Alfonso Reyes, anecdótico





    No es empresa fácilmente hacedera la de hablar acerca de Alfonso Reyes, porque era un haz de individualidades. El poeta español Ramón Jiménez le llamó "hombre trino y uno"; se acercaba más a la realidad cuando a propósito de él mencionaba "las siete personalidades", pero aún se quedaba corto. En Alfonso reyes, había, por decirlo así, un sindicato de escritores.

    Hemos de distinguir, en efecto, entre el poeta y el sabio; entre el humorista y el autor de Ifigenia cruel, tragedia dura y diáfana, de cristal; entre el sapiente helenista y el temprano crítico cinematográfico que firmaba con el seudónimo de "Fósforo". Uno es el competente tratadista de la teoría literaria, otro el buen juez de los deleites de cocina y bodega; uno el erudito gongorista, otro el audaz renovador del cuento mexicano con las pequeñas obras maestras reunidas en El plano oblicuo. No sería exacto elogiar en iguales términos al crítico de Entre libros y al hombre comprensivo que recogía El testimonio de Juan Peña, contemplaba con simpatía al tarahumara vendedor de yerbas; o bosquejaba figuras de seres sencillos y rudos, tal Indalecio el norteño. Y no son las mismas razones las que conducen a elogiar al visionario de Anáhuac o al clarificador de nebulosidades del espíritu en substanciosos ensayos; ni al sociólogo que examina el ser y el devenir de América, y al expositor clarísimo de las geniales innovaciones de Mallarmé, de la serena obra de Goethe o de los méritos de las Letras mexicanas durante el Virreinato.

    Esa enumeración es incompleta: falta recordar al traductor, al prologuista, al epistológrafo, al bibliófilo y, en otras esferas de actividades, al diplomático, al miembro fundador del Colegio Nacional, al director del Colegio de México, incluso al coleccionista de curiosísimos soldaditos de plomo, cuando no de sonrisas y miradas.

    De ese haz de personalidades he elegido, para tema de este ensayo, al catalizador de todas ellas: la persona misma de Alfonso Reyes, hombre de sensibilidad finísima, de lúcida inteligencia, de generoso corazón, dechado de cortesía, ser de sonrisa y de halago, y muy amigable -lo que, por cierto, no le impedía decir: -"Yo sé estar solo".

    Más antigua que la amistad fue, de mí para él, la admiración, nacida de fecunda semilla: la lectura de sus libros. Nos conocimos en París, el 18 de octubre de 1924. Al día siguiente, domingo, paseando por los bulevares, anudé con él los lazos indestructibles que son las aficiones comunes, entre otras la que he llamado Topografía literaria, el saber, por ejemplo: "delante de tal edificio cayó Stendhal fulminado por la apoplejía"; o bien: "En tal casa estrecha, cuya fachada tiene -como él decía- <<reflejos de plata y carbón>>, vivió Alfonsina Plessis, incorporada a la Literatura bajo el nombre de Dama de las Camelias".

    Ese paseo fue el primero de otros muchos, llenos de largas y gustosas conversaciones, efectuados en días de asueto a lo largo de más de dos años, hasta que él salió para Buenos Aires. Ello explica la dedicatoria puesta en el primer libro suyo con que me obsequió; debajo de mi nombre, estas palabras: "mi compañero de París". Nunca releo sin melancolía esa línea. Está manuscrita en el libro más sutil y fino de los suyos, el más rico en contenido evocador, obra maestra de oro virgen y de cristal de roca. Basta lo dicho para identificar a Visión de Anáhuac. Todos recordamos su epígrafe: "Viajero, has llegado a la región más transparente del aire". Parece tan natural esa frase, que muchos no advierten que la compuso el mismo autor del texto admirable. Se ha vuelto lugar común del habla mexicana. Se le creyera anónima, obra de siempre, voz de la raza.

    Por supuesto, lo que en nuestros paseos visitábamos no era "lo turístico", sino lo curioso, lo peculiar. Los más de ellos tenían por origen y por meta algo relacionado con México, porque el espíritu de Alfonso Reyes -como el de todos los mexicanos en el extranjero- estaba vuelto hacia México, a la manera del heliotropo hacia el sol. "No nos basta ya el paisaje: lo queremos con recuerdos", escribía en su poemita, en 1927.

    En París le interesaba conocer los lugares donde estuvo Fray Servando Teresa de Mier. Juntos recorrimos los pocos metros que aún quedan de la rue de Filles-de Saint-Thomas, por donde sin duda pasó muchas veces el andariego encargado de la parroquia de Santo Tomás; la iglesia era la de un convento de monjas dominicas, y fue demolida, así como el edificio conventual, en 1808, para construir el palacio de la Bolsa. Indagamos dónde estuvo el café Borel, que el padre Mier menciona como escenario de las habilidades de un ventrílocuo. Paseamos por los soportales del muy tranquilo y solitario Palais-Royal, imaginándolo -con pie en lecturas de obras especializadas y de novelas como La piel de zapa y Las ilusiones perdidas, de Balzac- cómo estaría en los albores del siglo XIX, cuando el inquieto regiomontano lo conoció. Buscamos asimismo otras huellas mexicanas: el "Hotel de Suez", donde murió Julio Ruelas; los objetos arqueológicos aztecas en el Museo Etnográfico; y libros acerca de México en los tenderetes a orillas del Sena; esto, casi siempre sin éxito.

    Una tarde fuimos a ver en el cementerio de Montparnasse la tumba de don Porfirio Díaz y la del genial dibujante de la Revista Moderna. Por supuesto, nos detuvimos también ante el sepulcro de Huysmans y ante el de Baudelaire, y contemplamos el cenotafio del gran poeta de Las flores del mal. Después fuimos a la iglesia de San Sulpicio y admiramos los dos bellos bellísimos paneles pintados por Delacroix. Nos fascinó el que representa la lucha de Jacob con el Ángel, imagen de la que todos los seres humanos sostenemos torpemente. Fruto de esa contemplación fue, en la obra de Alfonso Reyes, el hermoso poema que comienza:

Noche a noche combato con el ángel.


    Recuerdo otro paseo cuyo móvil fue asimismo mexicano. Habíamos cenado en un restaurante del Boulevard Montparnasse y tomábamos café en la terraza de La Rotonda. La noche era clara. Mirábamos la luna llena, localizando en ella al mítico tochtli, el conejo que los aztecas creían ver estampado en el astro. Alfonso Reyes recordó que, en su mocedad, callejeando por la ciudad de México con un compañero de estudios, había visto a la luz de la luna las casonas de los tiempos virreinales en la calle de don Juan Manuel; y me propuso una contemplación equivalente. Fuimos a ver el castillito gótico de los arzobispos de Sens y recorrimos silenciosas callejas del vetusto barrio del Marais.

    Era buen catador de cuanto es grato en la existencia. Ya en su Oración pastoral, poema de juventud, había dicho: "¡Amo la vida por la vida!" Así, hallaba delectación en los armoniosos paisajes parisienses. Años después, en 1929, desde Sudamérica, me escribía: "Cuénteme cosas. Hágame creer que vivo en París". Y meses más tarde, volvía sobre lo mismo: "Por favor, hágame creer que aún existe un París donde puede uno ser feliz sólo con pasear por la calle. Ese pensamiento me ayudará a vivir".

    Las personas que no hayan experimentado el peculiar magnetismo de aquella ciudad sin par, acaso no acierta a explicarse tales palabras, expresión de un anhelo común a infinidad de iberoamericanos. Lo que hallamos allí es la cumbre de la civilización de la que nos sentimos parte, la civilización latina, no dominada por máquinas tremendas, no acuciada por angustiosas prisas, no envenenada por el imperioso materialismo del dinero, sino hecha a la medida humana, armoniosa, impregnada de tradición cultural.

    Una frase de Alfonso Reyes me dio la clara percepción de esto. Estábamos sentados bajo los castaños floridos, en la terraza de la Closerie des Liles. Contemplábamos la perspectiva que desde la fuente ornada con el magnífico grupo de Las cuatro partes del Mundo, obra de Carpeaux, tiene por fondo el jardín y el palacio del Luxemburgo. Inmediata a nosotros se alzaba la estatua del Mariscal Ney, modelada por Rude; y, en frente, el barracón del Bal Bullier, nido de bullicio y alegría juveniles. Veíamos la umbrosa encrucijada de la Avenida del Observatorio con los bulevares de Montparnasse, Port-Royal y Saint-Michel. Sabíamos que estaban cerca las prestigiosas Escuelas Universitarias, el Val-de-Grâce con su majestuosa cúpula, la casa donde vivió Rubén Darío. Ningún alambre rayaba el cielo primaveral: tan sólo vuelos de gorriones y de palomas. Y Alfonso Reyes, mirando con delicia el amable paisaje, comentó: -¡Cuántos siglos de buena educación han sido necesarios para formar todo esto!

    El meollo de la frase no era "civilización", concepto sobrentendido. No: era "buena educación" durante muchas generaciones, con sentido de la proporción y de la medida, con afirmación del gusto, con cuanto supone de voluntaria disciplina, de templanza, de todo aquello que suaviza y lenifica el trato humano, de todo lo que embellece y ennoblece la vida. Esa es la sencilla clave de tantas fervorosas adhesiones. Por eso Alfonso Reyes, en su preciosa Charla sobre Francia, decía bien al decir: "¡Oh patria común, tierra de todos!" Lo que no significaba desvío de la propia patria, ni despego de la tierra natal.

    Durante los dos años y pico en que fue Ministro de México en Francia habitó en una casita de dos pisos, en la rue Cortambert número 23. De ella habla en el capítulo Pasos de Passy de su libro Marginalia, segunda serie. Los domingos recibía a varios amigos, compatriotas, unos; otros, amigos de México. A esas reuniones podían aplicarse palabras de su Diálogo entre amigos y mi conciencia: "En la charla de los amigos y dentro de la sala abrigada, el día es igual a la noche, la noche es igual al día y las horas arden en el hilo azul del tabaco, o se diluyen, como los terrones de azúcar, en las tazas de té". Con tazas de té, o con refrescos, agasajaba a los visitantes la esposa del anfitrión, doña Manuela Mota de Reyes, que aúna a la simpatía el savoir faire.

    Durante el verano la tertulia se hacía en el jardincito, sombreado por dos o tres hermosos árboles, con césped, con flores. Algunos dimos en llamarlo "el jardín de Academo". Nunca faltaban el dibujante salvadoreño Antonio Salazar, cuya agilidad mental es pasmosa; y León Pacheco, costarricense, docto estudiante de filosofía. Ambos alcanzaron, mucho después, alta jerarquía en el Servicio Diplomático de su respectivo país. Solían ir también los insignes escritores peruanos Ventura y Francisco García Calderón; el ensayista venezolano Alberto Zérega Fombona; tal cual vez el historiador uruguayo Hugo Daniel Barbagelata.

    Allí acudían escritores españoles que pasaban por París. Recuerdo al profesor Américo Castro, incisivo ironista, ameno narrador de anécdotas. A Enrique Díez Canedo, uncioso, toda bondad, cuyo inmenso saber no parecía aprendido, sino connatural. A Andrés del Corpus García de la Barga y Gómez de la Serna, cuyo claro talento e intensa labor periodística habían dado celebridad a su seudónimo: Corpus Barga. Era dogmático, punzante. Se empeñaba en castellanizar los nombres franceses mediante traducciones literarias. Así, del ensayista Jacques Rivière decía: "No es Jacobo Rivera, es Santiago Río". Tomábamos a broma tal peculiaridad y, puesto que la palabra couteau significa cuchillo, ya no mencionábamos a Jean Cocteau sino como Juanito Cuchillo. También le llamábamos -al modo de Alfonso Reyes en su agilísimo poema Ángeles- Juan Coqueto, vertiendo en esa forma fonética la pronunciación: Coquetó, Coqueto. No holgará aclarar que el apellido Cocteau viene de Coqueteau, gallito.

    Entre los visitantes franceses, Jean Cassou, dinámico, polifacético, que por aquellas calendas había sacado a luz su Eloge de la folie, alguna vez nos dejaba sin Alfonso Reyes, llevándoselo, por ejemplo, a conocer a Rainer María Rilke. Francis de Niomandre, que tantas páginas de escritores mexicanos tradujo, era la personificación de la fantasía alada, la inteligencia mariposeante, la cortesía a la manera dieciochesca, sublimada en cumplidos hiperbólicos. Jules Supervielle, altísimo, desgarbilado, en quien la ropa parecía colgada y no vestida, hablaba agudamente de la poesía. Los muchachos -los muchachos de hace treinta años...- lo admirábamos, sobre todo, por el acierto humorístico de haber dado a algunos de sus personajes novelescos nombres tales como Innumerable -en honra a los innumerables Mártires de Zaragoza-; y por su deliciosa invención, suprarrealista antes del suprarrealismo, de hacer que El hombre de la pampa, protagonista de la novela de ese título, llevase a París, en un maletín, un volcán domesticado: el hombre de la pampa lo desempaquetaba en la Plaza de la Concordia y el volcán le seguía como un perrito, pero echando chispas.

    Un día, mediado agosto de 1925, cenábamos al anochecer, en el jardín, Alfonso Reyes, Salazar, Pacheco y yo. Para eliminar inconvenientes del servicio, doña Manuela había hecho poner cerca de la mesa un pequeño refrigerio, abastado con cuanto necesitábamos. De repente sonó un fuerte golpe, como el de un palmetazo descargado sobre la tapa del mueble. Alfonso reyes, con naturalidad, dijo:

    -Es mi duende... Ronda cerca de mí. Alguna vez he logrado percibirlo con el rabo del ojo...
 
    Y nos refirió un cuentecillo sutil, que subrayaba el contenido poético de la ocurrencia.
 
    En Londres, dos caballeros contemplan el paisaje del Támesis poco antes de que las primeras luces agujereen la penumbra crepuscular. Uno de ellos comenta:
 
     -Es la hora de los duendes...
 
    El otro contesta, secamente:
 
    -Yo no creo en duendes.
 
    Y el primero replica:
 
    -¡Pues yo sí!
 
    Y desaparece en el aire.
 
    La conversación de Alfonso reyes era brillantísima, resultante de una ideación muy rápida, traducida en felicísimas síntesis orales. Puse por escrito algunas frases, cuando podía recapitular lo conversado con él. Citaré varias. En primer lugar una sensata regla de conducta:

    "Los hombres, cuando nos atrapa le démon de midi, tenemos dos caminos: abrirnos o cerrarnos. Hay quien se cierra y da en el ansia de dominar. Esto vuelve agrio, adolorido, impropio para la obra de pensamiento. Yo he preferido quedarme abierto, con algo de niño siempre".

    Quizás por esto -y porque era poeta- imaginaba cercano el duende, al que en el poemita intitulado Complejo reemplaza con un oso,
 
 

...un oso que se ve con el rabo del ojo.
Ni soporta ser visto de frente, ni lo puedo
descubrir cuando quiero mirarlo en el espejo.

    Quizás también, por aquella misma razón, solía hablar de "nuestro derecho a la locura" y escribía cosillas alocadas, como las reunidas en el deleitoso Árbol de pólvora, libro que en una dedicatoria autógrafa definió como "el paso de la locura por el disco del sol".

    Otra norma de conducta: "En el camino de la renunciación, un hombre que sonríe mucho es quizás porque ha renunciado a muchas cosas. Algo hay a lo que es penoso y difícil renunciar; a los odios, a los rencores, cuando hemos sido heridos muy hondamente... Y yo renuncié".

    En 1929 me decía en una carta: "Ya le voy recortando a mi vida orillas inútiles".

    Era de tan limpia y generosa condición, a tantas cosas supo renunciar, de tal modo le recortó a su vida orillas inútiles, que a justo título pudo calificarse a sí mismo de alfonsecuente en sus Humoradas para autógrafos, escritas en Río de Janeiro en 1938 y recogidas en su delicioso libro Cortesía, que es único en las Letras mexicanas, acaso en las Letras mundiales. Libro en todo y por todo alfonsecuente.

    Muy a menudo, su conversación era un Arte poética, una persuasiva cátedra de buen gusto literario. Así, por ejemplo, opinaba que en el periodismo es preferible pecar por sequedad y no por profusión. Y sus juicios críticos eran agudísimos. De algún escritor de escasa producción y bien cuidado estilo decía: "Es tan perezoso que, por escribir poco, escribe conciso. Su estilo es un milagroso hijo de la pereza".

    Maravilla, en su vasta obra, la claridad. Aun en los más graves de sus libros, en El suicida, en El cazador, en El deslinde, aflora a veces aquel substrato. La alacridad es don propio de quien ve la existencia llena de motivos de esperanza y de contento. Don de hombre "abierto", nacido para ser feliz, aunque el decurso de los días le depare muchos y muy acres motivos de tristeza. Se placía en los juegos del ingenio y era ejemplar la finura con que el toquecillo psicológico animaba sus ingeniosos donaires. "La risa - escribió en un poema- es la propia salud del corazón".

    Indicio era todo aquello de la perenne juventud de su espíritu. Aunque murió septuagenario, no conoció la apagada vejez. Hasta sus últimos instantes brilló la luz de su inteligencia, a la que una memoria fidelísima servía. No obstante la enfermedad que lo enclaustraba, continuó activo, ágil e incansable la pluma, si bien llegó a decirme: "Cada día disminuyen las cosas que me importan". En cierta ocasión le oí decir: "Estoy ya a la mitad de la laguna Estigia". Y cuando un visitante inquirió por su estado de salud y él la confesó deficiente, aquél quiso animarlo diciéndole: " Pues de semblante se le ve bien". A lo que Alfonso Reyes repuso: "Es la máscara estoica".

    En sus últimos años lo veíamos como él a Nervo en los versos que a su tránsito consagró:

¡Qué fina inquietud, qué ansia
la de vivir, sin vivir!


    Y ahora podemos decir de él lo que de Nervo dijo:
 
 

que ya parece mentira
lo que nos faltas después.
    En una de las escenas más delicadas del Pájaro azul, los abuelos de Tyl-Tyl y Myl-tyl despiertan del ensueño eterno cuando sus nietecitos hablan de ellos; porque -explica el poeta- los muertos reviven cuando los recordamos. Mientras asistía al sepelio de Alfonso Reyes tenía yo presente esa consoladora suposición de Maeterlinck, a la vez que aquella otra que, desde hace dos mil años, repiten los hombres: Non omnis moriar: multaque pars mei vitavit Libitinam que vale en nuestra lengua: "No moriré todo yo: gran parte de mi ser esquivará a Libitina", la diosa romana de los funerales. Lo dijo Horacio de sí mismo, consciente de haber edificado con sus odas un monumento más perenne que el bronce.

    Así de Alfonso Reyes. Y aunque su humorismo le hizo decirme, en cierta ocasión: "¡A ver si la posteridad me perdona que le deje tanto papel!" La realidad es que esa obra, a la par vasta y selecta, es mina riquísima de ideas, valioso repertorio de información, preciada aportación mexicana a la cultura universal, y sólido pedestal de la figura en que los pósteros le verán, como de Edgar Poe dijo Mallarmé:

Tel qu'en lui-même enfin l'Eternité le change!



     Marzo de 1960

 
 


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