Mariano Azuela y lo mexicano
 
 
 
 

Demostrar que las novelas de Mariano Azuela son muy mexicanas parece a primera vista algo así como “descubrir el Mediterráneo”. Mas, sentada esa evidencia, no huelga examinar por qué lo son, qué aspectos de lo mexicano reflejan. Ya se le pusieron reparos al gran escritor, ya se dijo que sus novelas no son revolucionarias, aunque algunas tengan por asunto episodios de la revolución y por ambiente su “clima”. De otras se afirmó que sólo muestran “la mitad de la verdad” -y él replicó: sólo una faceta de las mil y mil de la verdad-. No será fácil, pues, que todos nos pongamos de acuerdo sobre el valor de testimonio que poseen. Intentemos, no obstante, fijar varios hitos.

    Lo referido por el novelista es siempre traslado de la realidad en cuanto al escenario y a los personajes e invención en lo atañedero a la trama. Con una excepción: en Mala yerba también la trama es trasunto de lo real; descubrir la fuente será tarea de los eruditos; acaso la autobiografía inédita aclare esos enigmas y, para las demás obras, haga ver en qué proporciones trabajó la imaginación y dio materiales la experiencia. Pero no alterará tal información la firmeza del primer hito: al través de lo que escribe, Azuela ve a México; “tira por tabla”, valga la expresión. Como a Unamuno España, a él le dolía México en lo más entrañable del ser. Y no sólo el de hoy, también el de antaño; lo demuestran los estudios que tituló Precursores y, en cierto modo, las biografías de sus ilustres coterráneos don Pedro Moreno y el P. Agustín Rivera.

    El hecho capital de su vida fue si incorporación al movimiento que transformaría la estructura política, social y económica de nuestro país. Ya había mostrado los males consecutivos a la dependencia económica de la mujer, en María Luisa y en Sin amor; en Los fracasados, como la ruindad de ciertas vidas apaga en torno suyo toda llama de ideal Mala yerba era la pintura de la Hacienda y del peón, opresora aquella, sin esperanzas éste. Pero con Andrés Pérez, maderista inició sus Cuadros y escenas de la Revolución Mexicana. Aspiraba el novelista a describir, mediante personajes representativos, aspectos de la transformación que ante sus ojos se iba efectuando. Pronto lo arrebataría el huracán. Vivió la dura vida de los campamentos, vio a los guerrilleros, vio a los advenedizos y a los parásitos que, pescadores en río revuelto, tendieron las redes y echaron los anzuelos. Y el vendaval le arrojó al exilio. En El Paso escribió y publicó el sexto libro, su primera obra maestra: Los de abajo, fruto de su talento de escritor ya maduro y de su amarga experiencia de hombre de buena fe herido por la áspera realidad. La novela de acción revolucionaria nació así en nuestras letras.

    No tardó Azuela en advertir que si bien la tempestuosa mudanza había eliminado viejos males del organismo nacional, producía otros, igualmente nocivos, en ciertos casos mera adaptación de los anteriores a las nuevas circunstancias. No era raro que el líder heredase la preponderancia del cacique. Desapareció el Jefe Político, pero en algunos lugares se instauraba el dominio del “mandamás”, con su corte de “influyentes” y sus meteóricos “pistoleros”. Y con el mismo insobornable espíritu con que fustigara a latifundistas y tiranuelos, escribió contra los politicastros ineptos y corrompidos, contra los demagogos, tan llenos de apetencias como de zafios, contra quienes medraban so capa de defender al pueblo. Mucho más le dolía esta realidad que la percibida en su juventud. Había luchado por un México mejor, y veía que los logreros inficionaban el impulso redentor. De ahí que el tono de las novelas en que los bosqueja suba hasta la acritud del sarcasmo. En el fondo de esas obras amargas y magníficas hay un propósito de lección moral: predica la honradez y la dignidad, virtudes mexicanas postergadas, zaheridas por los “aprovechados” y los malos pastores. Y no se diga que exageró. El tema central de San Gabriel de los Valdivias, por ejemplo, es el líder agrarista como sucesor del hacendado, y pernicioso, más que éste, para el campesino. Es también el tema de El resplandor, de Mauricio Magdaleno. La coincidencia demuestra que ambas novelas respondían a la realidad mexicana de entonces.

    ¿No responde también a ella, por desdicha, la pintura del “pistolero”? Con toda su barbarie -embozada en la “hombría”, en el “machismo”- se ostenta en El camarada Pantoja. Como de “otra raza” define Azuela, en Avanzada, a los sedientos de sangre; mas esa “otra raza” convive con lo que formamos los demás, medra a expensas de ella, elige en ella a sus víctimas. Aquella certera definición explica varios puntos de El camarada Pantoja: si el autor presenta advenedizos amorales o asesinos de profesión, es como excepciones teratológicas. Por el hecho mismo de pintar extremos tales, implícitamente muestra que en México sólo es así “la otra raza”. E inclusive, en esa novela de horrores alborea la esperanza, se vislumbra claridad de aurora tras la negrura del terror. La realidad ulterior dio la razón al novelista.

    Gusta Azuela -y henos ya en el cuarto hito- de introducir en sus novelas algún comparsa por boca del cual decir claridades. No oculta su simpatía hacia ellos, rebeldes contra las injusticias y las falsas convenciones. Los presenta desengañados, al margen de prejuicios, no siempre recomendables por sus costumbres, tal vez demasiado amigos de zumos fermentados -in vino veritas-, pero siempre inteligentes. Sus sarcasmos, a menudo hiperbólicos, tienen un sólido núcleo de verdad. Sin aquellos defectos, muchísimos “claridosos” hay en México, por fortuna para México. Porque es profundamente mexicana la rebeldía contra el abuso y la opresión.

    También son hondamente mexicanos los personajes que podríamos llamar “constructivos”, nobles caracteres, paradigmas de dignidad y de razón. Ellos -y sus innumerables gemelos en la vida real- son los que remedian el daño que causan los de “la otra raza”. En ellos, y en las mujeres que el novelista copia del natural, radica la esperanza, latente en todas sus novelas, de una patria próspera y feliz. Sus principales figuras femeninas son todas claridad, rectitud, abnegación. A menudo, en sus libros, valen más las mujeres que los hombres. Y como el contraste es recurso de novelista, amén de que la vida le ofrece a puñados, pinta asimismo mujeres malas. Mas poco que se las observe se percibe que sus defectos son casi siempre el sedimento que en ellas pone el turbio medio en que viven, porque sana es su alma, como que son mujeres aquí nacidas, en quienes las virtudes son tan genuinas como el aroma en la flor. Substraídas a las influencias corruptoras, apoyadas en un hombre de carácter íntegro, serían buenas esposas, buenas madres. Acaso una de las más amargas lecciones implícitas en sus novelas sea esa corrupción artificial de muchachas a quienes la implacable lucha por el pan arranca de su natural ambiente y que, indefensas, hacen armas de su propia debilidad. ¡Deficiente es, sin duda, el orden social que vuelve inevitables esos transplantes, con su cauda de daños!

    Tales son, apenas bosquejados, los rasgos esenciales de mexicanidad en la obra de Azuela. Lo demás: escenas de costumbres, paisajes, léxico, modismos, es accesorio; gustosísimo, sí, pero como aderezo.

    Si hubiéramos de reducir a un sólo rasgo esquemático la característica de las obras de Azuela, sería este: combatió generosa y gallardamente contra la maldad estulta y contra la injusticia. Por desgracia, el combate de la inteligencia contra la estupidez, no menos que el de la rectitud contra la iniquidad, durará verosímilmente mientras dure la Humanidad sobre la Tierra...
 
 


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