La ciudad de la batalla
 
 
 
 

De no ser Verdún la Ciudad de la Batalla, tiene que ser Meaux. Otras ciudades han visto otras batallas, pero ninguna nos interesa como la del Marne, gozne entre una época que acabó y ésta, transitoria, que comienza con ella. Vivimos aún en su atmósfera, cual en la cola de un cometa. Y todas las contradicciones del momento actual, magnífico y terrible, henchido de promesas y de amenazas, parten de esa encrucijada de la Historia.

    Meaux ofrece el no sé qué de las calles en donde pasó algún accidente de tráfico. Aún no sale del susto de la guerra. Asistió a ella con el pasmo de la solterona que descubre, de pronto, un ladrón en su cuarto. Y el pasmo perdura: la ciudad está vacía, silenciosa. Calles solitarias llevan a plazuelas en donde el Tiempo se estanca cual las aguas del Marne en un remanso. Los relojes públicos marcan horas de fantasía, inmóviles como el anuncio de La Viuda Alegre en la cartelera del Teatro desde la última función, hace tres meses. Andamos por en medio de la calle, olvidados de que existen- en otro mundo- automóviles. En los cafés, palmoteamos largo rato, solos entre las mesas de mármol coronadas de sillas, antes de que el mozo somnoliento se desprenda de su telaraña habitual y se dedica a calentar agua para hacer la única taza de té que servirá en el día. En algunas bocacalles, un cordelillo sostiene desteñidas banderitas yanquis e inglesas, cebo para turistas, como se cuelgan del techo tiras de papel engomado para que se peguen las moscas. Tras los visillos adivinamos miradas espinosas. Los chicuelos sucios que juegan en el arroyo suspenden sus gritos y nos contemplan como a habitantes de otro planeta perdidos en éste por un error de itinerario. Sentimos el recelo ambiente cual un manto de plomo. Cada gesto nuestro será espiado, y comentado a la hora doméstica de la sopa. Y le pedimos a la Providencia que por hoy, ninguna vieja avara sea asesinada, porque la ciudad unánime señalaría como culpable- provisionalmente- al forastero desconocido que, ¡detalle acusador!, contempló largo rato las estatuas sin cabeza de la catedral...

    Provincia. Pianos que muelen laboriosamente los granos de un vals. Bustos de prohombres locales, tan borrosos como si fueran prehistóricos. Paseos con grandes árboles, por los que se apresuran al Rosario las señoras enlutadas, con sombreros inverosímiles y faldas inviolables. Matronas desbordantes, henchidas de res-pe-ta-bi-li-dad, dispensadoras de reputaciones, ejes del mundo. Muchachitas rotundas y muchachitas chupadas, que se ruborizan imaginando galantes las miradas curiosas. Seminaristas colorados y seminaristas pálidos, inevitables, en estas ciudades tristes, como las hormigas en el cajón de azúcar. Y el boticario librepensador, lleno de la fraseología del siglo XIX, que justifica a Flaubert inventando con ingenuidad esta irreconciliable antítesis: "Botica del Progreso"... ¿Es posible que París esté a cuarenta kilómetros?...

    El río es infinitamente provinciano también: ni siquiera un cadáver de perro pone en él su nota trágica. El Marne, en Meaux sirve para la navegación y para desaguadero de cloacas; para lavanderías y baños; para aprovisionamiento de agua y para adornarse con espumas bajo las ruedas de pintorescos molinos del siglo XVI, elevados sobre pilotes en el centro del cauce. Tenaces pescadores establecen con lo imposible el tenue contacto del sedal, y comprueban que el río sirve para todo, menos para pescar. El agua verde peina las algas del fondo pedregoso, inclinadas hacia París, y pone música de efes a un ruinoso puente de piedra ya una pasarela de madera que tiembla de miedo al cruzar de orilla a orilla sobre sus pilotes, como con frágiles patas de araña. En la desembocadura de las cloacas los chiquillos espían los secretos de la ciudad. Junto al agua, una obrera cose cachuchas. En el paseo, de cara al río, una burguesa modesta hace borlas para el polvo. En los bancos se aprietan las vecinas, cosiendo. Las adolescentes bordan y cuchichean. Sin duda, el boticario progresista ha inculcado a sus conciudadanas la máxima pragmátista: time is money... Pero un jorobado, empuñando la hoz, siega el pasto del jardín con grandes gestos revolucionarios, y...

    En el patio del antiguo Obispado, convertido en museo, las gallinas practican también el pragmatismo, picoteando entre doce cañones alemanes que se oxidan como la gloria. Testigos del reciente pasado, mantienen el recuerdo tanto como el monumento, una columna, con un genio alado, y en la base un león de bronce, cuan pacífico paseo, a los muertos de la guerra. De las guerras: están ahí conmemoradas todas las Francias, desde principios del siglo XIX. En una esquina del pedestal leemos sin sorpresa: México. Y estos nombres que resucitamos del olvido: Teniente-coronel Testar, Teniente Courteau, Subteniente Tronchon, Cuartel-Maestre Shaladeck, soldados G. Duet, E. Carré, F. Vallet. Son los nombres de los melodramas muertos en la Guerra de Intervención, que yacen acaso en Puebla...

    Como Burdeos su vino y Lyon sus sederías, Meaux tiene una industria local: Bossuet. Es difícil imaginar al águila -"el águila de Meaux"- en el gallinero. Bossuet es Versalles, con toda su opulencia y toda su teatralidad. Con toda su injusticia, también: en el duelo con Fenelón sobre el quietismo, el éxito estuvo de parte del gran orador, pero la razón y la justicia, de parte de Fenelón. Pero, para los meldenses, Bassuet es indiscutible: ¿ qué sería de Meaux sin Bossuet? Sólo que Bossuet no le bastaba, y se asió al recuerdo de la batalla del Marne para no desaparecer del mapa como un montón de escombros que el tiempo nivela poco a poco.

    Tiene, además, la catedral. ¿Por qué tendrán estas ciudades tan chicas estas catedrales tan grandes? Raspada por el tiempo, cariada como una dentadura pobre, se funde lentamente en el cielo como un poco de sal sucia en el mar. Las telarañas de plata consolidan la reja oxidada del atrio. En la pesada fachada, muñequitos con un solo pie se yerguen con tanta dignidad como si tuvieran dos. Los santos sin cabeza nos proponen enigmas indescifrables. Desde una gárgola, un canónigo de piedra nos mira a través de sus gafas: los tallistas del siglo XVI habían advertido ya que un hombre con gafas es siempre un poquito más ridículo que los demás hombres; Harold Lloyd lo han confirmado después. -Acaso las gafas sean un acto de cinismo: afirman el defecto, lo subrayan, y cortan el paso a la burla con la insolencia.

    El interior de la catedral, rehecho piedra a piedra, es blanco como una soleta. En el coro yace enterrado Bossuet; le encierra, más que la gran lápida negra, el pomposo epitafio dorado. Un busto se posa en una repisa del pilar frontero como en una alcándara: reminiscencia del águila... Todavía hay más Bossuet: una estatua de 1322 le muestra sentado y bendiciendo; para escándalo de las damas devotas, la cabeza de mármol tiene bigote y mosca, blancos naturalmente. Otro monumento, enorme, con figuras alegóricas- La Vallière, el mariscal de Turena, el Gran Delfín, Enriqueta de Inglaterra, y el águila, y un sol semioculto por nubes, y un medallón del Gran Condé, idéntico a Maurice Barrès encumbra al obispo y a sus profusas vestiduras. La mano extendida señala al reloj de la tribuna del órgano. Y el reloj señala las tres de la tarde. Pero no comprendemos bien el simbolismo de todo esto...

    En las naves hay lápidas sepulcrales de los canónigos del Capítulo. Confesaremos cierta afición a las lápidas sepulcrales. Son la puerta de lo desconocido. El hombre que yace detrás ¡está tan cerca, tan lejos! A través del tiempo le sentimos inmediato, puesto que sabemos cuánto ha pasado desde su época hasta la nuestra. Se han escondido ahí desde hace siglos, y si saliera- todo es posible... -¡cuán implacable juez sería de nuestro tiempo! Son simpáticos, esos muertos tan borrosos como sus lápidas, personajes de su momento según lo prueban las retumbantes frases latinas del epitafio sobre las que ponemos nuestro civilizado tacón de goma con aplomo de conquistadores. Deletreamos, para resucitarlos -¿recordáis a Maeterlinck?, los muertos sólo se despiertan cuando alguien piensa en ellos- esos nombres de hace siglos, absortos ante la concatenación a través del Tiempo y del Espacio hasta aquí: Valentinus Pidoux, Medardus Vernet, Carolus Place, Olivarius Navarre...

    La única torre terminada, la del Norte, tiene los trescientos y pico de escalones obligatorios. ¡Torres de las viejas catedrales, en donde viven el gnomo solitario del reloj, y en las que siempre esperamos descubrir un secreto! Como en el "Mundo Perdido" de Conan Doyle, estas viejas torres salvaron acaso, islotes del tiempo, a especies de otros siglos. ¡Quién sabe qué misterios recelan esas puertas carcomidas y verdosas, rellenas de polilla como de crema un éclair, con grandes cerraduras obedientes sólo al Cuasimodo local! Tras ellas está todo lo imposible...

    En las cornisas, entre el guano de las palomas, crecen plantas que ignoran doblemente la gravedad; se alza sobre el vacío, y se mecen con alegría de bailarinas. En el techo de plomo de la torre, el pararrayos nace de la cruz como un enorme estilete. Las golondrinas nos rozan fraternalmente. Panorama; tejados viejos; arboledas eternamente nuevas; el jardín en forma de mitra del antiguo obispado, jardín pomposo cual una oración fúnebre, en donde juegan los niños tímidamente y las inevitables costureras sólo se atreven a coser telas de colores discretos. La luz se materializa en el rumor de un tren, que llena toda la tarde. Allá abajo, mi sombra gesticula sobre un tejado como una paloma negra. Y alrededor de Meaux, la dulce campiña de Francia cortada por un listón de seda verde del Marne, en donde tronaron los cañones, corrió la sangre. Esas colinas risueñas, esos campos peinados por el cultivo, esos caminos empenachados de árboles, aquel bosque al que la distancia vuelve pradera, fueron escenario de la más terrible batalla campal de todos los siglos. Y mucho más lejos todavía, a kilómetros y kilómetros de este horizonte suave... Con el mapa a la vista, comprendemos la lógica de la batalla, los movimientos de los ejércitos en esos cinco días de furioso combate. Pero no comprenderemos nunca cómo pudieron los hombres matarse ferozmente en esta tierra "molla e lieta e dilettosa" cual la del Loira que cantó el Tasso...
 
 

    1926 
 
 


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