El granero de Francia
 
 
 
 

La campiña de la Beauce, el granero de Francia, viste en el año dos únicos trajes sobre su desnudez color sepia: el verde suave de los trigales -y entonces es infinita como el mar-, el oro suave de los trigales -y entonces es infinita como el desierto-. Las leves ondulaciones del terreno fingen, según la estación, dunas o vastas olas congeladas. A lo lejos, tal un faro o el minarete de un espejismo, asoma siempre un campanario. Las pilas de paja con su techo cónico crean en la llanada desconcertantes aldeas hotentotes, o el paisaje de hongos gigantescos que vimos en sueños, cuando fuimos explorados en la luna. Pensamos en el Pobrecito de Asís, caminante por la fecunda Umbría, sacudiendo con ágil revuelo de las mangas las tentaciones del Perverso... Contra los malos pensamientos, un molino inmóvil despliega en los cielos su gran cruz. Es como una ermita en la peregrinación a Chartres. Bandadas de tordos rebotan de trigal en trigal. Los espantapájaros, con las móviles arenas de las espigas a medio pecho, alzaban brazos lamentables que imploran socorro. Sobre la cresta de una ondulación dorada se agita rítmicamente un monstruo insecto negro. Cuando volvamos, al atardecer, el insecto mecánico devorado al trigal con labor de peluquero. Aspiramos bocanadas de aire caliente y acre. Bajo los pies cruje la tierra reseca. Una voz se alarga sin quebrarse. Puñaditos de nubes blancas limpian el impecable esmalte del cielo y lo dejan más brillante. Las cigarras dan la razón a Jules Renard. Y comprendemos, ante este paisaje, un libro cuya acción pasa aquí, un libro leído hace muchos años, cuando leíamos esos libros: La Tierra, la obra más injusta de aquel hombre justo que se llamó Emilio Zola...
 
 
La raza
 

    Como troncos de olivo, se encorvan sobre el rastrojo espigadoras muy viejas, que van juntando haces pequeños en el delantal alzado por un pico; ya hemos visto eso en el Louvre, en un cuadro: por él pagó un Mecenas fastuoso una fortuna. ¿Encorvó a esas mujeres para siempre la tarea angustiosa, o aprovechan su encorvamiento natural para dedicarse a ese trabajo?... No nos miran -lo cual es una manera de desdeñarnos-, oficiantes de un rito augusto: cada espiga es una fracción de moneda, un pedacito de pan, una gota de dolor humano.

    Por un camino, con la cesta al brazo y el paraguas asido como un salvavidas, pasan campesinas acorazadas en los corsés -y en las costumbres-, vestidas de negro de la nuca a los tobillos, tocadas con cofias de lino y encajes que las marcan con un nombre de pueblo. Adoptaron desde la pubertad el rostro rojo y congelado que tendrán hasta la muerte. Los labriegos, pesados y lentos, trituran los terrenos bajo los zuecos. Esta tierra áspera y fuerte se nutre con esos hombres cóncavos hacia el surco, incapaces ya de enderezarse a mirar a las estrellas: los jugos que la recorren y estallan en la mies y en los cuajarones jubilosos de las amapolas, son sangre y sudor humanos. Ella los hizo a su imagen y semejanza: tienen, los ojos color de trigo naciente. Salen de entre las espigas que los encadenan, cual productos espontáneos del suelo. Almas muy primitivas, hechas a golpes de tradición desde la época prehistórica que cubrió toda la comarca con monumentos misteriosos, almas tan toscamente labradas como cuerpos de estatuas del siglo XII. Adivinamos sus pasiones resecas, limitadas a dos, tres apetitos primitivos. Su raza creó a Chartres, ciudad monótona como una labor en barbecho, capital del Granero de Francia... Pero tiene razón Eça de Queiroz: Francia es el genio elegante y claro, y ese se exporta en cajas, por ferrocarril, en vapor: hojas de libros.
 
 
La ciudad dormida
 

    La campiña se resume en la capital, como toda la espiga en el grano: Hecha por los siglos, solamente los siglos podrán transformar a Chartres. Es la ciudad de la bella durmiente. Las guías dicen que tiene 24,000 habitantes. Tartarinada manifiesta: nunca se ven más allá de dos docenas, siempre los mismos; igual rostro reseco donde jamás llueve una sonrisa, igual paso menudo escurriéndose como un arroyito de agua sucia a lo largo de las callejuelas empinadas, igual aire de gente que vive, cual leyendas, en casucas medievales. O quizás las guías incluyen en esa cifra presuntuosa a los batallones de turistas yanquis, a las parejas ruborosas que saborean el presente de indicativo del estado conyugal, a las estatuas y a las figurillas de los vitrales de la catedral, a los sosegados inquilinos del cementerio...

    Como esas abuelas que decidieron desde hace un número incierto y considerable de años la forma y cantidad de sus arrugas, y que esconden un aderezo rico, levadura para las esperanzas de las nietas, así Chartres posee su catedral de pasmo y guarda su aspecto de ciudad milenaria. Allá afuera sobre la Beauce -marco dorado con un daguerrotipo desteñido-, zumban los aeroplanos militares. Pero en Chartres, Huysmans se regocijaría, no hay ni tranvías ni automóviles: no cabrían por sus callejas propicias a los imprevistos zigzags de los borrachos. En desquite, muchachas bien nutridas montan en bicicleta, ejercitándose para la profesión futura: el matrimonio. Y de pronto -¡esas cosas raras que sólo se ven en las ciudades viejas!- un eclesiástico joven, remangada la sotana sobre los pantalones negros, muy serio y muy digno, pasa delante de la Catedral y saluda a las estatuas estupefactas quitándose el sombrero de teja, mientras dirige con una sola mano su ruidoso motociclo...
 

San Padre en Valle
 

    Soledad grata como una sonrisa. Cual a otro Luis de Baviera nos dan exclusivamente su fiesta los vitrales. Ni aun los turistas yanquis, polvo que todo lo invade, llegan hasta aquí: la catedral los imanta. Esta vieja iglesia benedictina de San Padre en Valle, trocada por el tiempo en San Pedro, no ve a otros seres vivos que a las figuras de sus vitrales del XVI. Es ya la agonía del arte, pero ¡ cuán magnífica aún! Con su gruesa torre del siglo X y sus toscos pilares, esta iglesia comenzada por el monje Hilduardo en 1150 -un siglo antes que la catedral- es racialmente beaucerona. Como la raza que la creó, se ha hundido en la tierra: hay que bajar a ella por una escalerilla.

    Para ver los esmaltes de Leonardo Limosino, regalados por Enrique II de Poitiers, debe tirarse largo rato de un cordón que se escurre por la cantería húmeda. Sin saber cómo, sale de la pared una viejecita, materialización del espíritu de los siglos. Descorre unas cortinillas verdes, y mientras admiramos el extraordinario tamaño de los paños de los doce Apóstoles -¡cómo tantos otros los han admirado antes, como tantos otros los admirarán después!- la viejecita remueve sus llaves para que nos vayamos pronto. Al salir le damos unas monedas, con irreverencia: una vela bendita y una plegaria es lo que debe ofrecerse a las Ánimas del Purgatorio...
 
 
El paseo del señor Bergeret
 

    Las calles de Chartres conducen insensiblemente a los rincones más desiertos de la ciudad dormida. Una calle en cuesta despeña, casi sin querer, en el vaso charco de soledad y de silencio de San Padre. Otra calle, cual una corriente mansa, lleva al río Eure. Río sin secretos: todo lo que pretende ganar en extensión lo pierde en profundidad, igual que las novelas de Blasco Ibáñez. Desde los puentecillos agudos como el lomo de un asno se lee su historia sucia. Al pasar, las lavanderas lo golpean, los molinos lo desgarran, las cloacas lo infaman, pero se va lento, triste, untado a la tierra cual un perro sin amo, lamiendo humildemente el pie de las casitas que reemplazaron a las antiguas murallas.
 

 
 

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