Dos ciudades
 
 
 
 

La ciudad que vio quemar a la doncella
 

    Pomaredas que se desgranan en jades o en perlas carmesíes; el Sena disfrazado de brazo de mar, denso y opaco por la proximidad de Inglaterra, con vapores que han cruzado el océano y traen al interior del continente un palpitar de inmensidad; colinas que encercan el paisaje como terrazas de pirámides toltecas: he ahí el marco de Ruan, la ciudad que vio quemar a la Doncella de Francia.

    Cincuenta años de trazar calles nuevas que pautan los alambres eléctricos no han logrado agotar su riqueza en nostálgico pasado; el enredado plano de sus callejas sigue intacto desde el siglo XV, y bajo el saledizo de las viejas casas que se ensanchan sobre el arroyo a cada piso sobre la meseta que las termina -o como los cajones a medias sacados, dice Huysmans, de cómodos ventrudos, desbordando unos sobre otros-, pasan figuras que son nietas de aquellos hombres que fueron -va hacer cinco siglos- al suplicio de una doncella veinteañera que los ingleses acusaban de hechicería. En el crepúsculo, el cielo se recorta con almenas y torrecillas, cruje la madera carcomida de las viejas casas y las campanas musicales de la catedral parecen tocar la queda. No sacian a los encajes de piedra ni al espíritu los barrios antiguos donde lo pasado reflorece como las parietarias en los muros. Una calle pobre alberga un ancho canal de agua turbia sobre el que se inclinan las verdosas fachadas de casas enmohecidas; ante las puertas sombrías hay cubas de lagares primitivos en los que se machacan las manzanas y donde nace el olor agrio de la sidra burbujeante y risueña; sobre los enanos puentecillos redoblan los zuecos de los chicuelos sucios, y se alzan las siluetas duras de estos hombres que hace mil años invadieron a Inglaterra, dignos aún de las calzas bicolores, el sayo acuchillado y la pica medievales... Perdura el aire del rico burgo comerciante de la Edad Media, un no sé qué de copioso, de suculento. Ciudad de abundancia y de bienestar un poco grueso.

    Viejas estampas grabadas en madera muestran a la ciudad en tiempos olvidados; la flecha de hierro de la catedral cambia sólo su perfil en las modernas tarjetas postales, como sólo el tintinear de los tranvías rompe en algunas callejas perdidas la gran voz silenciosa del pasado. Y comprendemos un poco, en este escenario propicio, el alma de ese siglo XV que corona y remata la Edad Media con el esplendor de su miseria, en el que cantaba Francois Villon y, todo claridad, Santa Juana de Arco rescata al torvo Barba Azul.

    No cabe describir sin repeticiones estas viejas ciudades del corazón de Francia; la misma gran alma las creó y el puñado de kilómetros que las separa pone apenas entre ellas la diferencia de matiz que hay entre una puesta de sol y otra puesta de sol. Calles muy tristes como caballos viejos bajo la lluvia, en las que aveces pasa un perfil de mujer que angustiaron los anhelos imposibles de otra Emma Bovary, casas que son decorado permanente para el segundo acto de 'Los Maestros Cantores', iglesias que se deshacen hacia los espacios interestelares en frenético gotear de adornos, callejones oscuros por los que se escurren sombras que atosiga la juventud en pos del señuelo de la medieval linterna azul aureolada de anacrónica chas banda... Ciudad que amerita ser instalada con tarjetones explicativos en las vitrinas de un museo.

    Un gran reloj de 1389, motivo de tarjeta postal, es la marca de fábrica de Ruan, como los rascacielos y el puente de Brooklyn perfilan a Nueva York, la Torre Eiffel y Notre Dame a París. En la bóveda del arco que lo sostiene sobre estrecha calluca medieval, el Buen pastor lleva al cuello la oveja preferida. ¡Reloj arqueológico, que marca horas desmonetizadas y sin curso legal!

    El viajero atónito descubre tres lugares consagrados por el suplicio de la Doncella: o la quemaron entre actos, o quemaron a tres Juanas de Arco... Marca el primero una fuente de Luis XV erigió en una placita muy amable y quieta. Sonoros latines agravan sus curvas de sillón galante. Pero un poco más lejos, una inscripción municipal en los pilares de hierro del Mercado oliente a legumbres agrias y a carne cruda, y una lápida en el suelo, sobre la cual se destiñen patrióticas palmas y coronas, señalan el sitio donde también quemaron a la Doncella. Y el Baedeker, en fin, indica que el verdadero lugar en que se alzó la pira es donde ahora está el teatro -en cuya puerta detonan carteles amarillos anunciando una película sensacional-. Esa impresión topográfica debió dejar a los contemporáneos perplejos como muchachas ante tres programas de cine en tarde dominical...

    Una placa indica el sitio en donde una torre fue cárcel de la Doncella. De la torre que no queda nada, pero allí estuvo, y esto basta a contentar los deseos modestos de quienes gustan ver siempre un punto sobre cada i.

    En el Palacio de Justicia, abrumado de encajes como un príncipe del seiscientos, la luz no se ha renovado desde que los espesos vidrios emplomados cerraron las ojivas: luz apergaminada y rancia. La sala del Parlamento de Normandía es ahora Sala de Jurados. Todos los actos de la vida los hace el escenario; y en esta arquitectura gótica la sentencia sonará hueca, cual una escena de La Mujer X. Y se piensa en este contrasentido: un admirable palacio para esa aberración orgullosa: la Justicia, y para el hombre- esa realidad- casucas de madera...

    La florida arquitectura gótica del siglo XV alegra los ojos en San Maclú, petrificado castillo de fuegos artificiales. Estos extraños santos de Francia: San Filleul, San Mellon, San Evode, San Victrice, San Pretexta... Ellos me perdonen, parecen de Carnaval. La iglesia de San Uen toda luz con las piedras preciosas fundidas por el sol en sus 135 ventanas labradas de 1318 a1339, ve nuestro asombro: la Virgen de Juan Diego es huésped de una capilla. ¿Cómo vino a este cielo norteño la solar Guadalupana? Una escalera de caracol que agujerea el muro cual un gusano una fruta, nos lleva hasta insospechadas alturas. Frente a las sectas, por las que los soldados del obispo se defendieran contra ingleses o hugonotes encendidos de codicia, y por las que ahora clava sus dardos despuntados el sol otoñal, la bóveda está tatuada de iniciales trazadas con el humo de la candelilla que cada visitante lleva para guiar su ascensión por esta catacumba vertical. Desde el triforium vemos -precipicio ojival- la nave barnizada con los esmaltes translúcidos que filtran los vitrales, como la verían los ángeles de madera encaramos en la gloria del altar mayor.

    Más iglesias de otras edades, callucas de aguafuerte donde se pierde la noción de la época, un museo que retuvo el sedimento de los siglos: todo eso hay en Ruan. Y además, el prodigioso himno de piedra de su catedral.

 
 

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