Juvisy
 
 

 

En torno a Flammarion
 

Camilo Flammarion murió a los ochenta y tres años de edad. Hubiera podido durar un siglo, o dos, si asombrarnos: estaba más allá del Tiempo y del  Espacio, convertido en una abstracción. Decíamos  su nombre como decimos 'Justicia Inmanente' o 'Voluntad de Potencia', según seamos o 'Voluntad de Potencia', según seamos  oprimidos u opresores. O bien, pensábamos en una corporación docta llamada Camilo Flammarion, como hubiera podido llamarse 'Oficina de Londres'. Sin irreverencia, por supuesto. 'La muerte  es la más notable acción de la vida humana', dice Montaigne. ¡Hum! para quién  no tuvo acciones notables en su vida, sí, sin duda. Pero la muerte de estos hombres que vivieron  en el paroxismo de la celebridad, urbi et orbi, es apenas un incidente. 'Voy a desembarazar al mundo', cuenta que dijo Víctor Hugo al morir. ¡Jactancia? No:  error de perspectiva. No se desembaraza nunca el mundo de sus hombres célebres; al contrario: cuando mueren comienza la germinación de las estatuas.

    La fatalidad ha hecho a ciertos hombres perdurar más allá de su época ¡ Estos hombres del siglo XIX nos dan cada  sorpresa haciéndonos saber que viven todavía! La Guerra epiloga el siglo XIX que, como los viejos recios que lo formaron, duró 18 años más de lo  justo. Ni aun en los libros lo comprendemos ya: nos hablan de lámparas de petróleo, del esplendor del gas, de victorias tiradas por yeguas alazanas, de tranvías de mulitas, de mujeres de cabellos largos, con corsé y faldas frufruantes... Arqueología pura.
 
 
Juvisy
 
 
    Flammarion vivía en Juvisy, a quince kilómetros  de París. Vivir reiterado es comenzar a morir.

    Juvisy es un pueblo francés. Así queda hecha  media descripción, he aquí el resto: calles  polvorientas en las que, por  supuesto nunca  corre nada. Una iglesia muy vieja, con un campanario muy agudo y un gallo de zinc por veleta. El riachuelo Cebada, pretexto para dos o tres puentes minúsculos  en cuyos parapetos juegan los chiquillos de delantal negro.   - Si por las grandes ciudades hizo pasar Dios un río, según la frase célebre, no olvidó un riachuelo para  las pequeñas; a cada quién según su capacidad, como quería el conde de Saint-Simon-. El agua muy clara peina las plantas del fondo, se desgarra en las latas de conserva, da   semitransparencia de jade a las botellas rotas. Caperucita  Encarnada  pedales en bicicleta. Elegantes: corbata roja, pantalón blanco, guantes rígidos  empuñados como el haz  de rayos  de Júpiter, mascada batik; en el ojal de la solapa una moneda de cinco céntimos recubierta con la seda el botón de una orden exótica  e impide el robo de la mascada; condecoración y propiedad: condecoración  y  propiedad: dos  instintos primordiales de la raza. Un  obrero  cocido  al sol  cual un adobe  camina con  la  lentitud de la desesperanza. En su labio, bajo la cascada del bigote  amarillo,  arde  pegada una colilla, una  de esas colillas que  humean  días  enteros  si apagarse ni consumirse. Con el vuelo  metálico  de moscas y abejas llegan los gritos de los jugadores de naipes  en las tabernas. El latón  de los gallos  regula  el tráfico. La  campana  que toca a vísperas comadrea  con  el  fonógrafo de la lotería, el órgano estruendoso y sentimental del tiovivo, una platabanda anuncia  con musgo recortado: HUEVOS FRESCOS.
 
 
Lo que pudo ser Versalles
 

    Juvisy  pudo  ser Versalles. Luis XIV soñó con hacer su palacio en esta colina. Le Nôtre, el genial creador  de jardines, trazó la terraza, en cuyos  nichos resisten obstinadamente a la decapitación varias estatuas; llenó de agua los estanques, cavó la gruta: testimonios ruinosos del capricho real. ¿Hubiera tenido Juvisy la gloria de Versalles? Quizás  no: ensáyense lirismos  versallescos a base de la palabra Juvsy. Medio siglo XVII y todo  el XVIII hubieran sido diferentes.

    El panorama sobre el valle del Sena y del Cebada es magnífico, afirma el señor Baedeker en uno de sus libros famosos. ¿Pero existía el señor Baedeker?  Se preguntarán  muchas personas. Al parecer, sí: murió no hace mucho. Las chimeneas alfilerean en el paisaje a la estación del  ferrocarril. Naufraga la arboleda entre tejados rojos que albergan  el incurable vacío de pequeños burgueses retirados. Allá en el horizonte, donde las colinas tienen gracia de curvas de mujer -haikai de Monterde-, cuatro pilones radiotelegráficos se hunden en una nube como agujas de hacer calceta en la pelota de lana. Prolijos letreros prohiben el paso en todos los sentidos. Y eso es todo. El fraccionamiento acabó con la belleza del parque.

    Carretera abajo, un puente doble salta en Cebada en tres brincos: mucho puente para tan poco agua. Lo coronan dos  lindas fuentes  labradas por Luis XV - placa de mármol- y reparadas por Napoleón - placa de piedra -. Se prohibe  fijar anuncios -placa esmaltada-.
 
 
El observatorio
 

    Era el castillo de 'la Corte de Francia' - nombre que  aún tiene la aldea donde ésta enclavado-, alto  de los reyes en el camino a Fontainebleau. La Revolución hizo de él  casa de postas. En una de sus habitaciones, supo Napoleón, en 1814, que París había  capitulado ante las tropas aliadas y que su imperio se hundía...

    Desde Juvisy lleva al observatorio, en la cresta de la colina, una empinada calle entre dos tapias por las que desbordan las esmeraldas de junio. Sus  adoquines lustrosos están festoneando de yerba. Son conmovedoras las calles herbosas: calles de lujo -ocio, lujo primordial- donde la vida toma su verdadero sentido de cosa quieta, y mansa, y dulce, y en donde  el Tiempo se detiene  como un perro olisqueando los guardacantones. Esa calle, naturalmente, se llama 'Camino Flammarion'. No tardará el cabildo en erigir una estatua al sabio -la levita flotante, la  barba solemne, señalando con un dedo a la estrella polar- pretexto para grabar en el zócalo el nombre del alcalde y de los  concejales. Porque era, sin duda, una celebridad mundial y una  gloria francesa, pero era muchísimo más todavía: el orgullo local. Medio pueblo miraba al firmamento. Y hasta cierto negociante en vinos al por mayor, según  reza el largo rótulo que se destiñe en la fachada de su casa, coronó  el  tejado con la gorrita de Jockey  de una cúpula  astronómica. Lo adivinamos  ventripotente, barbiflorido, decisivo en sus  opiniones, dejando caer con negligencia: -Monsieur Flammarion, mi ilustre colega...

    El castillo -magnífico don que un mecenas hizo en 1882, al sabio- muestra la huella de sus concepciones personales en arquitectura. Un cuadrante solar adornado con relieves -la luna en  menguante y Saturno con todos sus anillos de nuevo rico- alza cual un anuncio de gasolina esta verdad: TEMPUS FUGIT ¡Mal consejo para los automóviles enloquecidos en la carretera! En la reja de entrada lucen convencionales estrellas  de cinco puntas. ¡Extraño, eso, en quién protestó contra los convencionales rayos en zig-zag de los  cuadros! Junto a la reja una torre de ajedrez, venada como una mano vieja por la sombra de un árbol.

    Sobre la puerta, este lema: AD  VERITATEM PER SCIENTIAM ¡Cómo lleva  esa frase encima su 1880! Frase ampulosa e imposible, a lo Renan: nunca se llegará  a la verdad- ¿a  qué  verdad?- por la ciencia... Pero ella define la obra de Flammarion, obra del siglo XIX, paralela a las novelas de Zola, a los dramas de Sardou, a las comedias de Dumas hijo, a la filosofía de Comte, a la poesía  de Sully Prudhomme, a la música  de Meyerbeer.  No le dieron al sabio la celebridad sus trabajos puramente científicos, sino sus  escritos de vulgarización. Hizo accesible una ciencia hermética, nutrida de números como de un indestructible fosfato de cal. Nos permitió asombrar a las primitas tímidas con citas de 'Dios en la Naturaleza' cuando fuimos  espíritus fuertes al filo de los quince años. Y nos dio horas de entusiasmo con sus hipótesis fantásticas -¡demasiado bellas, ay!- con sus descripciones de otros  mundos de los que nos sentíamos  ciudadanos  adoptivos, con sus anécdotas interminables y sabrosas, con sus historias de aparecidos... Duerme ya en paz bajo  los árboles de su jardín que vio a los reyes de Francia. Y ¡quién sabe! acaso su espíritu de infatigable trabajador añada ahora  a su libro póstumo, Los Fantasmas, el más  sensacional de sus capítulos...
 
 
 

1925
 

 


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