Errores de Sor Juana
 
 
 
 

De un hábil político antillano se contaba que logró templar la peligrosa tensión de un debate parlamentario, diciendo con intencionada jactancia: “Yo me equivoqué una vez: cuando creí haberme equivocado.”

    La ocurrencia tiene meollo filosófico. Extraiga cada lector la porción que baste a su apetito de saber y contentémonos aquí con esta partícula: “la inteligencia, que parece instrumento segurísimo para alcanzar la certidumbre, es a menudo imprecisa por débil y conduce al yerro “Errar es humano”, asevera la experiencia. No habría, pues, motivo para detenerse a examinar algunos de los errores que contienen las poesías de Sor Juana Inés de la Cruz, si no moviese a ello el convencimiento de que tal examen contribuye a conocerla mejor, lo que vale por decir: a mejor aquilatar sus altos méritos, amén de que el descubrimiento de la verdad es, en último análisis, la meta de todas las actividades del hombre. Por añadidura, indicarlos, sobre no disminuir la gloria de la “Décima musa”, subraya y acentúa la calidad humana de su obra. Se dijera que más nos la acerca.

    Por supuesto, no han de considerarse como yerros las alusiones mitológicas o legendarias: Sor Juana usa de ellas a profusión, consciente de que son ficciones poéticas. Lo dice, por ejemplo, del Fénix en el romance donde “mezcla con el gracejo la erudición” al felicitar en su cumpleaños a la virreina, condesa de Paredes: “Y así, más años viváis, / Que aquel pájaro fenicio / Ha vivido, no en Arabia, / sino en símiles prolijos”. Y en el ingenioso romance con que dio respuesta al de cierto caballero que fingía haber buscado el ave maravillosa por toda la redondez del orbe, hasta encontrar que era ella, leemos: “el fénix sin semejante / Es de Plinio la mentira / Que de sí misma renace”.

    Es justo descartar, además, las equivocaciones imputables al descuido de los copistas. En el Prólogo al lector afirma Sor Juana que las copias de sus poemas “van de diversas letras, / Y que algunas, de muchachos, / Matan de suerte el sentido / Que es cadáver el vocablo”. Uno de esos “crímenes” se descubre en el romance con que envió a la citada virreina un andador para su hijito. Los versos 37 a 40 rezan así: “O aquel animado esquife / Cuya espalda amiga fue / Al naufragio de Anfión / Un escamado combés.” Anfión, según la Mitología, edificó las murallas de Tebas por arte prodigioso: bastóle pulsar la lira, presente de Mercurio. El sentido del poema pide que leamos “Arión”, de quien la leyenda refiere que, arrojado al mar, le salvó un delfín, seducido -antes, claro está, del chapuzón- por su canto y por el son de su lira. Más de un siglo y cuarto después de muerta Sor Juana, aún encontramos aludida la leyenda de Arión en una picante fábula de don Ignacio Fernández de Córdoba, que fue médico de las huestes del cura Hidalgo, y cuyos apólogos se publicaron, póstumos, en 1828. En el titulado La ballena y la delfina, ésta se jacta de “Que sin interés alguno / Y sólo por complacencia / Liberto de su naufragio / A cualquiera que navega; Dígalo el famoso Arión / Y otros marinos de cuenta, / Que se han salvado en mis hombros / De fierísimas tormentas”. Robustece aquella suposición de “asesinato” a manos de un copista el hecho de que en otras composiciones cite Sor Juana correctamente la leyenda de Arión y el delfín melómano. En cambio, es error suyo -explicable, pues nunca vio el mar- el considerar “escamado” a este cetáceo, cuya piel es lisa.

    Algunas veces no hay error, sino impropiedad en el símil. En las estancias que comienzan: “ovejuela perdida” -el Hombre descarriado- hállase el contrasentido de ofrecer a la oveja, además de “los pastos y verdores / En que te apacentaron mis amores”, alimentos propios del ser humano: “Del trigo generoso / La médula escogida / Te sustentó la vida hecho manjar sabroso / Y el licor de las uvas oloroso”. Aluden esos versos a la Eucaristía. Pero la Lógica pide que en las imágenes sean homogéneos los términos, so pena de resbalar hasta lo risible. esa ovejuela que come pan y bebe vino -aparte de saborear miel e ingerir aceite, según más lejos veremos-, a la vez que se apacienta en “pastos y verdores”, hace venir a la memoria la incongruente metáfora de Joseph Prudhomme, el fantoche con el chal el escritor francés Henri Monnier personificó, pronto hará un siglo, la nulidad en gredia, la vacuidad solemne: “El carro del Estado navega sobre un volcán.”

    En las mismas estancias, armoniosas, musicales, hay otra expresión poco feliz: el Pastor Divino le recuerda a la Ovejuela Perdida que la trajo a la verdura Del más ameno prado, Donde te ha apacentado / De la miel la dulzura / Y aceite que manó de peña dura”. ¡Dificilillo de tragar se nos hace ese aceite mineral!

    Del retorcimiento de los conceptos suelen resultar desacertadas imágenes. En la “Explicación del Neptuno Alegórico”, lienzo cuarto, “los griegos inhumanos/ dando alcance a los míseros troyanos” obligan a éstos a buscar seguridad “en la interposición del alto muro, 7 Que de sonoras cláusulas formado, / Y luego desatado / Al son de disonante artillería, Soltó Discordia lo que ató Harmonía”. hace sonreír, por anacrónico, ese cañoneo -si no es que detonan ahí erratas del texto consultado, que todo puede ser-.

    Sor Juana, ya lo dijimos, pide a la Mitología y a la Historia antigua muchos de sus símiles. Y acaso no eran muy sólidos sus conocimientos en tales materias, o el tiempo de escribir fallábale tal cual vez la memoria, porque no escasean en sus composiciones las inexactitudes. Indicaremos unas cuantas.

    En el romance con que celebra el primer aniversario del hijo de los condes de Paredes, dice, dirigiéndose al niño: “Que se goce vuestra madre / de ser, en vuestros progresos, / Le Leda de tal Apolo, / De tal Cupido la Venus”. Dado que cupido era hijo de Venus, el paralelismo vuelve a Apolo hijo de Leda; pero no fue ésta su madre, sino Latona.

    Errorcillo mitológico es, también, el llamar “monarca en otro tiempo esclarecido” a Acteón -verso 114 del Sueño-, quien a lo más puede ser llamado “príncipe”, como nieto de Cadmo, rey de Tebas. Y basten esos ejemplos en cuanto a la Mitología. Veamos alguno relativo a la Historia.

    En el soneto intitulado: admira, con el suceso que refiere, los efectos imprevisibles de algunos acuerdos, el “Suceso” es el siguiente: a Julia, hija de César y cuarta esposa de Pompeyo, la falsa noticia de su viudez le causó tal impresión que se malogró el fruto de sus entrañas, y de ello murió. Esto último no es exacto, pues en las “Vidas Paralelas” Plutarco afirma que Julia, tras de aquel percance, volvió a concebir y falleció al dar a luz a una niña, “le sobrevivió muy pocos días”.

    Error curioso es denominar “Paladión” al caballo de madera que los griegos dejaron frente a Troya como supuesto ex-voto a Minerva. En las décimas sobre el Alma que al fin se rinde al Amor resistido, en alegría dé la ruina de Troya, dicen del Amor los versos 11 a 14: “Disfrazado entró y mañoso; / Más ya que dentro se vio, / del Paladión salió / De aquel disfraz engañoso.” La poetisa, que menciona muy a menudo a Virgilio, no pudo menos de haber leído, en los versos 165 y siguientes del segundo libro de la “Eneida”, que Ulises y Diomedes robaron la estatuilla de Palas esculpida en madera cuya conservación se creía ligada al destino de Troya. El Paladión era ese ídolo, no el caballo. Dante, en el canto XXVI del Infierno, pinta envueltos en llamas a los dos adalides griegos y dice, versos 58 y 59, que dentro del fuego gimen “la añagaza del caballo” y que allí sufren -verso 63- “del Paladión el castigo”. Entiéndase: expían el robo del Paladión y la treta del falso ex-voto, dos culpas distintas.

    No huelga añadir, en descargo de la sin par mujer, que en aquella confusión se hermana con muchos otros escritores clásicos. Lope de Vega, en la segunda silva de su deliciosa Gatomaquia, para dar idea del paroxismo en que los celos pusieron a Micifuf, canta: “No estuvo más airado Agamenón en Troya / Al tiempo que, metiendo la tramoya / del gran Paladión, de armas preñado, / Echaron fuego a la ciudad de Eneas”. Y Don Quijote, antes de montar en Clavileño, le dice a la Dueña Dolorida: “Si mal no me acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fue un caballero de madera que los griegos presentaron a la diosa Palas, el cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la total ruina de Troya.”

    Tal o cual otro lapsus se debe acaso a la imitación. el doctor Alfonso Méndez Plancarte, en las doctísimas notas con que enriqueció la magnífica edición de las Obras completas, atribuye a “distracción muy curiosa” el desdoblamiento del volcán siciliano: “Al Mongibelo y al Etna”, verso 63 del romance con que la poetisa, “en cumplimiento de años del capitán Don Pedro Velázquez de la Cadena, le presenta un regalo, y le mejora, -al regalo, se entiende- con la cultura de versos elegantes”. pero Sor Juana, que en otras composiciones menciona aisladamente al Mongibelo, nombre poético del Etna, sigue quizás a Góngora, en cuyo soneto “Al Monte Santo de Granada” el cuarto verso dice: “Etna glorioso Mongibel sagrado”. La añadidura de la “y” trocó en desdoblamiento la iteración.

    Otras curiosidades análogas es dable espigar en la obra de la insigne poetisa. Lunarcillos tales nos la vuelven, en cierto modo, más simpática, la feminizan más, a ella que tanto sabía y que de los eruditos dijo, en su romance dirigido a don José de Vega y Vique: “hasta el saber cansa cuando / Es el saber por oficio”. No sabía ella por oficio, sino por apetencia y vocación, si bien no pocas de las cosas que sabía eran errores, en su tiempo tenidas por verdades. Es entretenido escudriñar un poco estas cuestiones.
 
 
 

Diciembre de 1954
 

 


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