Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. Los fabulistas mexicanos
 
 

 

Señor Director de la Academia Mexicana,
      Correspondiente de la Real Española:

Señores Académicos:
 

    La cortesía y la tradición, de consuno, piden que las primeras palabras del recipiendario, en actos como el que hoy nos congrega, sean de agradecimiento por la merced recibida. La cortesía y la tradición, digo; mas ahora las precede y señorea la gratitud.

   Aunque al hombre maduro, forjado por la vida a golpes de experiencia, pocas cosas le maravillan, al cabo de casi tres años de participar en las tareas académicas maravíllame aún, señores, vuestra magnanimidad. A ella debo el verme aquí. Porque, si recapacito sobre las razones que os movieron a proponerme para ocupar una silla de correspondiente y a votar por unanimidad  esa propuesta, no veo,  en el platillo de los méritos y frente al de la honra alcanzada, peso bastante a equilibrar la balanza.

    La Academia Mexicana me acoge “a beneficio de inventario”, pues muy pequeña parte de mi producción corre editada, aunque no sea poco lo escrito desde que a comienzos de 1917 vi en letras de molde mi primer cuento. Mas el par de millares de artículos que he dado a la prensa, sepultado está en lo que uno de vuestros más eminentes colegas, don Victoriano Salado Álvarez, llamaba con donaire “la fosa común”, id est, la página denominada “editorial” de los diarios, y, por extensión, las colecciones de ellos y de revistas, olvidadas en las hemerotecas.

    Sorprendentes suelen ser los vaivenes de la existencia, y tal vez nos conducen a donde no creíamos llegar. Nunca, en la ambiciosa juventud, pense que un día hubiera de ocupar la silla de correspondiente que fue del docto crítico don Manuel Gustavo Revilla, cuyas páginas En pro del casticismo encierran jugosas ideas, provechosa doctrina y, por supuesto, lecciones del buen decir, como que el autor enseñó gramatica española durante varios lustros. Sólo de vista conocí al señor Revilla; aplaudí la hermosa conferencia que en alabanza de Cervantes sustento en abril de 1916. Y su libro El arte en México fue una de las pocas fuentes de información que llevé conmigo, cuando años después, bajé de estas alturas hasta las márgenes del Sena y frecuente las aulas de la Soborna para “amoblarme los aposentos del cerebro” -palabras cervantinas que gusto de recordar- .

   El segundo ocupante de la silla fue el cantor de La vieja lágrima. ¡Inolvidable, querido Viejecito! Inolvidable por la perenne hermosura de sus poemas, la delicada elegancia de sus crónicas, la sagacidad y acierto de sus opiniones críticas. Querido, por su calidad humana, desbordante de amistad, de simpatía, de innata nobleza. El novel escritor que hace más de un tercio de siglo le pidió una dedicatoria en un ejemplar de Lámparas en agonía, le debe esta fina lección de llaneza y de cordialidad: llamóle “Maestro” el pedigüeño, y la pluma del gran poeta escribió: “Compañero y amigo”. ¡Compañero y amigo del principiante se decía quien estaba en la cumbre de la celebridad!

    Después de Luis G. Urbina, “compañero y amigo” también, José Rubén Romero. Ardiente enamorado de su tierra, en sus libros se oyen, armoniosas o sonoras, cantarinas o graves, todas las campanas de Michoacán, y palpita el corazón mexicano, generoso y libre. Henchido de entusiasmo le conocimos, inquieto y presuroso, desmintiendo con su diligencia su ingenua confesión de haronía, forjador incesante de proyectos más o menos quiméricos y, a menudo, milagroso realizador de ellos, catalizador de voluntades, fervoroso cultor de la amistad, derrochador de ingenio tras de cuyas lentejuelas solía percibirse una lejana sombra de tristeza -¡la vieja lágrima!-; y de personalidad a tal punto destacada y firme que bien pudo aplicársele con exactitud la hipérbole popular: “¡Es único!”

    Mas la simbólica silla que ahora me afrecéis no es ya la que esos tres preclaros escritores ocuparon, sino otra de reciente fábrica, aunque, al par de ella, tan invisible como el tejido prodigioso  con que en un lindo cuento vistióse un crédulo rey. Esa silla -que, inter nos, bien podemos calificar de “metonímica”-, la vigésimo quinta de vustro hipotético ajuar si no yerro en la cuenta, está por estrenar. Es una de las que habéis reservado a aquellos de vuestros colegas correspondientes que, merced a la reforma de los Estatutos por los cuales se rige la Academia, pasaron a la condición de “electos”. Primer titular de ella, carezco de predecesor en cuyo elogio ocuparme, y me hallé, por lo tanto, en libertad de elegir tema sobre el cual disertar. Me decidí por uno que posee el don plausible de la brevedad, ya que no permita galas de estilo ni primores de forma, negados a quien de las sales del ingenio carece: la única sal que tengo es la de plata, en mal año ingerida; ella me coloreó la piel de manera que a cien pasos se me identifica como “el hombre nielado”, según me apodó en Madrid el muy verboso e ingenioso don Ramón del Valle-Inclán.

    Y pues desde hace un par de años exploro una cantera hasta ahora punto menos que intacta y que se presenta riquísima: la obra de los fabulistas mexicanos, séame permitido labrar mi discurso con materiales de sus vetas extraídos: las fábulas de Fray José Manuel Martínez de Navarrete, prosaísta en ellas a la manera de Iriarte, neoclásico en otras amables composiciones, heraldo del romanticismo en  varias de sus mejores poesías. Las fábulas de Navarrete, digo, y no las de cualquiera de los cincuenta y seis epígonos suyos que ya me han dado materia abundante para redactar papeletas,  porque tan sólo siete escribió -ignoramos si las habría entre los poemas quemados en vísperas de su muerte-; y esa corta cantidad se adapta bien a la prudente longitud de este discurso, del cual, a la manera de Gracián, diré: lo malo, si breve, menos malo.

    Pero no he de cansaros más con los remilgos de la modestia, variante personal de una costumbre común a oradores y conferencistas, de la que ya se burlaba, hace tres  cuartos de siglo, aquel donoso escritor español que ganó fama bajo el festivo pseudónimo de Dr. Thebussem, anagrama de “embust (h) es”.

    Paso, pues, a mi asunto.
 
    La fábula es sin duda el más humilde de los géneros poéticos. La copla misma, con ser tan breve, suele contener más poesía; y más ingenio el epigrama.

    No podemos leer una fábula con el mismo espíritu con que leemos una epopeya, o -al otro extremo de la comparación- un madrigal. Hemos de admitir sus limitaciones y ponernos a su altura, de igual modo que no agachamos para acariciar a los niños, hablamos con ellos en términos que remedan los de su graciosa media lengua y usamos las onomatopeyas con que designan a los animales y a los objetos.

    No siempre fue así. En los comienzos del siglo XIX no se escribían para un público pueril, sino para lectores puerilizados. Permitían mostrar malicia o gracejo, vestían con facilidad, ya que no con riqueza, un pensamiento cuerdo, enunciaban una regla de conducta. Su propósito didáctico no apuntaba a la enseñanza de los niños, sino a la reflexión de los adultos. Seguíase la costumbre antigua: para los hombres libres de Grecia imaginó Esopo sus apólogos, y Fedro los suyos para los ciudadanos de Roma. La Fontaine aspiraba a entretener, más que al delfín, a la Corte,  cuando con insuperado ingenio hacía dialogar a los animales, a las plantas, a entelequias, incluso a los rústicos. Para la innumerable tropa de escritores redactó las suyas Iriarte. Las de Navarrete son juguetillos, como varias otras de sus poesías menores donde no falta la intención aguda, por ejemplo la Égloga en que el soñado pastor, galán de una pastora, consuela a cierta zagala, a quien el topetazo de un chivo rompió el cántaro que llevaba; discuten la dueña de la frágil vasija y el del belicoso cuadrúpedo; hacen las paces,
 

y por dar una prueba
de que éramos amigos,
fuimos a su cabaña
de las manos asidos.
Mas como mi ganado
entró solo al aprisco,
lo supo mi pastora
y se enijó conmigo.
   Queda a la fantasía del lector imaginar que el rebadán y la zagala se demoraron en la choza recitando versos o, o que es más arcádico aún: tañendo el rabel.

    El orden en que aparecen la fábulas en los Entretenimientos poéticos lo impuso el editor Alejandro Valdés. No explica éste por que lo adoptó. No es el cronológico de la publicación en el Diario de México, donde casi todas  aparecieron en 1807. Por lo demás, ninguna importancia tiene esa minucia, lo cual nos autoriza a reunirlas por analogía de tono y de intención.

    Tómase como primera fábula el desdeñoso poemita intitulado Mis censores, templada variante del escatológico Prólogo ingenuo, asímismo antuvión a los críticos, gente mal vista de los poetas. No es para recitado el Prólogo, pero sí la fabulilla:
 

En las obscuras noches
los ladradores perros
turbáronme el reposo
de mi apacible lecho.

Con esto a los principios
causáronme desvelos,
hasta que con el curso
me impuse de los tiempos.

La costumbre de oírlos
llegaba a tal extremo
que ya no me dormía
si no ladraban ellos.

Lo mismo ha de pasarme
con censores molestos:
si ellos me desvelaren,
ellos me darán sueño.

   Dista mucho de ser atrayente el somnífero papel que el poeta reserva a quien le censure, pero hay que decir la verdad: “me impuse”, por “me acostumbre” o “me habitué”, es un barbarismo. Y el hiperbatón que encaja  aquel verbo en “el curso de los tiempos” resulta violentísimo y ripioso. Al igual de Homero, tal cual vez dormía Navarrete: Quandoque bonus dormitat Navarresius.

    Gemelo desparpajo y aun visos de cinismo hay en la fábula titulada El dengue, cuya pizpireta protagonista no titubea en ponérselo para ir al baile, aunque esté “rotado”, y contesta a las murmuradoras:
 

-Malo está mi dengue, pero
¿quién me quita estar de moda?
 
    Disculpa ese ejemplo a las damiselas que, a falta de jóvenes apuestos, aceptan como galanes a viudos canosos o solterones rancios:
 
Currutacas, las que sois
de truco alto y carambola,
y hacéis a cortejos viejos
por no tener otra cosa:
cuando suene su matraca
el vulgo, de nueva forma,
responded lo que allá dijo
la muchacha de la historia.
 
    El decurso de siglo y medio ha esparcido polvo sobre aquella prenda y sobre aquellos versos, y ha de sacudírsele con someras aclaraciones. El Diccionario de la Real Academia  Española define el dengue como una “esclavina de paño, que llega hasta la mitad de la espalda, se cruza sobre el pecho  y las puntas se sujetan detrás del talle”. En las obras de Moratín lúcelo alguna mujerona. En un sainete de don Ramón de la Cruz truecan los suyos por manteletas unas rapazas. Aun lo usan las campesinas de Asturias. Que tuvo pasajera boga en méxico, nos lo dice el poeta:
 
Allá en tiempo en que los dengues
eran la grandeza y pompa
y se alababan de lindos
entre muchas damas bobas,
era ley que a los fandangos
fuesen con sus dengues todas
las que habían de hacer papel,
porque era traje de moda.
 
    Menciónalo un testamento de 1751 otorgado en Pátzcuaro, con el que don José R. Benítez documenta su libro El traje y el adorno de México: “un dengue de paño de grana en diez pesos”, otro “de belfa -esto es: de felpa- en diez y ocho pesos”.

    Lo voz “currucatas”, si bien desusada ya, es comprensible: en México se les llamó después “catrinas”, y basta eso para la identificación. Pero lo “de truco alto” requiere la consulta del léxico oficial: Allí leemos: “suerte del juego llamado de los trucos -y éste, añadiré, parecido al billar-, que consiste en echar con la bola propia la del contrario por encima de la barandilla”. Si a ese concepto se añade el de “carambola”, que implica una finalidad de busca y choque, y tiene el sentido figurado de “enredo, embuste o trampa para alucinar y burlar alguno”, veremos que son imágenes apropiadas para quienes
 

hacéis a cortejos viejos,
 
esto es, se muestran dispuestas a darles tiena acogida. Y a quien las molestare con importunas observaciones, contesten algo así las templadas mozas: “Machucho es, pero tengo novio”.

    Con El mosquito, que cambia de indumento mas no de zumbido, nuestro autor da forma nueva al viejo axioma de que no muda la condición aunque mude la fortuna. Defectuosa en la versificación, pues don ingentes ripios la empiedran, esa fábula es una de las más logradas en cuanto al contenido moral. Dice así:
 

Un mosquillo impertinente
picar a un zorro quería,
pero éste se defendía
y lo burlaba altamente.
Sin usar voz diferente
se disfraza en el vestido;
el zorro la ha conocido
y le dice con ultraje:
-¿Qué importa mudes de traje
si no mudas de zumbido?
 
   En El estanque, el arroyo y Ceres el fabulista, por boca de la próvida deidad, censura a los avaros,  cuyo inútil caudal es como el estanque,
 
cenegal horrendo,
de sapos y ranas
pútrido elemento,
cuyas turbias aguas
por ningún venero
salen a dar vida
a los campos muertos
 
    Y le opone la alegría y generosidad de arroyo, que rumoroso corre
 
Por dar al sembrado
saludable riego.
 
    Muestra Navarrete un dejo pesimista cuando pone a la criada renuente a destruir con un escobazo a la telaraña y a su repulsiva tejedora, que en ella atrapó a un mosquito:
 
-Fuerza es que te perdone,
pues ¿qué hacen las arañas?
¿Trampas? El mundo todo
incurre en esta falta.
 
  Aunque eso bastaría a título de afabulación, aún explica:
 
Cuando un mismo delito
a todos nos alcanza,
se queda sin castigo.
Así quedó lo araña.
 
   Los tres primeros versos, constituyen la paráfrasis muy libre de una máxima latina, inserta  en nota:  Multitudo peccantium, peccandi licentiam subministrat.

    Esa fábula es de las mejores, si bien un poco larga. Diviértase el poeta en juegos verbales que, guerdadas las proporciones, algo recuerdan los de Rabelais: después de tejida la tela, el artero insecto,
 

se retira a su estancia,
cual entre pabellones
alguna Doña Urraca,
si no es que ya parezca
cual entre tocas beata,
o ermitaño en su cueva,
o en su garita el guerda.
Desde la claraboya,
o tronera, o ventana,
o puerta, u orificio
de aquella telaraña,
atisba los mosquitos
que llegan a su casa.
 
    Vese ahí, sea dicho, el inevitable antropomorfismo de los fabulistas, quienes reducen las costumbres animales al término de comparación por ellos conocido: las de homo sapiens.

    Las dos últimas fábulas tocan asuntos sorprendentes bajo tal pluma. El par de pajaritas es fechado por el travieso Cupido, mas Himeneo no se presenta;  ni hay para qué. La ocurrencia nos parece hoy un tanto cargada de pimienta, pero antaño solían mostrarse golozos de cuentos bien sazonados quienes vestían cogulla. Nos da lucidos ejemplos el jocundo Arcipreste de Hita. Nos los da Rabelais. Nos los da Navarrete.

    Parecido tema, si bien con más insistencia expuesto, es el de Los viejos casados: Venus, Cupido e Himeneo se apartan confusos de ese tálamo, conscientes del ridículo en que incurrieron al acercarse a él. Critica así el fabulista las bodas seniles:
 

El caso es fabuloso;
mas si en verdad hablamos,
¿cuántos viejos y viejas
habremos retratado?
 
    Verosímilmente daban motivo a tales nupcias razones crematísticas y no sentimentales: para redondear herencias o para asegurarse un buen pasar durante la senectud.

    Aunque en la primera edición de los Entretenimientos poéticos, la de 1823, figura la fábula titulada El caballo en venta, indica el editor Valdés que la inclusión se debió a descuido, pues no le constaba la autenticidad; y añade: “Téngase por no puesta, y omítase en otra edición”. A ese consejo se atuvieron,  en 1835 el editor parisiense, y en 1904 don Victoriano Agüeros -miembro muy distinguido de vuestro instituto-, que reservó a Navarrete el volúmen 50 de su excelente Biblioteca de Autores Mexicanos.

    Aparte las fábulas pueden tenerse como tales,  parcialmente al menos, algunas de las odas anacreónticas. En La corderita, cuarta de la serie denominada La inocencia, un lobo devora a la “mansa cordera” que “la dulce Anarda” engalanaba con “sonoros cascabeles” y con “cintas coloradas”. No dice el poeta que aquellos ni éstas quedasen como relieves del cruento festín; y si se los tragó el lobo, mal para el lobo. Limítase el cantor a prevenir a la  “tiernísima zagala” contra
 

otros lobos, hambrientos
de otras corderas mansas,
 
esto es, contra los hombres,
 
que carnívoros buscan
a las simples muchachas.
 
    Adviértase cómo juega del vocablo: “carnívoros” no alude ahí a la antropofagia.

    En La tortolita, oda sexta de la misma serie, encaminada también prevenir a la pastora contra “la malicia del mundo”, la “tortolilla tierna” escápase de la
 

... jaulita curiosa
de mimbres delicados.
 
    Persíguela un halcón, y la mata con “una jara sonora” el pastor-poeta, quien extrae la absorta Anarda la menuda filosofía del mínimo episodio: no salgas de tu choza, para que no te veas en el riesgo en que la tórtola se vio.

    Injerta en apólogo está asimismo duodécima oda de Las flores de Clorila, pues ahí sueña el autor que, al cortarlas en un prado, un áspid sale “de entre florido albergue”. Despiértale el susto y ruega a la “dulce Clorila”,
 

que no me des motivo
jamás porque me queje
de los sueños, que pintan
entre flores serpientes.
 
    El mundo onírico, nadie lo ignora, hállase poblado de reminiscencias, y ello explica la ascención inesperada -por la rampa de alguna lectura-, desde las candentes cadenas de Libia hasta la fértil meseta de Anáhuac, de aquel áspid exótico y literario.

    También la decimoquinta oda puede considerarse como entintada de apólogo: deshoja el viento las flores con que “un niño pequeñuelo” jugaba en “un delicioso prado”. Y el poeta se alarma:
 

Te ruego, mi Clorila,
que de algún fiero agravio
no deshojadas sean
las flores que yo canto.
 
   Otros poemas tienen asimismo la doble característica de la fábula: acción y lección, aunque para serlo propiamente les spbren los piropos y los melindres. Aire de fábula se advierte en los sonetos La caída de Faetón y Las trampas de la cautela. Casi fábula es el soneto A un poetastro,  donde la comparación... Pero más ameno que extractarlo será leerlo:
 
Uno tras de otro huevo calentaba
cierta, gallina clueca noche y día,
esperando sacar muy buena cría;
pero el huevo a la postre se  enhueraba.
Cacareando, una amiga la exhortaba
que abandonar el huevo convenía,
que el calor natural se le extinguía,
y lleve el diablo el pollo que sacaba.
Aplica el cuento, Momo, y advertido,
no caliente conceptos, engañado
de tener buenos partos en tu nido:
porque aunque más y más hayas cloqueado,
el calor de la musa se ha extinguido,
y lleve el diablo el verso que has sacado.
 
    No se entretiene el fabulista en buscar elegantes combinaciones de metros: hexasílabos, heptasílabos y octasílabos le bastan. En cuanto a la forma, una décima y romances. No pica muy alto su filosofía, mas éste es achaque propio de fabuladores, que ha menudo rozan el egoísmo utilitario, y aveces, con ejemplos de latrocinio afortunado,  de falsía recompensada y aun de artera muerte dan en prevalencia lo inmoral. Se apega al espíritu de su tiempo, que gustaba de los conceptos llanos, de los modismos coloquiales, de la sencillez, al punto de reducir los versos a renglones de prosa no siempre bien acentuados ni medidos, aunque asonatados con soltura. Salvo la facilidad de la versificación, en las fábulas no encontramos otra alguna de las cualidades que placen en la poesía de Navarrete, pero sí sus errores. Forzoso ha sido mencionar unos cuantos. No insistiré; preferible es recordar las justas palabras con que el célebre autor de Don Juan Tenorio resume su opinión acerca del amable poeta: “Los defectos de sus obras son los de su tiempo, y sus bellezas y excelencias le son propias y personales”. Certero juicio.

    El mexicanismo colorea varios pormenores de sus fábulas. Usa modismos, como “andar en bola”, corruptelas como “esque”, arcaísmos como “cercáronse” por “acercáronse”. A la manera popular, abusa del diminutivo. Pero nos tomaría demasiado tiempo es examen de esas peculiaridades. Tampoco es dable indagar ahora cuál sea la posible raíz de aquellos juegos literarios. aunque son de propia Minerva, es creíble que un estudio minucioso deslindase rastros de influencias. En Mis censores percíbese, notoria, la de las Fábulas literarias: Navarrete conocía la obra lírica de su famoso autor, según resulta de la explicación puesta al frente del soneto Influjo del Amor: “Imitando el artifício del primer soneto de don Tomás de Iriarte”. En esta composición, como es sabido, la arboleda, el jardín, la fuente, el prado, etc., refugios de la apacible soledad, no brindan al poeta
 

el placer que otros ánimos recrea,
 
porque su retiro y silencio le ofrecen más viva
 
la imagen de la ingrata por quien peno.
 
 
  Navarrete no puede gozar en la ciudad de México
 
del gusto que me brinda tu grandeza,
 
patente en las calles, plazas, palacios, templos, etc., porque de todo ello le aleja
 
el suave influjo de la dulce cara
de una agraciada rústica belleza.
 
   Túvose a Navarrete en alta, hiperbólica estima, por la  afinidad de su obra con el gusto -el mal gusto- que prevalecía en su época, e incluso por razones patrióticas; Valdés en su advertencia al público decía: “¿qué espectáculo podrá haber más interesante a tus ojos que el presenciar cómo se va difundiendo en este  septentrión  el benigno resplandor de las luces, al paso que se  eleva por su horizonte el sol hermoso de su libertad?” El párrafo lleva, como se va, el marchamo de 1823.

   “Hiperbólica estima”, dije, baste un ejemplo: Barazábal le llama “nuevo Apolo” y “semidios”. Más certero y medido se mostraba en 1829 el escritor español don Pablo Mendíbil, colaborador de Repertorio Americano que en Londres editaba don Andrés bello,  aunque, es seguro, no pensaba en las fábulas cuando dijo del libro de Navarrete: “Carácter poético perfectamente adaptado al Virginibus puerisque canto del epígrafe”, tomado de Horacio; y después: “del tierno, del candoroso, del delicado Navarrte, cuyos versos son en  realidad traviesos e inocentes como los juegos de los niños, y púdicos y halagüeños como la hermosura de las vírgenes”. En otro párrafo, agrega: “La versificación es constantemente fácil,  si bien algo descuidado en tal cual pasaje; tiene mucha dulzura y fluidez”.

    Para el escritor colombiano don José María Torres Caicedo, cuyos Ensayos  biográficos y de crítica literaria aparecieron en 1863, “su dicción es castiza, correcto su lenguaje, su estilo fácil y natural”.

    Mas, repito, no provocan esos elogios las fábulas, jugueteo intrascendente, si bien acaso mereciéndole al poeta el aplauso de sus coetáneos, en corro de amigos, en las  sosegadas tertulias lugareñas. Los críticos las han considerado parte humildísima de su producción, aunque, cabe afirmarlo, quedan por encima de las sátiras, de algunos epigramas, del Prólogo ingenuo. Quienes las mencionan no se muestran excesivamente  blandos. El máximo elogio es el de urbina: al indicar como características de la producción literaria de aquel tiempo “un lejano perfume de helenismo”, añade: “Hasta las fábulas de Navarrete toman el aspecto de sátiras antiguas”. Recoge esa opinión el mejor crítico de cuantos han estudiado la obra del poeta zamorano, vuestro meritísimo colega don Francisco Monterde. El concienzudo y estricto don Francisco Pimentel -que también fue destacado miembro de vuestra corporación-, incluya como plausible, entre las obras menores, “alguna fábula”. Y no obstante los elogios que de su poesía hizo, el más severo resulta ser Mendíbil, cuyo criterio es también el de Torres Caicedo: “No deberá la justa celebridad de que ya goza y que le confirmará la posteridad mas remota” ni a sus églogas, sátiras, epigramas y sonetos, “ni a sus fábulas, poco felices en la elección del sujeto y en el desempeño de la narración”. Lo cual no le vedó reproducir las dos mejores en la breve antología con que termina su breve estudio.

    Tienen razón los críticos: las fábulas añaden bien poco a la gloria de Navarrete. mas no son desdeñables. No desplacen al lector moderno esas florecillas que el buen mayoral de la Arcadia Mexicana ató en parvo ramillete. Y si en la producción fabulesca de México no alcanzan preferente lugar, tampoco han de ponerse a la zaga de todas; únense a la multitud de ellas pergeñadas por medio centenar de aficionados. Encierran un grano de sal, a veces un polvillo de pimienta, siempre el tónico amargor de la sensatez. En lo atañedero a la forma, valen por el movimiento y la vivacidad que las anima. De otra parte, ayudan a comprender mejor la personalidad del poeta e incluso no permiten formarnos idea más cabal de la psicología criolla en vísperas de la gran sacudida de la que iba a surgir la nación mexicana. Por añadidura el filólogo encuentra en ellas algunas partículas del oro que el habla del pueblo suele acarrear -¡entre tanto légamo!-, y no dudo de que esto interese a quienes aceptaron como principal tarea corporativa “el estudio de la lengua española y en especial cuanto se refiera a los modos peculiares de hablarla y escribirla en México”.

    A participar en esa labor me habéis convidado, señores, y en ella pongo afición, ya que no competencia, enamorado como el que más de la hermosura de nuestro idioma, orgulloso de su riqueza a la que el fluir de las generaciones añade, no sabemos cómo ni, apenas, cuándo, voces nuevas, otros giros, otros coloristas modismos. Al admitirme en vuestra compañía aunque mi hatillo sea ligero, obligáis, señores, mi voluntad de servir a la noble obra común. A ese norte la sabéis orientada por entero. Permitidme, pues, que para concluir utilice, adaptadas al caso, palabras memorables: aquellas con que ofreció su Ortografía Castellana a la nobilísima Ciudad de México el insigne Mateo Alemán,  en sus postreros años, tan vinculado a la tierra mexicana, que con ella mezclóse para siempre el polvo de sus huesos:

    “Tuve por justa cosa traer conmigo alguna con que -cuando acá llegase- manifestar las prendas de mi voluntad. recibe pues agora, ¡oh ilustre Academia generosa! este alegre y venturoso peregrino, a quien su buena fortuna trujo a manos de tu clemencia”.
 
 

    Junio de 1953
 
 


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