Un nuevo cervantista
 
 
 
 

El doctor Esteban Burnet, médico eminente, Director Honorario del Instituto Pasteur de Túnez, autor de libros de medicina, y novelas, alguna de éstas galardonada, súmase a la cohorte de los cervantistas con un volumen in-4°, de 326 páginas, que la Editorial Calypso ha sacado a luz en aquella ciudad. Titúlase Don Quijote, Cervantes y el siglo XVI. Es interesantísimo. Enriquece con novedades una materia en  que todo se creyera dicho ya.

    Resume el ensayista los episodios de la magna obra. Bosqueja el cuadro de sus fuentes y tendencias. Estudia a Cervantes, como "raro inventor", dictado con que le honra Apolo en el Viaje del Parnaso. Hace el paralelo entre el autor y su creatura, como de padre e hijo. Plantea "el binomio Don Quijote -Sancho": Compara a Cervantes con Rabelais, y también -plausible novedad- con Montaigne, después con Shakespeare, o más bien con William Stanley, conde de Derby, pues adopta la teoría emitida con acopio de razones y escasos documentos por el erudito Abel Lefranc, según la cual el comediante era testaferro del cortesano. Compara asimismo su vida con la de Dostoyevski: cautivos ambos en ergástulas, en un tris de ser ejecutados, testigos de tormentos y muertes. Analiza el tema de los encantamientos, no aquellos de que Don Quijote se creía víctima, sino los sufridos por quien le insufló vida. Demuestra por qué éste merece el título de creador de la novela moderna, que desde 1837 le reconocía Heine. Y ahonda un punto que desde tiempo atrás ha determinado poco amenas discusiones: si Cervantes estuvo consciente de la grandeza de su obra o si sólo creyó componer un libro divertido. El dilema parece absurdo, pero lo absurdo es dudar de que Cervantes escribió con plena conciencia de lo que escribía. El doctor Burnet, crítico perspicaz, argumenta en pro.

    Tras de resumir apreciaciones, reflejo de la gloria mundial de Cervantes, examina con perspicacia- en apéndices - las principales de las sesenta y tantas versiones francesas del Quijote y da pormenores muy sucintos sobre la vida del gran alcalaíno, sus más ilustres contemporáneos, la historia de la Literatura española y la bibliografía cervantina.

    Emite a menudo ideas felices. Acierto es decir que la inmortal novela es educativa; en verdad, "hay en ella de qué educar a toda la humanidad". Acierto, que Don Quijote hace reír y jamás es ridículo; que, derrotado, siempre es moralmente vencedor; que el progreso plantea más problemas que los que resuelve, y que el tiempo los allana. Atina cuando recuerda que Rocinante es un caballo "y no, como a menudo se cree, una yegua", disparate nacido, sin duda, de que la voz francesa equivalente a "rocín" es femenina. Le asiste la razón al opinar que los contemporáneos de Cervantes comprendieron a medias -o en una cuarta parte- el prodigioso libro, al ver tan sólo en él cosa de regodeo.

    A cambio de esos y otros aciertos no escasean los yerros. Duele tener que indicarlos, pues el libro está escrito con talento y erudición, es rico en opiniones atinadas y abre rendijas hacia a otras luces. Peor no es lícito, en gracia a las cualidades, callar los defectos: sería tanto como darles validez. Puesto que en esa obra se puede aprender poco, ha de marcarse cuanto en ella desorientaría al inexperto.

    De concepción son algunos errores, tal el de ver la muerte del hidalgo, después de "una abjuración", como un sacrificio a la chatedad y bajeza del mundo y a la injusticia de la Inquisición. Otros son documentales. Quítale el apellido Salazar a al esposa de Cervantes. Llama Policisne de Brescia al de Boecia, último libro español de caballerías. Menciona lo que cree reminiscencias e imitaciones de éstos, sin parar mientes en que son hechas adrede, en tono paródico. El Quijada, o Quesada, o Quijano, tórnalo en Alonzo Quixana. Equivoca algunas de sus versiones, por ejemplo, "peñas", para la que usa la palabra francesa equivalente a "penas" y no a "rocas"; y, por supuesto, "ve la paja en el ojo" de diversos traductores... A veces carga con el error en que otro comentarista le ha precedido. Así, el barbero no lleva la bacía en la cabeza porque comienza a llover, sino ¡para defenderse del sol! Y la bacía es de cobre, no de latón. Paul Hazard comete ambas equivocaciones en su explicación del Quijote de donde, al parecer, tomó el doctor Burnet la infelicísima referencia.

    Yerra, a veces al pluralizar. Pone al hidalgo "amarrado por las manos"; y la derecha fue la que Maritornes le ató. Habla de "los médicos que montaban la guardia en torno a los servicios de boca del señor gobernador Sancho Panza", aunque sólo era el doctor Pedro Rico -cuyo apellido italianiza en Riccio, como el músico de María Estuardo-. Sigue a Paul Hazard al decir que Don Quijote provocó "a los leones"; pero el único provocado fue el león. Descuidada lectura ha de ser la causa de inexactitudes como la de asentar que el muchacho y la jovencita, su hermana, al callejear de noche para conocer la Ínsula Barataria, "iban en pos de sus amorcillos"; o el no acertar si son los "rebeldes" o los lugareños quienes atan a Sancho entre dos paveses, enigma que la atención aclara a cargo de los insulanos. Supone que la venta donde Maese Pedro muestra su retablo es la misma en que Sancho fue manteado, sin advertir que ésta se hallaba en el camino al Sur, hacia Sierra Morena, y aquélla al Nordeste, no muy lejos del Ebro. Cree una farsa ducal la azotaína a doña Rodríguez en la alcoba de Don Quijote, y la función de pellizcos a éste, sin fijarse en que texto dice que la duquesa y Altisidora, escondidas, sorprendieron la conversación y, lastimadas por lo que dijo la dueña, se vengaron así, sin premeditación aunque con alevosía y ventaja.

    Cuando corrige lo que se supone error, también suele errar. Le reprocha al traductor Filleau de Saint Martin que dé trece años a Clara y dieciséis a don Luis, pues opina que esta era la edad de ella, y veinte la de él; no recordó que la niña revela: "yo no tengo cumplidos dieciséis años"; ni que los criados del mancebo preguntan al ventero si acaso había llegado "un muchacho de hasta edad de quince años".

    El doctor Burnet resume su opinión acerca del libro admirable y del genial autor en términos certeros. Con su traducción acabaremos esta reseña. Cervantes -dice- "se encantó a sí mismo y continúa encantándonos. Hizo algo mejor que imaginar un mundo encantado aparte del real: encantó a la vida. El hombre tiene necesidad de verse y de hacerse ver. Tiene necesidad de mirarse en espejos. Tiene necesidad de contemplar imágenes de la vida y de él mismo. Le interesan los retratos, sobre todo los propios. Esa necesidad se halla en los orígenes del relato, del cuento, de la confesión, del monólogo interior, del diálogo, de la novela, del teatro, de toda la literatura. A este respecto, no hay obra literaria tan rica y compleja y que le dé más satisfacción que El Quijote. Por esto se ha dicho de esa obra que es un juego de espejos. Es la novela de la imaginación y de la ilusión.
 
 
 

Abril de 1959
 

 


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