Chartres
 
 
 
 

    Enredadas callucas, estrechas como tubos de pipa, con nombres milenarios: "La sartén rota", "de los judíos", o "del caballo blanco", desempeñándose en inesperadas escaleras. Plazas en cuesta que alisa el largo viento. Silencio que subraya el piano fantasma del verso de Nervo. Iglesias de aguafuerte, dormidas cual guardianes de museo. Casas gibosas, de toque de queda y de velón, que son más casa que las nuestras, que son la casa, la que venía del abuelo al nieto, las que se pintan -leños en equis en la fachada, cabezas de las vigas talladas al exterior con un ángel o un gran pez- en las decoraciones de Fausto. Y la catedral, alzando -como en el jaicái de Monterde- los brazos al cielo: uno, "gran siglo", todo encajes el puño; el otro, ascético, afilado como un lápiz.
 

Muñecos
 

    En el pórtico, dos viejos abates de cuento truecan sus historias de reumatismos con voz de barro agrietado. Sus espaldas se curvan como las de los atlantes que el Renacimiento gustó de poner por sostén de sus balcones; habrá que enterrarlos -diría Jules Renard- en latas de conserva.

    Modelos posando para un cuadro. Mejor dicho: el cuadro, con su sol anémico, sus arbolillos de alambre, sus montones de Camembert, sus mujerucas pardas perfectamente imitadas -de cerca se ven que son de pergamino- que venden, cual un poco de su yo, los patos de porcelana de Ruán, los conejos de biscuit de Sevres, los gallos de cerámica de Delft. Un cuadro que no cupo en el "Salón des Artistes Français", sin firma y con este título: Plaza del Mercado.
 

La colina
 

    La catedral es excesiva para esta ciudad chata, árida, rapaz. No en vano pusieron los burlones imagineros del Medievo dos figuras en la torre más vieja: una marrana que hila y un asno que toca la viola por casualidad: ¡presentían a las edades futuras!

    Viejos cachazudos, estampas de los artesanos de hace siete siglos, pican los sillares con grandes golpes acompasados. Descubrimos su secreto: hacen a las piedras los agujeritos de la caries, le dan ese color de hueso largamente chupado por el sol, ese aspecto de piedra pómez, que es el color y la materia de la catedral. Y una duda nos asalta: ¿no habrá edificado esta ciudad medioeval y este gótico cerro hueco una compañía de ángeles, para set de una película, al terminar la cual se volverá la estrella marquesa de Francia?...

    En los arbotantes, en los botareles, donde quiera que pueden asirse las uñas-raíces, nacen las hierbas, de un verde pobre que amarillea de inanición. Como perros encarnizados con un hueso, roen el esqueleto innutritivo de la basílica.

    Urge que se funde un sindicato para socorrer a las hierbas que agonizan de hambre en los techos de la catedral de Chartres.
 

La selva de Huysmans
 

    El libro del 'Enemigo del Diablo' -así le crismó en sus versos indemnes Don Rafael López, poeta- sigue siendo el mejor Baedecker para visitar la catedral. En la selva de Huysmans hay un frescor que pone paz en el alma quemante y seca. Sensación de paréntesis: estamos aislados de la eléctrica realidad sobre pies de vidrio. En el aire descubriría el microscopio contagiosos microbios de oraciones, oxígeno de fe, indestructible ázoe de eternidad. Y una luz quieta y blanda se cuela por los vitrales, diáfanas estampas de Epinal, como la 'Aventura, vida y fin del enano Don Crispín' que regocijó nuestra niñez.
 

El coro
 

    Es indescriptible, cual una nube.

    Los vitrales de pasmo, se diría, favorecieron como un invernadero su eclosión. Hay que caer en el lugar común: "Un encaje", una fantástica espuma de piedra, de inefable ligereza. A las líneas del gótico, que muere en el delirio de sí mismo cual una sinfonía en el paroxismo de la coda, se mezclan ya los arabescos del Renacimiento, que comienza. Y frente a las deliciosas figuras de las vidrieras medioevales -poemas de color, que solo la música podría explicar- el nuevo arte, realista -es decir, inferior-, viste a los personajes bíblicos con las ropas del siglo de Carlos V.
 

Las dos madonas
 

    La catedral de Chartres posee dos Vírgenes milagrosas, ambas pequeñitas, sobre pilares ambas, negras las dos. A N. S. del Pilar, los vitrales de maravilla la cobijan en su luz azul y violeta, y los cirios recaman de oro pálido su columna. Las lámparas puntean con topacios las tinieblas de la cripta en que se venera a N. S. de Bajo-Tierra. Subterráneo milenario, donde se guardaba la reliquia famosa en la Edad Media: la camisa de seda de la virgen... Luz de catacumba. Silencio azul. Una cicerone, con una quinqué en la mano y un limón en la voz, recita trozos de Baedecker, anulando la emoción como la humedad impide que se encienda el fósforo. Hay, recogidos en al sombra, mil ecos que esperan sólo el silencio y la soledad para hacer vibrar nuestro espíritu; pero la gárgola humana tiene prisa de acabar con su rebaño de recién casados tímidos y de yanquis atrevidos, para guiar a otro rebaño idéntico. Me doy la venganza rabiosa de cortarle sus efectos, anticipándome a sus explicaciones, que me ha enseñado el libro del novelista:

    -Este pozo medio hundido en el muro... -comienza ella.
    -Es el de los Santos Fuertes, donde la leyenda dice que fueron arrojados los cuerpos de los mártires sacrificados por Quirinus, legado del Emperador Claudio.
    -Oui, Monsieur... El pozo fue relleno y tapado...
    -En el siglo XIII.
    -Oui, Monsieur... Y descubierto en...
    -Mil novecientos uno. Y treinta y tres metros de profundidad.
    -Non, Monsieur: treinta y dos.
    -Non, Madame: treinta y tres.

    Discutimos: la vieja, ácida y encaramelada en su despecho de ver rebatido su evangelio; yo, acorazado de Arqueología, previamente. -Arqueología sólo para mí.

    Un pacifista interviene:

    -Tendrá treinta y dos metros, y con el brocal, treinta y tres.

    La cuestión queda provisionalmente zanjada. Pero yo salgo de la cripta pensando rencorosamente en un gigantesco vacuum-cleaner que limpiara a los monumentos de cicerones, turistas yanquis y otros bichos semejantes, como los limpian de telarañas...
 

Las estatuas de los pórticos
 

    -Buenos días, estatuas...

    Las estatuas sonríen. Hace setecientos años que sonríen desde sus pedestales. Se han secado al sol sus carnes, y sólo queda una costra, minuciosamente acanalada, dentro de la cual se estira el espíritu con esa ansia de cielo que supo crear el siglo XIII. Las cabezas viven sobre los cuerpos fósiles, cual las marionetas de La Santa Rusia asomadas a sus cuerpos pintados en el telón del Chauve-Souris. Las piernas se han comido el torso: Mary Pickford encontraría en estos santos en zancos fantasmales "Papaítos Piernas-largas".

    Tienen los rostros femeninos una gracia obsedante que nos envenena con anhelos imposibles: encontrar en una cabecita de hoy -oh, muchachas de cabellos cortos y de ideas largas- esa feminidad total de mujer-mujer, esa suavidad, esa sonrisa donde florecen todas las primaveras, esa paz de lago azul, esa dulzura de trova, esa alegría de aleluya que tienen las vírgenes, con el casto cordón anudado sobre el regazo, en los pórticos de la catedral de Chartres... ¿Cómo aquellos hombres rudos, hechos a luchas crueles y a cabalgadas entre hierro y polvo, realizaron tales maravillas de delicadeza? es que regresaban de las Cruzadas, y creían en el Unicornio...

    Tienen estas estatuas de Chartres un no sé que ultraterrestre. Son tan viejas que se ignora ya a quienes representan. Al perder en el anónimo su personalidad original, han adquirido otra, la que les dieron los siglos: son la Humanidad mejor. Están ahí, como ayer, como mañana, más enjutas, con los pliegues de las pétreas ropas más hundidos. Se van ahusando cada día más, igual que adolescentes en la crisis del descubrimiento de su cuerpo. Cuando lleguen a una delgadez suficiente, robaremos la más bajita para usarla como bastón de Apizaco...

    Desde la invención de la fotografía, adoptaron una actitud de pose permanente. No importa que hayan perdido una mano -mano aventurera que se escapó con las Marsellesas y las Carmañolas de 93, siguiendo por el mundo su ignoto destino de piedra destino de mano de piedra:- Perdura el gesto. Aún cortadas, sonreirían las cabezas, como en la hagiografía de San Dionisio. Aún rotas en pedazos, sonreirían. Su secreto es simple: elevarse un poco sobre el nivel del mundo...

    Simpatía cordial: para nuestros espíritus siglo XXI, estas figuras chatas de pecho como inglesas de novela, poseen esa cosa clara y fresca: la ingenuidad.
 

El ángel misterioso
 

    En la esquina de la torre más vieja -esa torre que es rectilínea e irresistible como una voluntad enérgica- sonríe un ángel de piedra del siglo XII. La bella cabeza equidista de los dos sexos. Rodín lo alabó con frases encarameladas en los zancos de las admiraciones. Huysmans le llamaba 'demoníaco'; el buen maestro olvidaba que los ángeles fueron la materia prima con que se hicieron los demonios; e y en ese bello rostro hay la posibilidad de ser impuro.

    Acaso se escapaba por las noches -¡quién dirá los secretos de las dos mil estatuas, bajo la luna!- ese ángel que ya sabe cosas... Los hombres del siglo XVI le recortaron las alas escamosas cual una loriga, y lo apresaron, tal una gran mariposa en el cartón de un entomólogo, tras un cuadrante donde el sol mueve la sombra cronométrica con regularidad de perro amaestrado, bajo un dosel de piedra hendido como un yelmo, entre ortopédicas barras de hierro. En la torre hay manchas rojizas; las personas sensatas -las personas que consagran su vida a poderse pagar unos funerales bonitos- dicen que el óxido de hierro esparcido por las lluvias. Error: es la sangre del ángel de piedra. A la menor tentativa de fuga violenta, el dosel caería sobre sus hombros como un cepo. Por eso está ya tal largo y tan flaco: se va escurriendo sigilosamente, sonriendo con malicia detrás del cuadrante igual que un empleado tras un mostrador. Una mañana aparecerán vacías las piedras y los hierros que lo aprisionan, como la diabólica armadura del cuento becqueriano. Los periódicos hablarán del robo: es que el ángel habrá volado a su país, al país de los ángeles de piedra. Pero quizás la cace al vuelo un coleccionista yanqui...
 

La subida al Averno
 

    En la escalera de la torre, horas de ataúd.

    La recia puerta, acorazada con los precursores antediluvianos de la cerradura Yale, se cierra como lo haría una losa tombal: y es la negrura íntima, la de antes de la Creación. Los ojos están cegados con la doble banda roja y negra que aisla a las películas fotográficas. La mano palpa la piedra untada de siglos. A veces húndese en nichos que son los manantiales de la oscuridad. Los pies desorientados en esta subida al averno recelan insondables in pace. La voz retumba con oquedades de profeta. Y sentimos que nuestras ropas son jubón y calzas, y que surgen en el cinto el puñal del Medioevo y en la mente los terrores milenarios. El alma de los siglos se acurruca aquí, en huelga de inquilinato: ninguna escoba podría barrerla. Y se implora que tras esos huecos misteriosos haya algo, que las tinieblas se rasquen por un instante y que veamos lo inefable...

    Una luz de leche, al cabo de muchas horas de subir, se unta en la pared desnuda como Job, y por la primera saetera de la torre ríe una astilla de cielo. Y el silencio de siete siglos se corta con una voz sajona y desafinada:

    Oh, yes! We have no bananas today!
 

En la uña del dedo
 

    Si la torre es como un brazo alzado, estamos en la uña del índice. Sensación de proa, cortando el gran viento con gesto de avance y de guía de la Niké acéfala. Las gárgolas, vacunadas contra el vértigo, hacen acrobacia sobre el atrio. La veleta es un sol con más rayos dorados que el astro mismo. En la otra torre, simple y bella como la luz lunar, la veleta es un creciente de luna. En la arista de la techumbre se posan tres aisladores del teléfono cual tres golondrinas blancas. La torre está labrada como un coquito de los que hacen en la Penitenciaría mexicana los presos, porque sí, en un delirio de esculpir: muñecos grotescos, animalitos simbólicos que abren amenazantes fauces de chihuahueños, hojas y pámpanos de vida, diablos a los que sólo faltan los colores luminosos para ser máscaras infantiles de carnaval: toda la pirotecnia petrificada del gótico florido.
 

Crepúsculo
 

    El sol que se entierra espolvorea purpurina de latón en la fachada. Un día más se añade a la vejez gloriosa de la piedra: su nobleza, su milagro, están hechos así, de imperceptibles días soldados al núcleo calcáreo, como las capas concéntricas de una perla.

    Trotan los ulanos de la noche frente a los últimos cohetes solares. Se despliegan las tapicerías de seda oscura del crepúsculo. La punta de una torre engancha un girón, y la catedral se envuelve en la sombra como una estatua en el calicót patriótico de antes de la inauguración.
 

Regreso
 

    Desde el tren, en la noche, París es un garaje de estrellas.

 
 


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