Crepúsculo de Francia
 
 
...la doulceur angevine.
Joachim Du Bellay
 

    Aguas del río Thouet. Aguas de acero y sepia, entre prados de verdor tierno y arboledas de verdor oscuro. Un paisaje de novela rural.

    Ladrar de perros. Chirriar de pájaros. Lejanas voces que dignifica la distancia, quitándoles todo sentido y dejando sólo su música en el aire. Se abren las estrellas de gasa dorada de las ninfas y apenas asoman, como huevos flotantes, la porcelana en capullos de sus flores, entre juncos dóciles al viento como los antiguos vasallos al señor feudal. A lo lejos el castillo se empina sobre las rocas, tal un grabado de Gustavo Doré.

    Cielo de fiesta. Las nubes azules, violetas, doradas, tienden sobre el río puentes para las walkirias. El agua se irisa con reflejos de ópalo. En el césped de jade se engastan florecillas de nácar, myosotis de tarjeta postal. Íntegra calma. La dulzura que gotea del minuto lento va formando la hora que se recordará luego con un suspiro...

    Un grillo melómano, virtuoso del violín, toca una romanza sin palabras que suena a Mendhelsson.
 

Angers
 

    Por supuesto: calles estrechas, casas viejas, cuestas empinadas, iglesias medievales.

   Una casa del Renacimiento, es decir, una maravilla de gracia, de proporción, de elegancia, hecha a la medida material y moral del hombre. Ahora comprendo toda la fealdad moderna de las casas de seis pisos de París, y lo brutal de los rascacielos neoyorquinos. Otra casa, del siglo XV. ¿O una estampa de Durero? El alma de los tiempos pasados anida en los leños cruzados en equis de la portentosa fachada. Pero de lo hondo del subconsciente brota una plegaria: -Señor, líbranos de vivir nunca en una de esas casas de tarjeta postal, sin agua corriente y sin lavabo inglés...

    Un castillo del siglo XIV: cerro de piedra parda, cimentado en sus torres enormes, rompeolas de siglos. Tan macizo, tan pesado y hostil, que no se creyera hecho por el hombre, sino guarida de monstruos geológicos. Símbolo del egoísmo total del YO que se aísla de lo externo, que se encierra en el paréntesis, fuera de lo demás, mundo dentro del mundo como un navío. Todo estaba entre sus muros, tan espesos que hacen reír: el molino y la capilla, la morada y la mazmorra.

    Sobre el foso formidable se tiende, definitivamente fijo, el puente levadizo, y una muchacha en bicicleta cruza despacio: es esa la manera que tiene el siglo XX de burlarse de los siglos pasados.
 

Tapices
 

    Tapicerías de la catedral. Tapicerías del Obispado. Colores fantasmales que royeron setecientos años: índigos endurecidos, rojos con aristas marchitas y fondos en carne viva, azules que se desvanecieron en humo de tabaco, blancos hechos con polvo de los caminos, verdes sulfatados, amarillos secos...

    Todo el Apocalipsis se despliega en cien cuadros con figuras maravillosamente ingenuas y expresivas, duramente chorreadas de blanco, cual estatuas encanecidas por las palomas, que se mueven en un mundo de dos dimensiones como aplastadas contra un vidrio invisible que las aislara del mundo real: los jinetes trágicos galopan, galopan, galopan. El Tetramorfo encuadra al Agnus Dei. Los veinticuatro viejos coronados se absorben en su celeste concierto de instrumentos extraños. La Bestia multicéfala y el Dragón esparcen el mal, mientras en Jerusalén se empinan cuatro figuras que llenan con sus cabezas toda la almenada ciudad. En torno, la selva encantada, selva de flores pálidas y hojas heráldicas de una Botánica arbitraria y adorable, como debieran ser las plantas, en invariables fondos rosa o azul que expresan bien la luz sombría de una selva o los fuegos del Poniente en la arboleda. Las ropas se dijeran cortadas en lámina de zinc. Y en un extremo de cada cuadro, el Evangelista contempla la escena, convencionalmente invisible como Mefistófeles en el duelo de 'Fausto'.
 

Los puentes de Ce
 

    El Loira, del cual hemos venido a despedirnos, es multicolor al sol como un jaspe sin precio. El aire silba, de excelente buen humor. El pueblo duerme la siesta en torno a una iglesita quieta, de la que no se quisiera salir nunca. Y en el principal de los puentes, enfilados sobre los brazos del río en una extensión de tres kilómetros, la estatua en bronce de Damnacus, hecha como es natural por el artista de que se enorgullece la ciudad, David de Angers, ¡tan siglo XIX! Dumnacus, tostándose al sol, Dumnacus, que defendió este lugar; contra los alemanes, quizás, ¿en la Gran Guerra? No: contra los romanos, en tiempos de Julio César...
 

De Angers a Sable
 

    Mañana de perla sombría y de jade húmedo. Praderas cuadriculadas por liños de árboles. Castillos a lo lejos. Campanarios de pizarra asomándose tras las colinas. Casitas de nacimiento, anidadas en bosques de Pulgarcito o de Caperucita -estos bosques de Francia, que saben a leyenda.

    Sablé. Apresurémonos a decir que no hay nada que ver en Sablé-sur-Sarthe. De la fortaleza feudal en que vivieran dos torvos asesinos, Luis Onceno y Carlos IX, el de la San Bartolomé, sólo queda el sitio, donde se eleva ahora un castillo del siglo XVIII con ventanas de gavota y puertas de minué.

    Lentas gotas de lluvia acentúan los colores del pueblo: verdes espesos y oscuros, ocres pesados, pizarras que vuelven negra la humedad. Bajo un puente se escurre calladamente un hilillo de agua triste que es el río Erve, donde tiemblan los juncos bajo las gotas de lluvia y se entrecruzan sin cesar círculos lentos. Un poco más allá, blanco y tranquilo, el cementerio. Un horno de cal envía al cielo gris redondas pelotas de humo.
 

El camino
 

    Marcha por los caminos de Francia, cual un peregrino de antaño. Buenos días al ama de casa que torna al mercado y al carretero que va haciendo con su pipa el cielo monótono, derretido en gotas lentas, punteando con salivazos su itinerario -como Pulgarcito con migas de pan-. El camino, sedeño y dominical, ata las colinas al campo y ondula, sube, desciende con el seguro instinto de todos los caminos, que saben a donde van. El viaducto del ferrocarril cruza en tres zancadas el valle donde las ovejas inmóviles son menhires. El telégrafo distante imita sin éxito una larga Via-Crucis. El tren sobresalta a la mañana dormida y pone compresas de algodón en la desgarradura que le hace su silbido. Las efes del viento fino parecen inútil charla de cicerone, no sabemos entenderlas, pero probablemente nos explican el paisaje, sólo que preferimos sentirlo, nada más.
 

Solesmes
 

    El pueblo, al fin de los cuatro kilómetros; hebilla de un cinturón. Una plaza pequeña que raya la lluvia con líneas de grabado antiguo. Olmo secular: paraguas de malaquita, donde nos cruza el saludo del cura sonriente. Los habitantes son invisibles durante el día, como las chinches. Ante una puerta dos gallinas dos gallinas se quieren comer la calle. A lo lejos, el diálogo de latón de los gallos. Caperucita Encarnada va a la escuela: debajo de la capucha aguda lleva más de mil francos de seda dorada. Angustiosa fuga y persecución tenaz de las dos ruedas de esa bicicleta que aplebeya en al lodo el ocho horizontal del Infinito.
 

Los santos de piedra
 

    Estatuas en la clara capillita del siglo XII, mimando el entierro de Cristo, con trajes coétaneos del descubrimiento de América, entre los follajes del gótico florido en agonía y los jarrones y arabescos del Renacimiento naciente. Sobre la pátina de las admiraciones antiguas untamos un poco de admiración nueva y el dolor de vivir en el siglo XX. Se condensan los ¡Ahes! y los ¡Ohes! en nube que granizará postales sobre los amigos indefensos. Absortas en su mundo, faquirizadas en la obra devota, no advierten lo exterior tras el no sé qué invisible que las aísla. Hace cuatrocientos años que ahí están y estos minutos preciosos en que llenamos nuestros ojos pasajeros con su eternidad son indistintos para ellas: nos ignoran, forma la más alta del desprecio. Y rugimos, entre dientes: ¡Una mirada, estatuas, aunque sea de burla como el mirar de la Gioconda! pero son inmunes a nuestro incienso. Ni aun sienten las mutilaciones: una figura manca inmoviliza ingenuamente el gesto que ya no puede hacer. -¡Porque es de piedra!, dirá la risa incolora; ¡quién sabe! si viviéramos siglos, veríamos su movimiento pausado y regular como el de las estrellas: se observa comparando grabados antiguos a nuestras fotografías. Lo contrario sería absurdo: la Vida, inmóvil.
 

Los santos de carne
 

    Las columnas del coro fueron palmeras antes de petrificarse. Junto, los copiosos hábitos negros de estos benedictinos, que coronan de saber sus almas limpias. En los pliegues de la tela dura se disuelven los cuerpos: del mísero animal humano sólo queda la cabeza.

    Son hombres cóncavos, cerrados a lo externo como la esferita en que se repliega un insecto en peligro. Echaron fuera todo su lastre y están lejos de la tierra. La eternidad les penetra ya un poco, anticipadamente. Son candidatos al cenit humano: ser Santos. Acaso alguno lleve sobre la frente una promesa de aureola que verían tal vez ojos más puros...

    Y como en nueva York un dedo atónito señala al millonario que fue barrendero, algo susurra aquí al oído: -Mira: los hombres mejores que de la vida cotidiana llegaron a ganar eso, casi divino: la Paz.

    Y ante ellos el alma es un cirio de setenta y cinco céntimos.
 

La misa benedictina
 

    Estamos untados sobre el papel: somos una línea de letras en la hoja de un libro, frente al aguafuerte de la página opuesta: la ceremonia a la cual nos asomamos, inaccesible y cercana como las mujeres de la Quinta Avenida al anhelo del poeta. Somos un renglón en una novela de Joris Karl Huysmans, oblato benedictino.

    Canto llano: igual que en las notas de aceite espeso del órgano, ignoramos qué sonido se injertará en el acento que tiembla en el aire, qué nueva curva, lenta, saldrá -así las hojas del nopal unas de otras- de la que asciende ahora y llena la iglesia. ¿No llena también toda la bóveda del cielo gris y se dispersa más allá del planeta, por los espacios interestelares, como las ondas de la telegrafía sin hilos?... En otros templos la voz sacerdotal se pierde entre rumor de pasos, remover de sillas y toses de relojería, pequeña, pequeña, pequeña cual una lamparilla en la noche Aquí no: el canto, sobrio, coherente y homogéneo como un arco de cemento armado, es todo luz, apoyado apenas por el armonium en sordina, tal sobre un bastón las manos cruzadas. Elevación íntegra: las voces suben por una escala con tercetos de Dante por barrotes; o levantan una pirámide que se afianza en la tierra con la voz de los bajos, asciende robusta en el claro bronce de los barítonos y termina con la flecha de las voces adolescentes. Si después de esto el buen Dios no corrige el Mundo, fuerza es inventar otro medio para que escuche al Hombre: ése, no sube hasta ÉL; si llegara sería irresistible.
 

"La virgen bella"
 

    A la luz interior sonríe el labio fino: un poco de la fiesta invisible se transluce en la piedra. Los apóstoles doblan sus cabezas -generosamente rizadas- sobre la paz infinita de María. Son rostros humanos, apenas, frente al rostro ya divino, que un corazón limpio llamara "Nuestra Señora la Bella"-. Anónimo poeta: mis felicitaciones de camarada por el éxito de esa frase de cuatro siglos que aún repiten los labios en este año nuestro, sin alma.

    El paso sin ruido y el revuelo del hábito de un novicio. Las manos muy pálidas adornan un florero con azucenas color de rosa: queda en el aire un perfume lento, hermano de una melodía que se deshiciera en el silencio. Arrodillado, el monje ata la mirada al rostro dormido que sonríe. No hay flores en los demás retablos... Y adivinamos por qué las manos son exangües y las azucenas encendidas: ¡ofrenda íntegra del puro a la Virgen Bella, síntesis divina del amor que no reconocerá nunca!

    Y eso es tan hermoso que hubiéramos querido inventarlo.
 

El caballero
 

    Ante los retablos prodigiosos, descansa, todo él piedra, el señor de Sablé, Godofredo el Viejo, fundador de la Abadía en el año 1010. Sobre el sarcófago hecho de seis largas losas sin relieves, yace el caballero cubierto, desde el rostro a los pies, de mallas, con el capacete cónico ciñiéndole la frente, guarecido del pecho a las rodillas por el escudo poderoso en el que se explaya un águila. Su sueño de novecientos años no ha alterado la paz del rostro enérgico y fino, que es el de u hombre decidido y calmoso, el de un jefe. Y contemplándole dormido en la iglesia que fundó, nosotros, hombres del siglo XX envenenado de mecánica y de psicología, envidiamos la vida de ese precursor, que fue colmada y sencilla, unilateral, animada por tres o cuatro principios únicos, que no supo ni leer ni escribir -cosas indignas de un noble feudal- y que ignoró todo cuanto amarga nuestra vida. Y quisiéramos estar como él, acorazados de hierro, abroquelados bajo el probado pavés, impenetrables a todo -flechas e ideas- y llevando en el rostro esa máscara severa y noble, de paz...
 

Le Mans
 

    Ciudad subacuática. Bulevares con árboles lacrimosos. Edificios oficiales de uniforme fealdad, goteantes y melancólicos. Un monumento a los combatientes del 70, erizado de caballos, de cañones y de bayonetas, excesivo para la plaza quieta donde se derrite poco a poco en arroyitos de agua sucia. El río Sarthe bajo puentes de hierro. Casas medievales. Nuestra Señora de la Costura -patrona de las modistas, acaso-, amontonamiento de reparaciones modernas sobre ruinas del siglo XIII. Nuestra Señora de la Visitación, iglesia del siglo XVIII con decorado de boudoir, puertas de armario rococó y adornos de tabaquera preciosa. Una placita donde cinco palomas pican los adoquines mojados, para evitar los resbalones. Y una catedral.

    Bajo las bóvedas vertiginosamente altas, la tempestad del órgano rueda en densas ondas azules. El sonido oleoso y lento se apelotona en los rincones, se fragmenta en las columnas, se unta en los vitrales, sin saber por dónde salir, poniendo en la claridad policroma de las naves desiertas un gigantesco temblor luminoso y sonoro.

    En esta catedral de Le Mans, con su nave románica y su coro gótico, el genio de Francia está entero sobre sus cuatro bases alternas: proporción, elegancia, claridad y medida. Se conserva el nombre del arquitecto genial que planeó y ejecutó esta maravilla de audacia y equilibrio, sustituyendo las paredes del crucero por asombrosos vitrales que se suceden desde el suelo hasta la bóveda como la fachada en vidrio de una fábrica moderna: se llamaba "el maestro Juan, maestro albañil". Y en esa ingenua frase está toda la Edad Media, "enorme y delicada".

    Devoto y lento mirar, llenando los ojos con la visión de la iglesia soberbia que acaso no volvamos a ver jamás, y sembrando en el alma las rosas del recuerdo. ¿Cómo condensar ocho siglos en dos horas, o doscientas páginas descriptivas en diez renglones? Loti supo anegar su visión en una niebla tornasol: el paisaje flota impreciso y vago, como velos de color suave. Pero no lo vemos: vemos "un estado de alma" de Loti.

    Un largo viento cargado de agujas de frío, que se equivocó de estación, barre la plaza. Silban las veletas de las casas viejas. En el cielo pizarra estalla como un cohete una nube muy blanca. La torre, chata, al nivel casi de los techos de la catedral, parece tener escondida la cabeza entre los hombros. Y el ábside, el prodigioso ábside, superior al famoso de la catedral de Colonia, en equilibrio, en proporción y ligereza, se eleva sostenido por los arbotantes, cual un jefe bárbaro al que sus guerreros proclamaran rey alzándole en el pavés sobre los recios brazos tendidos.
 

Tres estampas de viaje
 

    En el tren, entre Le Mans y Chartres. Auvours, campo de batalla en 1870. El humo blanco de la locomotora, roto en los prados verdes, sobre los liños de árboles, se dijera que resucita el espectro del combate... Un arroyo melancólico y gracioso cual un minué: el Huisne. El cielo es tricolor: fina seda azul, albo terciopelo y lanas grises. Tras una colina pasa una fila de árboles, tal una procesión invisible que alzara sus palmas jubilosas, y pienso en los huejotes de México... Los árboles se doblan unánimes, como si rozaran con la bóveda chata de las nubes, sobre las que un arco iris en plena cintra románica riega pedrerías sin precio. Los alambres del telégrafo rayan la página intacta del cielo, en donde los pájaros inquietos son gotitas de tinta.

    Cerca de Chartres. El director de orquesta ha dado en el atril el golpecito de batuta y la sinfonía crepuscular empieza en este cielo que lavó la lluvia. Sobre la pradera de jade se tiende una faja de diáfano azul. Grandes nubes blancas. Una, redonda, se tiñe de coral en la base y se esfuma en la cima en pálidos oros. Masas largas de plomo sucio y de gris verdoso se estiran en el fondo. En los repliegues del paisaje se acurrucan sombras violetas y aplaudimos.

    Noche. Los trenes que cruzan untan en el vidrio de la ventanilla sobre una luz naranja las rayas de un análisis espectroscópico. Una lámpara roja finge en la sombra una amapola.

    Chartres. La catedral, violeta sobre un oscuro cielo azul. La luna blanca es un copo de espuma en las olas turquesas. Y las estrellas recién plateadas, peces fosforescentes.
 
 

 

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