El Diario de un artista
 
 
 
 

Entre las obras que José Juan Tablada anunció durante años y no llegó a publicar figura el Diario de un artista; su “Volumen 1o.” encabeza la lista de libros “en preparación”, inserta al final de Los días y las noches de París, aparecido en 1918. De tiempo atrás se sabía que, a semejanza de los hermanos Goncourt, tomaba apuntes cotidianos. quien esto escribe lo vio en 1918, cuando el poeta se alejaba en la Asociación Cristiana de Jóvenes, hacer anotaciones en uno de los libracos denominados Dayli Reminder, agendas a página por día, con encuadernación de percalina; libros prácticos carentes de refinamiento editorial, producidos a miles de ejemplares y vendidos baratos.

    De temer era que algún poema inédito se trasconejase, y esto sucedió con La mujer Tatuada, recuperado al cabo de diez o doce años de extravío; mas de los cuadernos del Diario cabía esperar durabilidad. El riesgo era la pérdida de alguno de ellos y la formación así de una laguna en la continuidad de datos que el conjunto prometía. Por desdicha, es relativamente poco lo conservado, aunque los apuntes cubren un lapso de cuarenta y cinco años.

    De 1900 sólo hay anotaciones de cuatro días, en mayo, que ocupan las primeras once páginas; el resto del cuaderno está en blanco. nada hay de los tres años siguientes. Al cuaderno de 1904 le faltan las primeras hojas, de modo que comienza al mediar febrero. También faltan, o están en blanco, hojas intermedias. Fechada en marzo, sólo hay una anotación: siete líneas.

    Sigue una laguna de ocho años. De 1918 hay dos cuadernos. Ambos están faltos de las primeras hojas y de no pocas en diversos lugares. La tercera laguna es de ocho años, con mínimo islotes: cincuenta y siete líneas manuscritas en enero de 1919 y veinticuatro paginitas de agenda de bolsillo en 1920. Cerca de la mitad del Daily Reminder correspondiente a 1922 está arrancado en blanco. Al cuaderno de 1923 le faltan las hojas anteriores al sábado 4 de marzo y una veintena entre junio y noviembre; a partir del 7 de ese mes no hay anotaciones.

    Nueva laguna, de dos años, donde forman un islote diecisiete líneas; corresponden a tres días de diciembre de 1925. La agenda de 1926 está a medias destruida; en lo que subsiste, muchas páginas sólo tienen una línea escrita, a veces una palabra; otras, un menudo croquis o dibujillo apenas esbozado.

    La quinta laguna es de un lustro. De 1932 no hay más que once hojas, y de ellas la mitad está en blanco. De lo anotado en 1923, se conservan tres páginas escritas en enero. Sexta laguna, hasta 1937, en que hay anotaciones de cinco días de mayo. En fin, laguna hasta 1944, año de cuya analectas quedan cinco hojas.

    Todo eso puede parecer poco. En realidad suma más de diez mil líneas manuscritas, que equivalen a unas doscientas cuartillas mecanografiadas a doble espacio; de qué forman un libro de buen cuerpo.

    Aun admitiendo que varios de los huecos anuales hayan sido causados por la destrucción de cuadernos, la circunstancia de que en los conservados haya muchas páginas en blanco induce al convencimiento de que el poeta interrumpió varias veces, durante años, la redacción de sus notas.

    La señora viuda de Tablada al entregar a quien esto escribe esos preciados restos del Diario de un artista, le explicó que José Juan Tablada, en el ocaso de su vida, rompió algunos cuadernos, y arrancó hojas de otros, porque, purificado de pasiones su espíritu, libre ya de cuidados terrenales y sin más aspiración que la de alcanzar las cumbres de la serenidad, le repelía todo cuanto era susceptible de recordarle su pasado de ágil polemista y de escritor mordaz. 

    Que la evolución espiritual del poeta le alejó de su obra literaria cuyo alto valor disminuyó a sus ojos, lo demuestran párrafos de sus artículos y de sus cartas. Una cita, entre las muchas que podrían hacerse, bastará a demostrarlo. el 19 de marzo de 1925 decía lo siguiente en carta desde Nueva York: “Si queremos subir debemos arrojar como lastre todo lo que fue nuestro tesoro; tenemos que quedarnos desnudos, arrojar instrumentos, desaprender, arrasar vanidades y orgullos, aun los nobilísimos del Arte; olvidar aun el lenguaje, porque todo lo que las palabras expresan tiene que ser mentira. Hay que inventar un nuevo idioma: Entretanto, en el Silencio del Iniciado palpitan los nuevos mundos. ¡Qué tristeza! El Arte, nuestro Arte, fue sólo un andamio, un puente, un esquema para las coordenadas de la intuición, un ejercicio para la conquista del ritmo. En cuanto a la Razón... ¿para qué nos sirven los zapatos, ahora que tenemos ALAS?”

    No debe ser motivo de extrañeza ese aserto, pues en repetidas ocasiones Tablada había expresado el pesar que le producía recordar, en la madurez, su movida juventud. La elevación espiritual lograda merced a constantes esfuerzos de desasimiento, apoyada en substanciosas lecturas y tonificada con profundas meditaciones cotidianas, le hacía ver con pena cuanto en su obra literaria era, flor de pasiones, cuanto en su vida había tenido por móviles la ambición, el placer o el amor propio. Ajeno ya a esas apetencias, legítimo es que aspirase a borrar la mención escrita de opiniones combativas, ataño sustentadas y después mudadas en comprensión y tolerancia. La doctrina espiritualista le trocó en otro hombre, le alzó a un plano desde el cual aparecería menudo y de escasa o ninguna importancia casi todo lo que años atrás le había parecido meta vital. Así, en su estudio inédito sobre Tres guerras, en el capítulo en que trata de la amistad del insigne arquitecto con el poeta Fray José Manuel Martínez de Navarrete, al narrar las postrimerías de éste -quien, como es sabido, la víspera de morir convirtió en pavesas sus poemas inéditos-, escribe: “Espíritu acendrado, depurado ya de toda vanidad, quema sus manuscritos”.

    Es indudable que Tablada releyó sus apuntes, acaso más de una vez. Hay en ellos correcciones a lápiz, de su mano. Algunas iniciales están completadas así, e incluso hay otras, o bien alusiones, cuya significación olvidó, según lo revela un signo de interrogación entre paréntesis puesto junto a ellas con lápiz. Es probable que esas lecturas -borrado por el decurso del tiempo el disgusto determinante de alguna anotación agraria- le moviesen a suprimir el testimonio de un estado de ánimo ya desaparecido. La meditación le hizo ver, sin duda, que lo escrito antaño al calor de las impresiones recibidas no respondía a la realidad íntima de su ser: era cosa adventicia, pasajera como en el terreno somático lo es una leve enfermedad. Que herido por una impertinencia hubiese reaccionado con un demoledor epigrama, había de parecerle insignificante y, por lo tanto, de superflua recordación, desde la altura en que contemplaba lo pasado. Todo ello explica esa labor de expurgo y acendramiento.

    Digno de respeto es su proceder, aunque deploremos la irreparable pérdida que con la mutilación del Diario de un artista han sufrido las letras mexicanas, donde son muy escasos los libros de tal naturaleza.

    De los problemas que esa obra plantea, hablaremos en ulterior artículo.
 
 

    Abril de 1960

 


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