Quijotismo pictórico
 
 
 
 

    "Nunca es tarde si la dicha es buena", afirma la experiencia popular en un proloquio. A la medida le viene a la exposición ha pocos días inaugurada en el Museo de Bellas Artes de la ciudad de París. Su propósito es conmemorar la publicación del Quijote con motivo del 350° aniversario; pero se abrió con un año de retraso, ya que la primera edición del libro inmortal salió a la luz en enero de 1605.

    Débese la iniciativa al grupo cultural denominado "Amistades Mediterráneas". Pudo haber reunido obras antiguas, como, junto con viejas ediciones, lo hizo en el verano pasado el Museo de Bellas Artes de Pau; mas considero preferible invitar a diversos artistas de hoy - sesenta y tantos aceptaron - a inspirarse en el Quijote. Fue plausible la decisión. Se exhiben ochenta y una pinturas, dibujos o grabados, trece esculturas y una maqueta para el bailete intitulado El retablo de Maese Pedro. Las más significativas maneras están representadas. Adviértase influencias: la avasalladora de Picasso como grabador de aguafuertes; la de Chagall, que traduce en vivos colores las fantasmagorías; la de Carzou, que todo lo pinta ahusado, en verticales, con repetidos trazos que dan al conjunto un aspecto espinoso. El expresionismo domina. Quedan reliquias del cubismo en la fragmentación de la forma. La impresión general es desconcertante, como testimonio del caos del arte moderno, reflejo fidelísimo del de la sociedad.

    Se creyera que a ciertos artistas los contagió Don Quijote. Un dibujante parece reducirlo a engranajes erizados de puntas; y de tal modo lo desarticula, que es Rocinante el que lleva, en uno de los cascos, la espuela de grandísimas púas. Un pintor le pone en la selva tropical, pues eso parece el mosaico de verdes, azules y sepias en donde apenas se adivina la cabeza del caballo la cabeza del caballo, reciamente bigotuda, como de siluro, y sólo se identifica sin lugar a dudas la diagonal inflexible de la lanza. Hay quienes pintan al hidalgo color de castaña, cuando no color de botella o violentamente azul. Alguno cree morada la bacía que él tuvo por áureo yermo de Mambrino. Quién llega a pintarle mal cubierto de harapos, quién desnudo; e inclusive tanto le purifica otro, que le descarna piernas y brazos hasta el hueso. Alguien le agranda y le hace tan lívidas las órbitas, que las vemos como dos simétricos aguacates. Píntanle varios ampliamente barbados, otros de afilada "piocha"; y Manuel Parres le representa lampiño, muerto en vigorosa y activa juventud, porque, explica, Don Quijote es eternamente joven.

    Tráenle algunos al mundo de hoy, bien necesitado de él. Así, Claudine Hubert le muestra al centro de planos amarillos - cercados de oscuros rojos y de encendidos ocres, invitación a pensar en un circo taurino - acometiendo contra torres que tienen la arácnea aunque férrea estructura de los soportes para líneas transmisoras de electricidad.

    Muchos ponen énfasis en la magrura del hidalgo y en la rotundidad del escudero. Exagérase aquélla hasta extremos que superan plásticamente las divertidas hipérboles con que don Artemio de Valle-Arizpe describe la flacura de "Canillitas". A la acicular delgadez agregan otros el alargamiento y vuélvele enjutísimo gigante, obelisco en marcha, tótem vagabundo, poste itinerante. Por añadidura píntanle microcéfalo, con cabeza de hormiga en cuerpo de lápiz. A Sancho imagínanlo obeso, con el cinto más abajo de los huesos ilíacos, de manera que la panza luzca en toda su insolente aunque ingenua esfericidad. En yeso teñido color mamey, Juan Gallo le presenta como “judoka”. Esto es, aplicándole a don quijote el lance de “judo” o lucha japonesa llamado “cuarta de cadera”. La alma de la fantasía en la interpretación de su espeso realismo corresponde al cuadro donde Felipe Vall-Verdaguer, a la manera de Arcímbolodo, le compone con una papa por cabeza, una berenjena por cuerpo. Dos zanahorias por piernas y pimientos morrones por pies.

    Simbolizan algunos la locura del hidalgo al modo de Gustavo Doré y le pintan leyendo, cercado por horrorosas figuras de caballeros y doncellas, gigantes y enanos, trasgos y castillos. Vall-Verdaguer pónele torso formado por asas de molino; Dulcinea aparece vaporosa, sin rostro, arremangada la falda bajo la cual se guarecen ocas y cerdos; un glaciar de ojos se extiende entre ambos, y tras el sillón del embebecido lector, jinetes minúsculos se alancean, glaucos y traslúcidos como uvas. Pero los más de los artistas traducen el desconcierto de la mente de Quijano el Bueno mediante la exuberancia del color o las confusiones de formas. Por supuesto, es posible que no haya sido esa la intención. Más así pueden interpretarse los chararrinones de cadmio, de ultramar, de índigo, de bermellón, de jalde y gualda.

    Hasta Rocinante llega la demencia. En el episodio en que el desatentado hidalgo derriba al bachiller de Alcobendas, a la luz de la vela de éste adquiere el penco importancia de monstruo. Domina la exposición Lorjou, con una sorprendente pintura, donde en composición diagonal y perspectiva de 45 grados, el jamelgo está delineado en negro sobre fondo blanco y modelado con leves toques azules, todo él ángulos, vacuna la cola y becerril la cabeza.

    No faltan, no, las interpretaciones realistas. Alguien tomó por modelos, se diría, a un maestro de primeras letras, cano el bigote, rizada la perilla, y a un jayán nacido en Picardía o en Turena; lo menos manchegos posible. Otro, italiano, copió la teatral catadura de un "genti-'uomo", vestido con jubón y coleto de camuza. Hay algunas composiciones idealistas edulcoradas. Y alegorías fuliginosas. Inclusive hay pinturas que se adivinan adaptadas sin tino al tema de la exposición, tal un paisaje en lomas grises, con tierras bien labradas, casitas, arboleda y, en un camino serpenteante, las dos figurillas errabundas. No falta quien se tome libertades con el texto y pinte sólo al hidalgo a lomos de Clavileño, o en litografía, dibuje a Rocinante macizo, redonda el anca bajo la gualdrapa de torneo.

    Curiosidades escultóricas: de Paula Couteau, dos convergentes arcos de elipse, fronteros a otro y unidos los tres, en lo alto, por una barra diagonal; cada quien puede interpretar eso como guste, sobre la base de que simboliza a Don Quijote. La otra es una figurilla hecha por Pierre Bayle con alambre retorcido, notable por la decrepitud realista del rocín y el exaltado lirismo del jinete.

    Cerraremos esta reseña con oro: la medalla conmemorativa del 350° aniversario, bien labrada por don Ignacio Gallo. Es una feliz adaptación del retrato de -léase en el exergo- "Miguel de Cervantes Saavedra" que se supone pintada por Jáuregui.
 
 

Febrero de 1956
 

  


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