Enrique González Martínez
 
 
 
 

    Dicen los franceses con certera metáfora: "Los muertos van aprisa"; entiéndase: hacia el olvido. El novelista Jules Romains trazó de mano maestra ese proceso en su libro Muerte de alguien: la súbita importancia que el fallecido adquiere entre quienes le conocieron; el trastorno que el proceso produce; las obvias reflexiones del coro laudatorio en el cortejo fúnebre; el rápido olvido, en fin, bajo la presión de los quehaceres, los placeres y los sinsabores cotidianos.

    En el mundo literario a esta ley se añade otra, peculiar: nuevas corrientes intelectuales acaparan la atención, desviándola de lo que Alfonso Reyes llamó el "pasado inmediato", y sólo años después sobreviene para los escritores verdaderamente grandes lo que podría denominarse " la resurrección".

     La gloria reviste sobre todo modalidades cívicas: entre nosotros, Rotonda de los Hombres Ilustres, nombre a una calle, a una escuela, a una biblioteca pública; más tarde, las tesis de licenciatura o doctorado; en fin, el solemne mausoleo que es la edición de las "Obras Completas".

    La poesía de hoy se ha desviado por completo de la corriente que a su vez, mediaba la segunda década del siglo, se apartó del modernismo. Figura señera en aquella corriente fue Enrique González Martínez, en su tiempo el mejor poeta de México, ya que no el más nuevo, pues éste lo fue Juan José Tablada con sus hai-kais y sus poemas ideográficos, hasta que Ramón López Velarde impuso el centelleo de sus metáforas y su opulenta riqueza verbal.

      Su aportación a nuestra poesía lírica fue pronto apreciada, al punto que en 1912, aunque ya contaba treinta y un años de edad, fue electo presidente del Ateneo de la Juventud; disuelta aquella agrupación, los poetas jóvenes le reconocieron como Maestro. En la poesía mexicana de su tiempo - años de 1911 a 1925- fue la cumbre. Su influencia era entonces notoria, e incluso López Velarde, que tan lejos parece de él, confesaba: "Yo, entre muchos, le debo enseñanza". Pero todas las influencias son transitorias; otras corrientes - dicho queda- fluyeron: las innovaciones de Tablada; las de López Velarde, con la polifonía de su orquestación verbal; incluso la atinadamente llamada "Estridentismo".

    Mucho se ha discutido acerca de la escuela a la que sea dable afiliar la poesía de González Martínez. Quien vea en varios de sus poemas el tono modernista no irá muy descarriado, pues el poeta nos dice en El hombre del búho que el modernismo aceptó " el enriquecimiento de las formas métricas, la resurrección de modos castizos olvidados, la libertad del ritmo y el estímulo de la gracia". Algunos críticos le tienen como el poeta, que, contra Rubén Darío, opuso al cisne ornamental el búho de la introspección; pero en 1941, en un artículo publicado en la revista Romance disipó la tergiversación hecha en cuanto a su famoso soneto " Tuércele el cuello al cisne..." Afirma que Darío " es el poeta a quien siempre he admirado, y más y más a medida del correr de los años "; y añade: " Con la mano puesta sobre el corazón, declaro que cuando escribí aquellos versos estaba muy ajeno de pensar en el autor de Prosas profanas. Quise en aquel momento, contraponer dos símbolos: el de la gracia que no siente el alma de las cosas, personificada en el cisne, y la meditación interrogativa del búho ante el silencio de la noche. Nada más. El cisne, por más grato que haya sido a Rúben Darío, no es de su exclusiva propiedad. Desde remotos tiempos ha tomado la poesía el ave de Leda como tema lírico, y cada poeta le ha prestado la significación que ha creído más oportuna. El mismo Rubén simboliza en el cisne, ya la gracia, ya la sensualidad, ya la interrogación ante el enigma indescifrable. Con el búho pasa lo mismo y creo el caso tan notorio, que sólo la insistencia de la torcida interpretación me mueve a romper mi prolongado silencio. Si erré en la elección de mi actitud poética, es cosa que sólo a mí atañe, pero ¿ qué motivo habría para una agresión, así sea en verso, contra el alma de Darío, siempre inquieta, frente al misterio universal, siempre sacudida de temblor ante el silencio de la esfinge?"

    Toda su obra es serena y grave -aunque en ella no falten rasgos sonrientes-, impregnada, sin pesadez, de un alto sentido filosófico. Opuso -repitámoslo- la serenidad al hervor modernista. Contenido hondo, humano, pero iluminado por la nobleza ética y rico en galas estéticas: las del lenguaje, las del estilo. Aunadas en ella la dignidad, la mesura y la pureza de la expresión a la entereza moral, su obra lírica tiene por semillas reflexiones sobre la vida y sobre el dolor, pero también sobre el amor; sobre la muerte, mas asimismo sobre la eternidad. Nueva entre nosotros -a lo menos con tal belleza- puede hallarse a su poesía precedente en la de Alfredo de Vigny: "sólo el silencio es grande". Ya en Silenter, su tercer libro -cuyo título latino, no huelga decirlo, vale por "silenciosamente"- reveló su secreto: "¡Y abrí mi alma y me cerré por fuera!".

    Al preciosismo, a la elegancia ornamental de la forma, propios del modernismo en lo que éste tuvo de más evidente, prefirió "lo interno, lo substancial". Descubrió el "oculto sentido de las cosas", siguió "los senderos ocultos", aspiró a "afinar el alma hasta que ésta pueda "escuchar el silencio y ver la sombra" y percibir "el ritmo latente de la vida pro funda". Meditó sobre "el misterio infinito de la selva nocturna" y aconsejó: "Busca en todas las cosas un alma y un sentido oculto", y también, franciscanamente: "y quitarás piadoso tus sandalias / para no herir las piedras del camino".

    Pero no debe olvidarse que no todo es en él concentración: a la manera de Nervo, anhelaba: "Alas, todos pedimos alas..." E incluso, tras oír "la canción de la vida", que dice: "Ven acá", proclamó: "¡A vivir, a vivir, que se escapa la vida!..."

    Alfonso Reyes, en elogio de González Martínez, habló de "este nuevo misticismo de alma por el alma misma", que "se hace normal y cotidiano". Y vio en la obra del poeta así como en su vida "algo que yo llamaría cartesianismo poético: una constante referencia a las evidencias primarias del espíritu. Pedro Henríquez Ureña opinó de González Martínez es la mejor y más depurada forma que entre nosotros tuvo simbolismo.

    Su obra presenta una sorprendente unidad, si bien de libro en libro no se repite, sino que se supera; ello aunque Babel, poema dado a conocer en 1949, cuarenta y seis años después de los iniciales Preludios, posee un tono nuevo. En ese libro ya no dialoga el poeta con el Universo, lo que él llama "mi punible soledad de antaño"; exhala su dolor ante la vesania bélica, ante la inmensa tragedia que fue la Segunda Guerra Mundial. Mas no deja dominar por el pesimismo: sabe que "vive la inmensidad en lo profundo de la vida moral", y que es misión de los poetas, por desmesurada que parezca la contingencia guerrera, sostener sobre ella los valores humanos, pues son eternos. Quizás hay en ello reminiscencia de la labor cultural que él desarrolló cuando todo en México parecía hundirse: en el tormentoso año d 1915, año de hambre y de angustia, publicó su libro La muerte del cisne y la segunda edición de Los senderos ocultos. Y en 1917, apenas comenzaba la resurrección nacional, dirigió la revista Pegaso, nombre entonces, más que nunca, simbólico.

    Artista cuya mira estaba completa en el título de uno de sus libros, el de la fuerza, de la bondad y del ensueño, González Martínez tuvo pronto y sin mengua la talla de "gran poeta". Desde Preludios, en 1903, hasta los postreros sonetos, a la gloria de Sor Juana Inés de la Cruz, todo en su producción, constituida por una veintena de volúmenes, más las recopilaciones y las antologías, todo irradia belleza.

    De cuanto se ha escrito acerca de González Martínez - y no es poco: trescientas páginas in 4° comprende el libro de homenaje editado por El Colegio Nacional en 1951, al cumplir el poeta ochenta años de edad, unos antes de su fallecimiento-, acaso lo más certero sea el juicio de Luis G. Urbina; "el más alto, por la incesante elevación del símbolo. Por la clarividencia de sus visiones. Por el supremo y hondo sentido, casi sobrehumano, que llena de más allá su inspiración".

    Otras modas literarias prevalecen ahora. Mas la inmarcesible belleza de la obra poética de Enrique González Martínez, serenamente clásica dentro de su modernidad, es y será siempre faro en las letras mexicanas, con cuanto esa metáfora significa.
 
 
 

Noviembre de 1967
 

 


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