Fontainebleau
 
 
 
 

El sortilegio de Fontainebleau
 

    Lo más lindo de Fontainebleau son sus muchachas. Lo más lindo de sus muchachas es el nombre: Bellifontaines. Todas van mordiendo una flor: su sonrisa. Las casas ostentan una cofia de glicinas y de lilas, entre hojas muy verdes que rompen la armonía del color: debieran se hojas tenuemente grises... En las puertas, letreros: 'Se alquila'. La impresión que da este pueblo, de ser demasiado grande para su vida recoleta, queda aclarada: París le mandará sus legiones de veraneantes que sembrarán en el bosque periódicos manchados de grasa.

    Acurrucado a la vera del castillo, tiene el aire de vivir de sus obras. Explota esa abstracción: el recuerdo. Sus habitantes miran un poco burlonamente, por defensa instintiva: así miramos al adolescente que empieza a leer libros del novelista a quien ya comenzamos a olvidar. Se mezcla en ellos la suficiencia de saber, la envidia hacia el que va a gozar el descubrimiento, el odio al oficio nutridor, la manifiesta antipatía del parisiense por el extranjero -a quien llama en griego Meteco- no es otra, en el fondo.

    En cada zaguán una dama vende postales; estaba ahí desde el tiempo de Francisco Primero. Ha tomado ya el color ceniciento de la piedra. Lo sabe todo. Y dan ganas de preguntarle:

    -Dígame. señora: ¿estará en su domicilio don Luis XIV?...
 
 
El castillo
 

    Turrón de castillos, tan arbitrario como los dibujos que hacen los escolares estrujando una gota de tinta en un papel doblado. Cada siglo le dejó un pegote. Antípoda de la solemne armonía de Versalles, su unidad es la que la hubiera dado un loco: se la dio la Historia... No es posible evocar las figuras de otros tiempos: un revoltijo de reyes apoyados en su número romano surge al instante del olvido como las sombras de la costa Cimeriana con la sangre que les ofrendó Ulises. Luis XIII, que nos interesa como pretexto para las gloriosas galopadas de Artañán, nació en él. Cristina de Suecia hizo asesinar aquí a su favorito Monaldeschi. En esa casa que cubren desteñidas colgaduras verdes, María Antonieta soñó quizá con el bello Fersen. Sobre este veladorcito Napoleón garabateó su abdicación en favor del Aguilucho; esa raya en la caoba la hizo el Águila, ¿con la garra? no: con un cortaplumas. Desde ese trono, bajo el dosel púrpura sembrado de abejas de oro, tomada la lección a su corte alineada en sus taburetes de escuela primaria. En este noble patio, cuya escalera en herraduras es como un fistol sobre el plastón blanco de in jinete, se despidió de sus gruñones. Pero todo eso es secundario; la impresión inmediata es esta: cuartos de un Palace-Hotel. Igualmente nos abrumarían nuestras modestas habitaciones de 'Hombre en-la-calle' si supiéramos cómo se llamaban todos los inquilinos que nos precedieron.

    Los diversos castillos que encercan el diamante de París con apagadas esmeraldas, tienen salones intercambiables, los mismos cuadros obscuros donde un monarca con una pierna en flexión mira pasar a los visitantes, conteniendo por miedo al qué dirán sus deseos de salirse de la tela, iguales sederías de León bordadas a mano, resumen de muchas vidas anónimas sacrificadas al esplendor de un solo hombre; idénticos muebles Imperio, recargados de aplicaciones de bronce cual gloria de Napoleón con las batallas que ganaban sus mariscales, muebles fríos y pesados como cajas-fuertes, en los que sería imposible guardar cosas íntimas y ligeras: una docena de camisas o un paquete de viejas cartas de amor; los mismos gobelinos donde se borran lentamente las figuras dejando sólo una armadura de indignos fósiles y de rojos oxidados con aristas que emblanqueció el roce del Tiempo: idénticas alfombras enrolladas cual una ola al romper en la playa. ¡Alfombras representativas! Dicen a la democracia: -Aparta..., con el desdén de una duquesa en su reclinatorio de la iglesia Santa Clotilde, en París, donde pulsaba el órgano César Franck.

    Pero estos salones de Fontainebleau, los más suntuosos de Francia, son excesivos. ¿Realmente han podido vivir hombres en ellos sin sentirse aplastados por tanta madera tallada, por tanto yeso prolijo? Frente a ola divina sencillez de la selva las galerías espectaculares hacen sonreír: ¡demasiados oros! Se sale del palacio con un principio de conjuntivitis...

    Por las noches quizá vagan los fantasmas. ¿Señores cubiertos de brocado y de joyas, llenos los labios de padre nuestros y de galanteos? No: el doble astral de alguna yanquesa romántica, que se revuelve en su lecho soñándose favorita del rey de Francia: That dear little Louis...
 
 
La carcoma
 

    'De los cicerones, líbranos, señor'. Plegaria inútil: no nos libraremos jamás del hombre de la gorra galoneada y los dedos teñidos de tabaco, pastor de la manada humana. Insiste particularmente en las fechas, aleccionado por sus habituales auditores anglosajones, que gustan asirse a realidades positivas: a cada siglo hacia atrás, el "¡Aoh!" ritual gana en vibración un décimo de segundo. Los irredentos se agolpan en torno suyo para no perder una sílaba y desquitar bien el franco de entrada. Quedarse el último del rebaño es imposible: hay siempre varias parejas de enamorados besándose copiosamente. Cabe sólo abstraerse mirando a una linda curiosa cuando el guía señale a su piara, por ejemplo, el sitio donde el Papa Pío VII definió al Corso: '¡Tragediante! ¡Comediante!, ¡Pero advertirá pronto la desatención y ya no despegará de nosotros miradas suspicaces: ¿no tendremos el propósito de robarnos una torre del castillo?
 

La selva
 

    La más bella de Francia. En sus cavernas se albergaron bandoleros y ermitas. EL 'Cazador Negro' la recorre a veces entre sonar de cuernos y ladridos de su diabólica jauría: horrible y tenebroso, dice el viajero espantado: -¡Corrígete!...Y desaparece. Es un alma en pena, como todos comprenderán. Por eso hay en la espesura cruces de piedra y en los cedros más viejos un nicho con una imagen de la Virgen y coronas votivas. A veces un guardabosque descubre bajo un matorral un esqueleto: ¿un paseante a quien mordió una víbora, o un asesinado, o un suicida?... ¡Es tan inmensa la selva, tan agreste! Sobre las rocas, marcas azules señalan los itinerarios; en las encrucijadas hay carteles indicadores: pero ¿ quién impedirá a un sediente de misterio irse adonde no llegue el resoplar de las bocinas de los automóviles ni el odioso estampido del cañón que tira al blanco en el Polígono de Artillería?...

    ¡Delirio de colores! No en vano hicieron célebre a Barzón tantos artistas. Duro verde en los brezales, sombrío verde-botella de las pinedas, hayas verdes como la reja del balcón en el cuadro de Manet, verdor de agua muerta en la pluma rizada de los helechos; cobrizo tronco de los pinos, sepia de los robles, plata de los álamos... Nos baña una luz infinitamente verde, tan líquida que parece va a teñirnos la piel. Y de pronto salimos a un arenal pedregoso, resto del mar que cubrió esta parte de Europa en la época terciaria. Las rocas pulidas por la lluvia, grises o azules, amontonan formas inverosímiles entre grandes manchas amarillas, de hierbas en flor. Centella la arena blanca. La sombra se acurruca en las quebradas como un barniz violeta. La luz en tan viva que se diría sonora. Como el cisne que mató Parsifal se desploma diagonalmente un cuervo. El tiempo se aprovisiona aquí de arena para su reloj, pero olvida pasar las horas. ¿Para qué?... Nos fundimos al gran vibrar panteísta, y brota irresistible el recóndito anhelo: ser árbol en la reencarnación próxima y vivir siempre en esta soledad absoluta...

    Y de improviso, tras la roca que nos abriga, suena una voz: -Atención, Melania, no se vaya a caer el vino... Es un abarrotero de París, en excursión familiar, que interpreta la poesía del bosque a su manera...

 

 

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