Chantilly
 
 
 
 

Estampas románticas de Chantilly
 

    Cantilius, héroe epónimo cuyo nombre sobrevive desde la Galia bárbara hasta nuestro civilizado momento, Chatilly, cuando de la crisálida del bajo latín salió el idioma francés. Feudo de los turbulentos Montmorency que se titulaban “los primeros barones de la Cristiandad”. Corte de los quienes de él hicieron un rival de Versalles. En su magnífica selva persiguieron al ciervo veinte generaciones de príncipes intrigantes y degenerados, como aquel Enrique Julio de Borbón que se imaginó muerto y sólo aceptó comer cuando los médicos le dijeron que también los muertos comen, a veces... ¡Tantos nombres, ligados para siempre al de Chantilly! Juan de Santeul, el alegre abate poeta que por burla del príncipe bebió una copa de vino mezclado con infusión de rapé y “estornudó su alma en la eternidad”; y Vatel, que se suicidó por lavar de involuntaria mancha su honor de mayordomo; y Teófilo de Viau, quemado en efigie el año de 1623 a causa de sus poemas libertinos, que escapó a la muerte protegido por la Duquesa de Montmorency a la cual pagó su deuda de vida inmortalizándola en sus versos con el nombre de Sylvia...

    El pueblo alberga a sus cinco mil habitantes en dos interminables calles, nacidas, se diría, de los mendigos que esperaban a lo largo del camino el paso de las doradas carrozas. Es el paraíso de entrenadores y yóqueis ingleses. Acaso le predestinaran las cuadras excesivas que hizo edificar Luis Enrique de Borbón-Condé, rapaz ministro del Regente y de Luis XV, como prueba, según un ironiza, de que el príncipe debía creer en la metempsicosis cuando tal palacio mandaba hacer a sus caballos...

    En este rincón del planeta las horas son de 120 minutos y los años olvidan irse al llegar el 31 de diciembre. Aún perdura un no se qué de siglo XIX, imantado por el hipódromo que viera las elegancias del Segundo Imperio, marchitas en las páginas de Feuillet o de Jorge Ohnet. Nuestro tiempo ha aportado a Chantilly un hotel monumental, célebre ya por las intrigas mundanas a lo Bourget que ve en la temporada de carreras, y por haber servido al Ejército Francés de Cuartel General durante la Guerra. Y acaso esa primera avanzada del siglo trepidante en que vivimos preceda a la industrialización demoledora. Ya los arácneos encajes de seda negra famosos en el mundo con el nombre de Chantilly se hacen a máquina, y a la selva señorial vienen los domingos Mimí y Rodolfo, que son ahora tanquígrafa y vendedor de corbatas, respectivamente...
 
 
El castillo
 
 
    Al borde del pueblo es como el núcleo de un cometa seguido de su cabellera. A cada poblado le crecía así un castillo parásito, cuando el castillo no generaba por esporos el burgo. Desde lejos, flotando sobre el mar suave de la pelouse, semeja la morada de otra Bella Durmiente que esperarse la llegada del príncipe despertador envuelto en fino homespun escocés sobre un torpedo Napier de 60 H. P. No se extasíe el viajero sobre “lo bien conservado que está”. Del viejo, donde el Condestable Ana de Montmorency recibiera la visita del César Carlos V, sólo quedan antiguas estampas. Pasó la revolución... Pero los castillos tienen la vida dura: de sus restos reparados creció el nuevo, menos feudal, como si la lección del 93 le hubiera bajado los humos aristocráticos. No mucho: aún no está acostumbrado a la democracia y pasará, tal vez, al comunismo, sin comprender sus avatares, antimoderno, decorativo, inútil, hasta el incendio accidental o el saqueo guerrero que le dé fin.

    En los fósforos, carpas centenarias abren una boca insaciable y enorme para devorar migas de pan. Son los guardianes del castillo. Quizá como a Roma los gansos del Capitolio, ellas lo salvaron en 1914 cuando los hulanos alemanes durmieron sobre la paja en las galerías del museo. Porque es glacial del castillo debido a que encierra un museo: el “Conde”, donación del Duque de Aumale, conquistador de Argelia, hijo del rey Luis Felipe, a la Academia Francesa. Tiene lujosas habitaciones, que como las de Versalles o las de Fontainebleau, parecen falsas habitaciones inadaptables al vivir cotidiano, destinadas a asombrar a los visitantes; suntuosos mausoleos donde acaso por las noches se efectúan asambleas de ilustres fuegos fatuos; una biblioteca atestada de libros preciosos con encuadernaciones en piel que les dan ese aspecto de larga vida y robusta salud con que imaginamos al valle-inclanesco Don Juan Manuel Montenegro... Hay en el museo cuadros célebres, a los que es grato encontrar como a una persona de quien nos han hablado mucho; cuarenta incomparables miniaturas que Jehan Fouquet pintara en 1455 para un libro de horas; mil bellas cosas más. Y dos joyas sin par: el “Gran Conde”, gota de aurora líquida, diamante rosa de divina transparencia rutilando entre alhajas riquísimas que son miel para las pegajosas curiosidades dominicales, y la Minerva de bronce, una estatuilla griega alta de un palmo, tan exquisita que, como su gemela el sacerdote isíaco del Hermonthis, Egipto del Louvre, me ha hecho pensar muy seriamente en imitar a Peruggia, el anamorado de la Gioconda...
 
 
El parque
 

    Estampa de cuento romántico. ¿Qué “Sonata de Otoño” cantará su noble gracia, nutrida de recuerdos, sonriente de melancolía? Por él pasó Jean de la Bruyère, y supo de sus labios que todo está dicho desde hace siete mil años. Bossuet dejó oír bajos las frondas su gran voz. A él vinieron monarcas poderosos que son ahora no más que un nombre y un número olvidados en los manuales de historia: José II de Alemania, Cristián VII de Dinamarca, Pablo Y de Rusia, Gustavo IIII de Suecia... En ese estanque vio Teófilo a los peces ansiosos de prenderse en el anzuelo que les tendían Sylvia. Pastoras y galanes empolvados jugaron a la égloga en la aldea perfumada y teatral. Aún gira la rueda del molino para satisfacer la curiosidad sin cariño de los visitantes. Corre el agua por los regatos, y en los lagos los árboles copian su desolación. ¡El agua! He ahí, después de los Condé, al señor de Chantilly. Murmura chismes cortesanos en las fuentes y se cubre de encajes y blondas en surtidores y cascadas. El castillo se arroja en ella y no consigue hundirse: flota en los espejos a los que pone marco de peluche el musgo.

    Por las callecillas abiertas en la espesura, como la raya que trazara una uña sobre el terciopelo, nos aventuramos para ver si al fondo está el palacio de encantamiento que hemos buscado inútilmente muchos años. Pero la silenciosa penumbra, levadura de suspiros, el misterioso y distante imán ojival, nos llevan a un banco donde perdura un fantasma de seda, a una estatua abandonada: Eros, Diana, la Calipigia Afrodita que alza para nuestro regalo, en la intimidad, el paño que cubre su anca marmórea...
 
 
El bosque
 

    La vestidura invernal del bosque es de cuatro colores. Los árboles enfundados en pálido brocado verde por el musgo, hincan sus ramas sepia en el algodón gris de las nubes. Una lenta alquimia trueca en humus las hojas que segó el otoño. Y esos cuatro matices, verde, gris, ocre, sepia, hacen del paisaje una punzante y melancólica aguafuerte vagamente entintada. En el alma se confunden las imágenes del pasado. Sobre esa gran mesa de piedra- se piensa- Ana de Montmorency hacía despedazar los ciervos que cazaba... Y durante siglos, el bosque inmutable ha visto las jaurías perseguir la presa inofensiva, señores orgullosos gozar con la loca angustia de la víctima...

    Desflecándose entre las ramas igual que una vedija de lana en los alambres de la cardadora, viene un son metálico, lento, desesperadamente triste: en el concierto de las estrellas que oyó Pitágoras debe sonar así la voz de los astros agonizantes... Todas las murientas tintas del bosque se hacen sonido en las amargas notas. Y de pronto, borroso en la distancia, prisionero por el enrejado vertical de los troncos, se fuga un hombre, mal cubierto con harapos informes, al cual el infinito miedo secó la voz. Tras él repta una bestia hecha de cien bestias, larga serpiente manchada de blanco, de siena, de negro, erizada con cien móviles colas curvas, extremecida por cien ladrillos idénticos como el eco de un solo. Detrás rápidas sombras; un grupo de jinetes se detiene: vagamente se perciben los jubones bordados de oro y adornados con piel, los fieltros apuntados sobre los que se alza una pluma rígida. El jefe, encorvado sobre la rica gualdrapa de su cabalgadura, lleva en la toca medallas cosidas. Su mirada se enciende con el recelo perenne, y su boca es más dura que una cicatriz. Un grito de agonía viene en el aire, un grito casi humano, demasiado humano... Las trompas suenan el halalí. El hombre de las medallas sonríe...

    Pero por un camino, arcaicos y elegantes, cruzan al son de las trompas uno, dos, tres mail-coachs. La evocación se borra, la visión se precisa: no es Luis XI cazando hombres por divertirse en Plessis-les-Tours; son los invitados del Príncipe Murat que corren el ciervo en la floresta de Chantilly.
 
 
 

1925
 

 


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