Marly
 
 

El acueducto
 

    Lo royó el mismo insecto que agujerea las hojas del roble, y sólo dejó la espina dorsal, que peina nubes en el horizonte. Lo mismo que en la vieja fuente de Los Remedios frente al Valle de México rutilante de sol, 'el collado pasara por rivera' la máquina hidráulica de Marly, octava maravilla del mundo, regaba sobre sus mmmmmm... -inicial largamente prolongada de la máxima interjección nacional- las turbias aguas del Sena que iban a volverse diamantes en los surtidores de Versalles, como aquellas mujeres de arrabal que el capricho del rey hacía marquesas. Hinchan el terreno las jorobas de una batería retenida por los arcos igual que basuras en una coladera. El acueducto muerto ampara las lápidas de un cementerio de aldea como una gallina su nidada. Un arco es puerta monumental y los inmensos nichos fingen un osario para colosos. ¿ Cuál de estas tumbas abandonadas guarda el polvo que fue Madame Vigée-Lebrun, retratista de reinas? Los dúos de amor de los alrededores han rascado las elefantinas pilastras y la maciza torre terminal. Las iniciales grabadas a punta de navaja se abrazan invariablemente dentro de una línea curva que puede ser un corazón estilizado, o bien la jarretera que se ve en la marca de los sombreros ingleses.
 
 

Éstos, Fabio...
 
 

    ...fueron un tiempo los célebres jardines de Marly, donde Luis XIV gastó cuarenta y seis millones en una ermita, rey fabuloso que en la Tebaida habría mandado hacer de mármol su cueva. Quedan el sitio y el recuerdo. Sobre ellos han llorado los árboles sus hojas. Los troncos visten de terciopelo verde muy claro. ¿Heredaron los trajes viejos de los señores de antaño, o el Hada Perversa metamorfoseó así las legiones de lacayos?... En un muro de sostén, bajo las raíces gotosas de un haya, se ahonda un subterráneo como una U invertida que prolongara, en su vocalización, un bajo cantante. En el fondo se espesan las tinieblas y se abren todas las posibilidades: acaso es la entrada de Wonderland; quizá estén grabados en la bóveda los nueve endecasílabos que leyó el Florentino; tal vez sólo hay un derrumbe de guijarros...

    El césped que escarchó el invierno mima una copia de la cascada desaparecida, y la valla servil de los castaños guía la mirada hasta una nube sobre la cresta de la colina. El camino venda a la pradera la cuadrangular ruina del castillo, y en la espesura del parque es orificio de oruga en la almendra. Las piedras que hollara el rey son ahora estercolero de vagabundos. En la explanada se entrecruzan las rayas blancas de un campo de balompié. ¡Hace bien nuestro siglo que los zapatones deportivos pisoteen sin tregua el terreno real y sena cascos del caballo de Atila para que no vuelva a nacer sobre la buena tierra de Francia la vieja cizaña de Borbón o de Orleans!
 
 

Los estanques secos
 
 

    A la pradera le arrancaron sus pupilas de cristal en las que se miraba el cielo azul. Esa oquedad en el césped fue estanque. Pero desaparecieron los bordes marmóreos de bañera galante. No más canción del surtidor en noches de luna, ni discretos de galanes y de damas. De todo ello queda sólo un grabado antiguo... Ríe el regato que corta la colina, y su alborozo es como si le esperara el mar y no el espejo sin brillo del charco helado. En el césped, que diseña las graderías de donde huyó el mármol, se apelotonan los terrenos de los topos, gambusinos de inencontrables oros, y duran desde el verano un casco de botella, una lata oxidada. Sobre la carroña del parque muerto planean aves de presa, escapadas de un escudo feudal.
 
 

Puntos de vista
 
 

    Las alabardas de los suizos del rey se han hecho postes de telégrafo en el paisaje histórico. En la copa de un árbol se engancha una nube que finge la cola de un papalote roto. Al cielo claro se le escapa del bolsillo la luna, moneda de plata. Pilastras de cincuenta metros alzan al fondo del valle la línea grisácea de un viaducto de ferrocarril como los brazos de Laocoón la serpiente. Pasa un tren, brazalete que se arrastran en una pesadilla de las que dibuja Arthur Rackham: ruedas triangulares, vagones unánimes y el humo en sacacorchos; tal como lo hubiera pintado un niño. Dialogan un klaxón de automóvil y el silbato de la locomotora sobre el murmullo del agua que cae en la fuente del 'Abrevadero'. La flecha roja del gallo taladra la clara plata de los pájaros y hay en el aire de cristal el trémolo de un aeroplano invisible que va dejando una larga pluma de humo. Un grupo de árboles distantes parodia a la armazón de un gasómetro. Se afila en el horizonte la llamita gris de un campanario. Y todo el paisaje está anegado en una fina bruma azul lo mismo que si viéramos el fondo de un lago a través del agua tranquila.
 
 

Los caballos
 
 

    El espejo del 'abrevadero' copiaba sus cuellos nerviosos; tal vez una dama de la corte acodada al parapeto de la terraza en el atardecer barría con el abanico un pensamiento oscuro, paralelo al deseo de Dejanira... Hicieron fortuna: del parque abandonado fueron a ser pasmo de turistas en la Plaza de la Concordia, de París. Los caballos de Coysevox declaman sobre la puerta de las Tullerías; uno va a decir la frase decisiva en su discurso: -'instituciones sociales' o 'intereses del Comercio'- sólo faltan bajo los remos delanteros el tapete y el vaso de agua... Los gorriones han hecho sus nidos en los trofeos guerreros del pedestal; hace tiempo que los pierrots de París perdieron todo respeto a lo divino y a lo humano e igual manchan de blanco las barbas de piedra de un profeta gótico que la casa de bronce de Camilo Desmoulins. Sobre el corcel alado un equívoco Mercurio cruza las piernas en un 4, como el Pavlowa cuando la sostenía en el aire Volinine. En le otro caballo, la Fama, cirquera con rostro de Maritornes, sopla en una trompeta. El pegaso, positivamente asustado por la música, inmovilizada el vuelo sobre un caso donde bosteza una piel de león, como si esperara el 'ya' de un fotógrafo. En los grupos de Coustou, a la entrada en los Campos Elíseos, los caballos se encabritan espantados por el taf-taf de los taxímetros, y saltan un peñasco -la crin tempestuosa y la cola llameante-, con sobrado impulso para saltar los Alpes. Del belfo a la mano de los domadores la rienda se ha roto; pero no lo advierten, arrebatados por su papel de caballos fogosos. El traje de los domadores haría furor en un baile de las Quat'z' Arts. El de uno es el pliegue de un manto que tiende el viento; el del otro, en el hombro, un carcaj.
 
 

El abrevadero
 
 

    El muro roído de viruelas, que peregrina por colinas y por valles encarcelando árboles, acaba en el 'Abrevadero' monumental. En la terraza se aguzan las pirámides de los cipreses. Encerca la fuente una corona de pilones ligados por una barra de hierro cual cadena de galeotes, y, sobre el hielo que oculta al fondo, una vieja rueda de bicicleta espera un día de sol par hundirse. En la gran puerta del parque alternan trofeos de guerra y cabezas de carnero, símbolo de cortesanos. Desde el quicio ondula en la banqueta un hilete húmedo: el perro responsable barre el suelo como una locomotora que patinara en lo rieles. Los gorriones erizan la barda cual móviles cascos de botella, y muestran, dando saltitos, una frivolidad impropia de su grave chaqué; debieran imitar a esas gallinas que para picotear en la cabeza se remangaron pulcramente las faldas anudándose detrás. En torno al abrevadero, hecho para los caballo de Helios, el musgo dice olvido, y junto a ese testigo ciego de siglos muertos, pasa el tranvía moderno, estridente, decimal y vacío.
 
 


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