Sarniento; de los varios artículos reunidos en El tránsito de Amado Nervo. Forzoso es contener este raudal de citas e insistir en el aserto: en todos sus libros, cuando no sea mexicano el asunto, hay referencias a lo mexicano o se advierte, discreto y sobrio, el espíritu mexicano.

    También en sus poemas se aspira la misma esencia. En Golfo de México enuncia, con percepción tan justa como la forma de hacerlo sentir, el contraste entre La Habana, de cara al mar, y Veracruz, vuelta hacia la tierra, que "triunfa y manda". El paisaje -lo psicológico no menos que lo topográfico- está pintado con espejeantes imágenes en esas seis o siete docenas de versos. Más grave es el acento de Yerbas del tarahumara: se gusta ahí "aquella desazón tan generosa / de otra belleza que la acostumbrada". Es savia de ese poema la conmovida comprensión del indio. Baste ese par de ejemplos.

    Lo mexicano culmina en el cariño de Alfonso Reyes a su ciudad natal. Cuando, en misiones diplomáticas, editaba un "correo literario" para mantener el comercio intelectual con sus innumerables amigos, lo intituló Monterrey y lo adornó con una viñeta, de su mano, que mostraba el panorama parcial de la industriosa urbe, y el perfil de la montaña elogiada en versos manuscritos:
 
 

Hermoso cerro La Silla
Quién estuviera en tu horqueta,
Una para Monterrey
Y la otra para Cadereyta!
 

    Testimonio de nostalgia era el dibujo. En cada número se anunciaba "El Cerro cae en la página tantos". Una nota personal era eso, muy de Alfonso Reyes, una sonrisa, un toquecillo de intimidad. E inclusive un impulso catequístico en beneficio de México, porque, a los amigos de otra nacionalidad, la persistencia en la indicación les invitaba a pensar un momento en aquel paisaje, les llevaba, aunque somerísima, una representación de la tierra mexicana.
 
    Quede cerrado el paréntesis.

    El lector hispanoamericano de Junta de sombras -o de otros libros de parecido género- percibe al punto por qué Alfonso Reyes trata esos temas: porque atañen a la civilización que, desde el descubrimiento del nuevo mundo, nos es propia. "Si tal cultura", la helénica, leemos en el ensayo Aspectos de la lírica arcaica, "si tal cultura no tuviera la importancia que tiene como fundamento de la nuestra y como savia que nos alimenta todavía -al punto que, en cierto sentido, seguimos pensando y hablando en griego-, su solo aire de desfile bien organizado y conforme con las necesidades de la mente bastaría a explicar la atracción que ejerce sobre nosotros". Idea reiterada en otro ensayo: "Si por cultura entendemos el descubrimiento y valoración de la persona humana, tal como ha llegado a enraizar en la civilización occidental, al punto de asumir la solidez de evidencia ética, entonces para nosotros no habrá más cultura que la inventada por Grecia, y luego propagada por roma y por el cristianismo".

    En cuanto al espíritu con que el libro está concebido y pensado, el autor lo expresa de pasada, en las líneas iniciales del ensayo La estrategia del "gaucho" Aquiles: "No hay que tener miedo a la erudición. Hay que contemplar la Antigüedad con ojos vivos y almas de hombres, si queremos recoger el provecho de la poesía. Hay que volver a sentir las cosas de la epopeya como las sentían el poeta y sus oyentes".

    Como poeta, y también como docto, las ha sentido Alfonso Reyes.

    Al par de la abundancia y la riqueza, es de admirar en su obra la alta calidad literaria. Desde mozo fue dueño de un estilo preciso y limpio, ágil, salpicado de oportunas, luminosas metáforas, instrumento insuperable de comunicación -no en vano labrado por quien conoce cuanto del idioma hay que conocer-. "Nada -ha dicho- como el castellano: expresa diáfanamente nuestra capacidad de grandes intuitivos. Creo que es la lengua por excelencia para exponer las ideas con meridiana claridad". La riqueza de su vocabulario le permite usar siempre la palabra justa, la más apropiada y llena de sentido. En ocasiones la mete entre comillas porque resume analogías no percibidas o porque constituye un hallazgo para enunciar un concepto que solía expresarse con un vocablo extranjero o mediante una perífrasis. Acaso no le parezca siempre claro al lector, pero cúlpese éste a sí mismo, a su cultura insuficiente, y no al autor, que escribe para quienes hayan leído mucho y posean buena memoria, de modo que él no necesite, por ejemplo, explicar quién fue Epimeteo si menciona a Epimeteo. Claro, clarísimo es siempre. Mas no siempre, antes al contrario: rara vez, es sencillo, y no por retorcimiento estilístico ni menos aún por complejidad en la exposición de su pensamiento, sino a causa de la excepcional facultad de síntesis, de comprensión y compendio, que lees propia: dice en un párrafo lo que bajo otra pluma requeriría una página, en una frase lo que otro diría en un párrafo. Y nada falta ni, por supuesto, sobra en lo que dice.

    El estilo de Alfonso reyes aviva en el lector la dilección por lo certero. Place su manera directa y franca de abordar los temas, de acudir a lo central sin enmarañarse en los detalles, si bien elige de éstos los que añaden un hilillo de luz al haz principal. Como dije en uno de sus, Retratos reales e imaginarios, es "hombre capaz de síntesis, que es la condición varonil de la inteligencia". Sabe despejar lo nebuloso, iluminar lo obscuro, dar fluidez a lo espeso. Y todo ello con sobriedad. Con ingenio, además, porque la aguda percepción de lo cómico es otro de sus dones. "Es el sentimiento de la plasticidad de la vida -dice-, de que las cosas hubieran podido ser distintas, la base de mi humorismo". La inagotable fecundidad de su pensamiento está servida por una vivacidad juvenil. Él se ha definido como un "hombre que todos los días descubre más cosas que aprender". Ésa es su fontana de Juvencia, el secreto de su perenne lozanía mental, lo que le ha evitado, como de otros artistas opina, "academizarse en sí mismo".

    Amplia labor, de polígrafo, ha realizado Alfonso reyes. En no pocas direcciones ha desmontado el terreno y abierto sendas, porque no es de quienes se pierden en el bosque que pintaron -dice en un ingenioso apólogo-, sino "el director de parques", el que los traza y los arregla. La diversidad de sus libros traduce la apetencia de descubrir panoramas, de hallar explicaciones, de acertar con la verdad; en suma, de definir lo humano. "La Literatura -ha dicho- no es una actividad de adorno, sino la expresión más completa del hombre". E insiste: "Sólo la literatura expresa al hombre en cuanto es hombre, sin distingo ni calificación alguna. No hay mejor espejo del hombre". Pero también la obra literaria refleja a quien la escribe, sin que éste se lo proponga. Así, en cualquiera de sus libros hallaremos a Alfonso Reyes, con su bondad sonriente, su cortesía, su vivísimo ingenio. A pocos escritores podrá aplicársele más apropiadamente el apotegma famoso: Le style est l'homme meme.

    Obra de humanista es la suya, por la curiosidad intelectual siempre despierta y la amplísima cultura; pero de humanista en quien el saber no ha extinguido la imaginación creadora, la fresca poesía. Del humanista posee asimismo la serenidad: "Nunca -dice- he sido apasionado". Conviene aclarar que ese humanismo ha de entenderse conforme a su propia definición: como "la actuación humana de la cultura", rebasando así el viejo concepto que lo limitaba al "estudio y práctica de las letras humanas". Obra llena de verdad y de vida, de rico y noble contenido, toda de construcción y deslinde, y asomada a lo vernáculo al par que abierta sobre lo universal. Como a Terencio, nada de cuanto al ser humano le es indiferente a este gran mexicano.

    Mucho más habría que decir, pero ya es tiempo de acabar esta mal hilvanada y peor articulada lectura. Pediré prestadas las palabras finales a un certero crítico ecuatoriano, Gonzalo Zaldumbide: "Cuando franceses curiosos e inteligentes -dijo hace treinta años ante un auditorio de esa condición- nos pregunte por lo que la América Española da actualmente como tipo de espíritu cultivado, como triunfo de la mezcla de la cultura con el hispanoamericanismo de sangre y de alma, en lugar de perdernos en generalidades les diremos simplemente: Vean ustedes a Alfonso Reyes".
 
 

    Febrero 1956
 

 
 

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