Los inválidos
 
 
 
 

    Rectángulo de cartulina que da la vuelta al mundo con saludos de turistas; el lado opuesto se reserva para la dirección. toda la historia de Francia, declamada por cubiertas del Petit-journal dominguero, con los colores agresivos de Detaille: pintura fabricada a pistoletazos, telas pintarrajeadas a galope, arte improvisado al redoble del tambor -¡oh Baudelaire!

    Armas de 1914-1918. Demasiado máquina; los ojos acarician las armaduras renacentistas, que la gamuza y la creta untaron de claridad, pero las armas de hoy sólo inspiran, sólo pueden inspirar piedad para todas las víctimas. Y nacen pensamientos sediciosos: ¿qué mano alzará la nueva antorcha, prendida en las pavesas del 89?
 

El Corso
 

     Motivo de cartel patriótico. ¡Napoleón eterno! se ha llamado Jerjes, Aníbal, Tamerlán, otros cien nombres. 'Fenómeno cósmico' -sintetiza Xenius-, todavía se le adora, como se adoró al fuego en el alba de la humanidad. Pero lo que hay de grande en él es a pesar suyo: es Francia, en ese italiano, y es la República, en ese autócrata. sin el pueblo más apasionado del orbe por sus ídolos, el corso habría sido otro Wallenstein; sin la República tras él, los tiranos de Europa no le habrían engrandecido con su pequeñez. Mientras sólo atacó reyes puede admirársele como brillante general -hasta donde cabe admirar a un general-; pero atacó pueblos, y...

    Le redime apenas el sacrificio de los borrachos de su nombre.

    Reflexión al margen: la campaña de Italia enriqueció a Bonaparte; la guerra es la regresión al concepto de propiedad en su estado nativo.
 

Las banderas
 

     Muchos hombres se hicieron matar para que colgaran en la iglesia de San Luis esas banderas donde apenas se percibe el rojo, que volvieron decrépito los años. Las banderas mexicanas están junto a la bóveda, nido de águilas. Inútil buscarlas: todas las banderas de los Inválidos son del mismo color: sobre la gloria ha caído el polvo, como es justo: lección de la eternidad a la locura homicida. Al pie del asta, un número; así, cada visitante puede atribuir las enseñas al país que más particularmente deteste. En alguna leonado de un charro, un sombrero con galones, caza una red los últimos restos de la tela; un trozo de ventana, otro de cornisa, hacen compañía entre las mallas al harapo incoloro.

    Intercambiando las banderas que guardan los museos, todos los países quedarían a mano. ¿Si hiciéramos tabla rasa de la Historia y borráramos de todos los idiomas ese arcaísmo: "¿gloria militar?" Porque en último término es el polvo quien tiene razón...
 

Trofeos de la intervención
 

     La vitrina está al fondo de una sala sin importancia turística: pudor acaso ante la guerra inicua. ¿Vitrina de trofeos o aparador de tienda de curiosidades mexicanas? La chaquetilla de cuero leonado de un charro, un sombrero con galones de oro marchito, planos y vistas de conventos mimando la fortaleza... y una corneta: ¡vieja corneta mexicana, que fuiste souvenir en la mochila de un soldado, hermana de la hoja de hiedra que yo arranqué a la tumba de Baudelaire! en tu latón cuajó un poco de sol de México: júbilo de lejanos desfiles de rurales y alegría dominical en la fiesta de los toros; es tu marbete Gloria Victrix; tu historia epilogó en los puntos suspensivos del Cerro de las Campanas...

    (De la Guerra de los Pasteles quedó crema bastante para embadurnar una pared en el museo de Versalles con el bombardeo de San Juan de Ulloa (sic); las granadas abren solfataras en el fuerte-volcán, y Veracruz impávida contempla los fuegos artificiales).

    Pero todo eso se cargó ya al debe de la Monarquía y del Imperio...
 

Pasaje de Puebla
 

    El desquite del Escorial es el trocadero, que Huysmans encontraba deforme; a imagen de la victoria: la Tiranía sobre la Libertad, ha dicho poco más o menos Víctor Hugo. El desquite de la Avenida del Cinco de Mayo, de México, es el Pasaje de Puebla, de París; a imagen de la victoria también: la Injusticia sobre el Derecho. De la rue Bolívar, collar de la colina de Belleville, cuelgan cincuenta metros de callejuela. Se unta en el adoquinado desigual, por el que rezonga en fuga el agua sucia, la luz opaca de las tiendas: la taberna sin bullicio se encara a la mercería donde se agorgoja un tendero reseco, casi de raza humana, y al tendajón en cuyas tinieblas naufragan las botellas como los artistas famosos en las teorías nuevas. Fachadas oscuras comprimen la luz de dos faroles, que se astillan sin éxito. En los zaguanes, la llama verdosa del gas barre a los rincones masas de oscuridad, de las que salen el barandal y los peldaños de una escalera que va a otro mundo: el de los fantasmas. Tenebrosos gritos de mujer y turbio vocerío de chiquillos enlutados, subrayan el crepúsculo cadavérico. El espectro de Thais sisea desde su madriguera. Un zapatero -aguafuerte de Callot- esgrime el martillo con argumentos de discurso político, a la luz de una vela atragantada en una botella. Se apiñan, tras bardas leprosas, barracas desmoronadas en penumbra. Y en el muro que cierra el fondo del pasaje, un poste se exalta hasta ocultar la única estrella...
 
 

No he querido ver la tumba de Napoleón
Por no bajar la mirada.
 

 


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