Blois y sus recuerdos
 
 
 
 

    En la estación de Blois nos deja pensativos un plano gigantesco. ¿Tan grande es la ciudad? Grande como París, Londres y Nueva York juntas. Pero el plano exagera dos puntos cuestión de escala. Blois cabe en un cigarrillo, entre el instante del fósforo y el instante de loa colilla; o bien, en dos miradas desde su puente sobre el Loira, un río arriba, otro río abajo. Pero es como las feas inteligentes: cuando se entra en su intimidad maravillan sus tesoros. No agota una visita en el encanto de la ciudad; ni días tampoco; su melancólica sonrisa se renueva con la complicidad del pasado, que la ha ido formando lentamente cual aluviones dejados por el río. ¡Ya existía, en tiempos de los romanos! En la Edad Media su último Conde acribillado de deudas como un clubman a casa de dote, la vendió al duque de Orleans, asesinado después en París por Juan Sin Miedo, que no era "mataó de rece Brava" como su ilustre homónimo, sino simplemente duque soberano de Borgoña. El Renacimiento vio el apogeo de Blois. La más emocionante escena de esa gran ópera fue el asesinato del duque de Guiza por "los cuarenta y cinco", el 23 de diciembre de 1588. Alejandro Dumas dice en una novela el por qué y el cómo; aristocráticas costumbres que rehabilitan a la Colonia de la Bolsa... La ciudad está orgullosa de su asesinato, por lo menos tanto como del nacimiento de Thierry, el historiador célebre a quien, naturalmente, no leeremos jamás, y de Papin, el inventor de la marmita de donde salió, cual de un sombrero de prestidigitador, la civilización moderna. Ese crimen elegantemente cínico, pone en sus piernas doradas un brillo escarlata, fecit de una época. Fue una evidente suerte para Blois: el cicerone del castillo siempre gana una propina describiéndolo a los turistas. Además, aunque quizás baten el record los cuarenta y siete ronin japoneses, cuarenta y cinco asesinos son ya un porcentaje honroso: aproximadamente tocaron a kilo y medio de duque por puñal...
 

Plano sentimental
 

     El Loira trae los mismos reflejos cambiantes que aplaudimos en Orleans. Tiene muy pocas ganas de llegar al mar, y todo le sirve de pretexto para tender una curva elegante a través del mapa. ¡Si los puentes no le ataran de orilla a orilla, alfilereándolo irremediablemente en el paisaje!... El puente de Blois parte de la ribera decidido a subir hasta las nubes, pero a mitad del río lanza contra el cielo. Igual que el Ilhuicamina sus flechas, un agudo obelisco de piedra que etiquetado con mármol y letras doradas, y dobla el ambicioso declive hacia la margen frontera. Hasta el puente está así en cuesta, en la ciudad de calles reglamentariamente empinadas y de abruptas escaleras. El plano de Blois es tan complicado como esos patrones de modas donde líneas negras mezclan diferentes prendas de ropa interior. La Edad Media, con sus murallas que apretaban a las casas lo mismo que un cordel a un haz de leña, le impuso esa topografía sagaz, propicia a la defensa y a la fuga, enemiga del caballo y de la carroza. Duran desde entonces casas de madera, que no se han caído ya porque las apuntalan desde el empedrado las diagonales miradas de admiración de los turistas; fueron hechas, cuando todavía América era solo una hipótesis en la mente de Colón; con la primera madera que el duque Carlos de Orleans permitió a sus súbditos cortar en sus bosques. En callejuelas retorcidas y escarpadas, desesperación de fotógrafos, se alzan palacetes del Renacimiento con nombres nobiliarios, y un minúsculo mundo de trasgos, quimeras, medallones y guirnaldas en las fachadas. Una iglesia muy antigua y de nombre muy raro, San Laumer, está roída por ese microbio de los tiempos modernos, el cicerone, contra el que no vales vacunas de desprecios. En prendedores de plata las viejas damas ostentan la salamandra símbolo del volcánico rey Francisco. Y como coquetería máxima pretexto para los discursos electorales a base de mayúsculas, atruena a la ciudad vetusta el Progreso: un tranvía, dos automóviles, tres bicicletas, y unos cuantos alambres telefónicos distribuidos convenientemente para dar la ilusión de que son muchos.
 
 
 El palacio
 

     Las épocas se acumulan aquí como hojas secas en un remanso del río. Sobre las ruinas de una fortaleza romana, la Edad Media elevó un castillo feudal. Quedan sus potentes muros de sostén alzados contra la eternidad, sus torreones enormes dominando al caserío plebeyo, a uno de los cuales venían Catalina de Médicis, envuelta en la noche como en un manto, para asistir a las experiencias de su astrólogo Renato el Florentino. Queda una sala inmensa donde el tercer estado, el clero y la nobleza, presididos por Enrique III, se libraron los Estados Generales que motivaron el asesinato del duque; contemplando una humilde tarjeta postal es grato imaginar el aspecto de la sala llena con los movedizos colores de los trajes renacentistas, pero bajo el esplendor de su tacho ojival, azul y dorado, sostenido en el centro por grácil arquería, es imposible la evocación: el guía se empeña en explicar sus bellezas arquitectónicas a la turba sorda y ciega de turistas. ¿Qué insecticida, Señor, nos librará de unos y de otros? ...

Se entra al castillo por el siglo XV. El rey Luis XII construyó éste encantador palacete de ladrillo rosa y de cantería. Poco brilla en la historia el sucesor de Carlos VIII -más opaco aún- entre el fulgurante Luis Onceno y el brillante Francisco Primero; pero en Blois, donde nació, es una celebridad local. Además le hemos visto hacer algo extraordinario: sobre la puerta donde se eriza un puerco espín de piedra, emblema -¡oh, muy significativo!- del rival de Fernando el Católico, una estatua muestra al rey caballero en un corcel que alza simultáneamente las dos patas izquierdas: difícil numero de circo.

    El siglo XVII puso, frontero, su arte pomposo y frío en el palacio de Gastón de Orleans, hermano de Luis XIII. Mansart, el inventor de las mansardas caras a los escritores románticos, lo comenzó por el tejado, poniendo encima del monumental vestíbulo una cúpula suntuosa donde quedan todavía dibujos negros marcando la piedra por tallar, pero, como Balzac en su casa de Ville d'Avray, olvidó construir la escalera.

    Paralela al río, en fin, reuniendo el siglo XVII al XV a través de los restos del XIII, el ala Francisco Primero, toda blanca, luce con la copiosa riqueza del Renacimiento. Para hacer su glacial palacio Gastón de Orleans había comenzado a derribarla, sin pensar en que más tarde despertaría la indignación de los turistas: simple error de perspectiva histórica. La escalera pentagonal, tangente a la fachada, abierta en anchos balcones oblicuos, es la maravilla de Blois. Por ella, como antaño los galanes rutilantes de brocados, subimos a los escenarios de la historia de Francia. La leyenda decía que la mancha de la sangre del duque era visible todavía en los azulejos del pavimento: ¿patética mentira? Vastas salas desnudas, con chimeneas enormes, con paredes de tres metros de espesor, con techos de roble pintado que se quejan, crujiendo, de llevar tantos siglos estirados, con estrechas y escasas ventanas donde brillan en los vitrales los escudos nobiliarios; escaleras y armarios secretos, como en la embusteras novelas de Dumas; mazmorras con dobles puertas de hierro y cerrojos gigantescos hasta las que se filtra un rayo de luz ahogado por una reja formidable; inpaces sin fondo que tragaron cuerpos asesinados en silencio... Es cuanto hay en el castillo. Las restauraciones borraron el no sé qué donde se enganchan los recuerdos. Aquí murió Catalina de Médicis; por esa ventana se fugó María de Médicis, prisionera de su hijo, el rey Luis XIII; en esa mazmorra fue asesinado el cardenal de Lorena; por esa escalera secreta bajaron los cuarenta y cinco... Pero todo se diluye en la voz de fonógrafo del guía que recita su disco ganando céntimo a céntimo la propina, entre anglosajones que se fastidian hasta el bostezo lacrimoso pero que no pueden evitar la visita recomendada por su Baedecker...
 
 
 Nocturno
 

    Desde el puente, balcón sobre la noche, la mirada queda presa en el trapecio que a lo largo del río forman los faroles de los muelles. Entre las luces extremas la oscuridad atraviesa el Loira con un muro impenetrable. Latigazo de misterio: ¿Qué hay más allá de esas columnas de Hércules? De día el río suave y rosado. De noche, todo lo imposible: mar ignoto, un mundo nuevo, el país de las hadas, el Eldorado mágico. Pero al primer canto del gallo todo se disipará y sólo veremos el pasaje terso y fino. Ansia de ir hasta el último farol, diámetro entre la claridad humana y lo desconocido para ver qué hay en las tinieblas. Atracción casi vertical de caída, hacia ese vasto muro de negrura. El creciente lunar es un copo de espuma en el hondo índigo nocturno, y las estrellas recién bruñidas como un perol campesino, son peces fosforescentes. ¡El municipio cuida la mise en scene para fomentar el turismo! Asomado al pretil del puente, nos encierran el silencio y la soledad como si estuviéramos en la plataforma de una torre. Arrojamos al líquido asfalto donde se diluyen las lechosas gotas siderales tres centímetros de tabaco encendido, para inflamarlo, pero la instantánea luciérnaga roja horada la oscuridad y se fuga por el agujero, infiel a nuestro deseo. Resbalando por el inmóvil charol del Loira vienen a través de la noche desierta las campanadas de las nueve.

    ¡Ay, todo el secreto de la dicha sería poder dar a algunos minutos, como estos de Blois, duración de horas, y a las demás horas rapidez de minutos!...

 
 
 

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