El paisaje que amaba Huysmans
El paisaje de seda imita con éxito
un cartel para fomento del turismo. El río tiene prisa de corredor
de bolsa. Los vaporcitos ágiles dejan una larga V en el agua, papel
Manila desenrollado. Eriza las orillas de un cañaveral paciente.
Las grúas malhumoradas arrancan a los lanchones sus entrañas
de arena o de carbón. Las chimeneas reaniman con inyecciones hipodérmicas
al cielo, página de herbario donde se aplastan los árboles
secos. En una ramilla de alambre un gorrión dice al invierno: -¡Todavía
soy Junio! El Puente del Carrousel tiene un perenne calosfrío de
taxímetros y autobuses. En la luz pesimista, las torres de Nôtre-Dame,
recortadas en lámina de zinc, son tan irreales como el Walhala en
un decorado wagneriano.
Las cajas forradas de plomo
Se entreabren en el antepecho
-ostras al sol- las cajas-moluscos, abandonadas por el río antes
de que la civilización lo atara al paisaje con las presillas de
los puentes y lo comprimiera en un corsé de piedra donde se adivina
un letrero: 'Prohibido salirse'. Se salió en 1910, pero lo habían
soliviantado las prédicas de Jaurés. Cajas ahítas
de polvo, indigestas de libros viejos como de basuras una coladera después
de la lluvia. Todos los libros: desde las novelas de tontería barata
hasta los devocionarios untuosos de buenas intenciones. Todos, menos el
que nos interesa encontrar.
Los libros viejos
No comprendemos bien a los libros.
¿Es la pereza lo que les hace acostarse súbitamente unos
sobre otros, en un anaquel? Cuando hayamos resuelto esa interrogación,
el Enigma, nuestro enemigo, será más débil. La vejez
precisa la oscura psicología de los libros. Nuevos, son gregarios
y anónimos como soldados. Viejos, adquieren personalidad, a través
de una historia que adivinamos dolorosa: salió de la prensa el libro,
inmaculado y dominical; pero la guillotina volvió operación
quirúrgica el amable desfloramiento, o quizás violentó
las hojas un dedo impaciente; sobre él pasó luego la inteligencia;
y ahí está, desmesuradamente sucio, inválido, amontonado
con otros como armenias después de una razzia. Los pudre la miseria
física igual que a Santa, en la novela de Federico Gamboa; pero
ocultan siempre en lo más hondo de las páginas un resto de
blancura intacta, como guarda una cortesana el lejano perfume del primer
abrazo.
Los buquinistas
Bouquiniste: librero de lance viejo. Frente al río que pasa, frente a los libros transitorios, frente a los edificios que los siglos disgregan, la eternidad de los buquinistas. Porque no mueren; hablan de cosas pasadas en el alba de la Historia: el boulangisme, l'affaire Dreyfus, la Exposición Universal... Su vida, matizada de minúsculas tragedias, ha sido el perpetuo esfuerzo de una lucecilla de aceite contra el viento. Todos son iguales, impermeables al siglo XX como un monje a lo cotidiano en su sayal-coraza: barba amarilla que se deshace en el humo de la pipa, ojos lacrimosos de faldero, el cuello rendido a la bufanda-parásito, y sobre la piel una corteza de polvo secular.
La Municipalidad, que cuida los monumentos
históricos y los animales raros del Jardín de Plantas, debiera
cuidar también a los buquinistas.
Antepecho de puente
Baratillos de libros viejos
Libreros de lance
Los que van por el pan espiritual
Salen de entre las hojas de una novela
de costumbres. Ese viejo paladea los títulos, acaricia las pastas,
se hunde en el vértigo de los índices con callado deleite.
Esa muchacha fea se ase al grueso folletín como a un marido. Ese
erudito, casi tan viejo como su chaqué, hurga en los diccionarios
y en las obras ciclópeas, basamento de bibliotecas. El chiquillo,
al margen del primer beso y del segundo cigarro, busca imaginadas las aventuras
que la civilización ha desterrado de la vida. Tal vez, con su paraguas
al brazo, las guedejas blancas bajo el sombrero de copa y el pañuelo
a cuadros fugitivo del bolsillo, la sombra de Silvestre Bonnard vuelve
a hurgar en las cajas bien amadas...
Miscelánea
No solamente hay libros. Hay timbres
postales, simétricos en la hoja de papel como muestras de color
en el catálogo de Windsor & Newton; los grandes hombres demuestran
cuan vano es el prejuicio del pigmento: Washington es rojo, Franklin verde,
Pasteur azul, el Cura Hidalgo amarillo... Y todos de igual tamaño.
Hay también piaras de romanzas, asambleas de preludios, constelaciones
de sonatas: todos los ruidos en potencia. Las paralelas del pentagrama
retienen los sonidos como los alambres del telégrafo a las golondrinas.
Hay monedas antiguas -que fueron limosna o precio de placer-, mezcladas
con la infinita vulgaridad del público taurófilo. Hay grabados
del siglo XVIII: redondeces rosadas, batallas galantes, vistas de ciudades
fantásticas... Y en todos esos cajones, algo más: el kif
-libro viejo, sello de correo, estampa, medalla, partitura- que será
trampolín para el ensueño y poterna para huir de la realidad...